El día que se arruinó mi reflejo iba en un transmilenio que, aunque no iba más lleno de lo habitual, lograba sofocarme y desesperarme lo suficiente, pues era uno de esos delicados días en que mis pelos erizados y piel puntiaguda requerían más espacio para lograr tranquilidad. Era harto invasiva esa estrechez íntima e indeseada con siempre extraños a la que no podía más que resignarme.
Por suerte, tenía aún esperanzas en la imaginación con la que infantilmente volaría lejos del cuerpito que, sujeto a la ley natural, no lograba elevarse majestuosamente. Para ello, me acomodé de pie frente a la ventana más cercana, por fortuna, bastante amplia como para enmarcar una porción considerable de otro transmilenio que se le hiciere al lado (y enfrentar ambos grupos de ciudadanos en una competencia por el más agotado y rencoroso) y decidí concentrarme profundamente en contemplar la ciudad nocturna.
Pasé cada una de las estaciones ignorando mi propio reflejo dibujado gracias a la luz artificial -bastante molesta- que me alumbraba la cara, contrastando sobre la imagen de la ciudad oscura al otro lado del vidrio. Tras mi reflejo pasaban con mucha rapidez los árboles que se esparcían como un manchón sobre el también desdibujado paisaje, amén de otros objetos también difíciles de identificar para ojos rebeldes al impresionismo.
Cuando el vehículo se detenía o andaba más lento lograban mostrarse los edificios del camino que yo bien conocía, aunque, a decir verdad, hubiera ignorado si uno o dos de ellos hubiesen desaparecido súbitamente con sus habitantes adentro. Veía también algunas personas deambulando, a quienes con esfuerzo nombraba y les asignaba una corta historia correspondiente con su semblante de turno. Pero, la ciudad de fondo era solo música de ambientación, en realidad me miraba a mí misma.
Lo que notaba y en serio me sorprendía, era que ante tal cantidad de pensamientos y sentimientos que me suscitaba compararme con las identidades extrañas ofrecidas por mi imaginación, contrario a lo que solía pensar, mi rostro no revelaba cada pensamiento que tenía y fuere cual fuere el sentimiento que me halaba el hilo conector del estómago y la garganta, no se movía ni un milímetro mi ceja más expresiva.
Con el rostro insensible hecho palo, llegué a la estación Ciudad Universitaria, donde mi rostro se posó justo encima de un edificio antes blanco, ya viejo y desgastado por el tiempo. Mi rostro cazaba perfecto sobre una ventana cuyas cortinas, aunque cerradas, revelaban una luz encendida adentro.
Traté de averiguar qué estarían haciendo las personas que estaban allí, si estarían sintiéndose observadas o si habrían escuchado el ruido del Transmilenio frenando justo en frente de su casa. Quizás estarían tan acostumbrados al caos de la ciudad que ya habrían aprendido a ignorar incluso un par de gritos de auxilio y estarían disfrutando plácidamente de un documental americano sobre asesinos en serie.
Fue entonces que noté cómo la línea rojiza que marca el límite de mis ojos cazaba perfectamente con el borde que sobresalía de la pared, definiendo el fin de la tímida ventana. Detallé, con el cuidado que me permitió la parada que no fue poco, pues la hora ponía a las gentes efervescentes bajando y subiendo torpemente y empujándose entre sí. Pude entonces divisar cada pequeño detalle de la escena: el color de la pared maltratado por el tiempo y la polución, el vidrio con reflejos de una cosa y otra, y el marco, negro como de costumbre, sin mayor seña de creatividad.
Miré con melancolía las patas negras que dibujó el agua en varias de las lluvias que por esos días azotaban a la ciudad y que, al mezclarse con el polvo que yacía mugriento bajo el borde, recorrió los mismos caminos que aprendió de memoria, enfatizando unas pequeñas grietas, de las que me pareció ver que crecía un intento de musgo apetrolado y reseco.
Un molestísimo pitido anunció el fin de la parada y las puertas fueron cerradas a perjuicio de cualquier extremidad o maleta que se entrometiera. Arrancó de nuevo el bus y, por primera vez, mi vi pequeño rostro sobresaltarse con expresión mayúscula cuando, habiéndose retirado el bus y sus estimulantes ventanas de la última parada, noté que había quedado pegado para siempre en mi reflejo, justo por debajo de mis ojos, los desgastados bordes de la ventana maltratada.
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