Salí de la ducha porque el agua caliente se había terminado. Me sequé y enrosqué una toalla en mi pelo. Me puse la bata y me enfrenté al espejo. Sequé de forma parcial, con mi mano, la humedad que yacía en el cristal. Mi cara contenía toda la tristeza del mundo junta; era un mapa de todas las calamidades que habitan al ser.
Mientras intentaba ocultar mi tristeza con maquillaje, lápiz labial y whisky, me quedé por cinco minutos mirándome al espejo, inmóvil, casi petrificada. Pensaba: ¿ habra alguna forma de hacer un trato con mi reflejo? Te lo dejo todo… lo cambio todo por estar de ese lado, donde solo hay que replicar como una sombra, el afuera. Donde no hay pensamientos, ni palabras, ni dolores que asfixien. Solo el sosiego de un mundo sin peso, sin ruido, sin piel. Un mundo etereo de quietud suspendida, donde nada duele porque nada vive.
Golpearon la puerta, y esa conversación con el espejo se disolvió.
—Paula, ¿estás bien? En diez minutos nos vamos, ¿necesitás algo?
—Estoy bien, papá. Me termino de cambiar y bajo.
—Está bien, pero no tardes. Nos están esperando.
Mi intento de trueque con el espejo se desvaneció con el llamado de mi padre, quizás como una señal, un mensaje sutil para dejar la idea de flotar en el éter absoluto, libre de sentires, para otro momento. Aplazarlo por un tiempo.
Terminé de arreglarme, me puse los lentes negros para ocultar el vacío de mis ojos y tomé el último trago de whisky que reposaba en el vaso. Apagué la luz, y aún se notaba mi silueta en ese silencio de vidrio. Salí del baño con desgano y vértigo, pero con ansias temerosas de conocerle la cara a la muerte. Descifrar el misterio. Me saqué los lentes y la miré desde arriba. Ahí estaba: el reflejo de mi madre.
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