Eran las seis de una mañana de junio. Mañana por la hora, que por la luz era bien de noche. Afuera hacía mucho frío, pensó en cuanto salió del baño para mirar por el balcón, porque los vidrios estaban densamente empañados y porque así como en sueños, recordaba haber escuchado en alguna estación de radio que se acababa de instalar una ola de frío polar sobre Buenos Aires, lo que significaba una temperatura bajo cero cuando despuntara el sol, ninguna novedad para esa altura del año. Pero esa noche la sintió especial. Los astros titilaban en un cielo diáfano y transparente, mientras la luz de la luna llena iluminaba como espectro las terrazas y azoteas de la ciudad, todavía mayormente dormida. Desde su piso dieciocho podía ver que alguna nube trasnochada hacía correr sombras por debajo mientras los semáforos cantaban con exasperante regularidad sus tres colores al vacío. Otro día de trabajo, igual que ayer y seguramente como mañana.

Arturo se bañaba con agua muy caliente en todas las estaciones, tal vez para lograr una mejor asepsia; como todas las mañanas de los días hábiles de los últimos quince años, salvo las vacaciones, se deslizó dentro de uno de sus calzoncillos de tela camisera lisa, a rayitas o a cuadros azules, celestes o blancos, ligera e inútilmente amplios, y fue agregando sucesivamente la camisa blanca, los pantalones de un traje azul como la noche de verano, y se hizo el nudo en el cuello con una corbata escocesa de lana que había comprado en Inverness en su viaje de bodas. Se calzó las medias y los zapatos, ambos negros, y una vez que estuvo casi completo, se peinó frente al espejo del baño. Pensó esa vez que las canas incipientes eran más rebeldes de lo que hubiera querido para sí mismo en esa edad en que iba perdiendo la paciencia para peinarse todas las mañanas, y para muchas otras cosas, pero como tenía el pelo muy corto tampoco lo complicaba demasiado. Ya conforme en parte con su apariencia se puso el saco y abrochó el botón del medio. Se perfumó, se puso el sobretodo y la bufanda, dio un beso cariñoso a su esposa y a sus dos hijos, completamente dormidos y, sin hacer ruido, salió de su departamento, como si fuera una de las sombras fugaces de las nubes nocturnas del cielo invernal que acababa de ver desde el balcón.

Llegó a la calle a las ocho, cuando ya todo estaba bien vivo y la oscuridad y el silencio habían dado paso a la luz del sol y al bullicio de un día activo en el centro. Era un tipo relativamente feliz, aunque tenía algo en el fondo, un profundo depósito del corazón, como lo llamaba en sus pensamientos más ocultos, que no estaba conforme consigo mismo.

¿Es esto todo? se preguntaba demasiado a menudo, al pensar en cómo se desarrollaba su vida, ciertamente envidiable para muchos. Tenía una buena familia, buenos amigos con los cuales de vez en cuando jugaba a la pelota o iba a comer, un buen trabajo que le permitía una vida tranquila si no hacía ningún disparate, y así sucesivamente: todo era bueno, completo, ordenado y satisfactorio; y todos, hasta sus empleados más rebeldes, lo consideraban “un buen tipo”. Se las había sabido arreglar para ascender sin perjudicar a nadie. Lo querían muchos y mucho, por su carácter afable y por hacer sentir a todos como viejos amigos, incluso a quienes recién lo conocían.

Cierta mañana llegó tarde a la oficina. Era una de sus atribuciones no tener horario y poder llegar a la hora que le diera la gana, pero como siempre había predicado el ejemplo como principio de vida, no se concebía a sí mismo violando las reglas que debía aplicar a sus subordinados. Entró como volando bajito sobre la alfombra para pasar desapercibido y se instaló en su oficina lo más rápido que pudo; se sacó la bufanda, el sobretodo, y se desabrochó el botón del medio del saco que se había abrochado antes de salir de casa, esta vez con una cierta parsimonia, tal como le habían aconsejado los curas del Newman: no era digno apurarse, nunca. Rápidamente apareció Pepe, el mozo de toda la vida con quien había tejido una relación entrañable, con un café caliente, medialunas recién hechas, La Nación, y algunos chistes pésimos como de costumbre, que sin embargo hacían reír mucho a Arturo, más por complicidad que por gracia. Noblesse oblige. A continuación y sin mezclarse con el mozo, a quien detestaba, y como en una corte de los milagros, se le acercó la secretaria, Sarita, con el parte matutino: que Angeletti el de ventas había renunciado porque quería ser actor o cantante, no recordaba bien; que Juan Cruz Wolff estaba con gripe en su casa y el médico le había recomendado veinte días hábiles de licencia; Fuentes había avisado que iba a llegar al mediodía porque tenía un acto inverosímil en la escuela de sus hijos; Ricardo Sequeira se había hecho Hari Krishna (que no es lo mismo que hara kiri) y había partido a recorrer el mundo y promover su fe, sin renuncia ni nada, y habría que mandarle las intimaciones de rigor; que a Martini, el contador, lo habían puesto preso por evasión de impuestos y estafa agravada, sin libertad condicional; y que el jefe de personal iba a ver a veinte postulantes ese mismo día para reemplazarlo. A todo esto tranquilamente le podría haber contestado a su secretaria ¿y a mí qué? con algún gesto obsceno, que era lo que verdaderamente pensaba; pero en cambio, como era muy civilizado, le sonrió, le dijo muchas gracias Sarita, es usted una secretaria ejemplar y, como haciendo docencia, le pidió que volviera a su escritorio que si llegara a necesitar de ella algo más tarde, aparte de esas gravísimas e infaustas noticias, se lo haría saber de inmediato. Ya le podría mandar las otras novedades por correo electrónico.

–No se moleste Sarita, mándeme todo por mail.-

Siempre había sentido, sin poderlo explicar y sin datos concretos, que la secretaria lo acosaba desde hacía un tiempo; no era para menos: se había casado a los veinte años con un señor de cincuenta y tuvieron tres hijos; al principio todo andaba bien, pero ahora ella misma tenía cincuenta y su esposo una edad orográfica. Arturo quería mantener las distancias; seguía teniendo una ética intachable y ser un rompefamilias era lo último que se le podría ocurrir, sin siquiera empezar a considerar remotamente si le podría interesar la relación o no.

Esa misma tarde, con una velocidad sin precedentes, le avisaron que Personal ya había elegido al nuevo contador, un tipo de 32 años, soltero, que vivía cerca de su casa, y que estaba trabajando en una empresa de la competencia pero buscaba un sueldo mejor. Su refinado sentido del honor le hizo parecer impropio que le anduvieran sacando empleados a nadie, pero eso escapaba a su área y, aunque lo hubiera podido rechazar de un plumazo pensó que, avisado como estaba de su nombramiento, seguramente ya habría renunciado a su otro empleo y no podía hacerle una cosa semejante.

Eran las seis de la tarde y estaba por irse cuando Sarita, con los labios ya pintados de un fucsia rabioso, mirándose en el espejito de su cartera y ya calentando los motores, atendió el teléfono. Desde lejos la miraba Arturo, y vio que su rostro iba cambiando de color hasta quedar como los labios, porque de la otra sección le estaban diciendo que tendría que esperar quién sabe cuánto tiempo a que llegara Fujimoto, el nuevo contador, para presentárselo a su jefe y hacerle una breve introducción con el currículum en mano. Con cara de ogro versión femenina, que no le costaba mucho, Sarita le fue a contar las novedades y él, más permisivo que de costumbre, le dijo que se podía retirar, que él se encargaría de todo y que la parte formal la completarían al día siguiente. Después de una consideración muy rápida había decidido que lo más importante del mundo era que no se quería quedar a solas con ella ni un minuto.

Un buen rato después sonó el ascensor y apareció Fujimoto, con una imperturbable sonrisa oriental, como no podría ser de otro modo. Tenía puesto un traje gris oscuro con camisa azul cobalto, corbata colorada y un clavel en el ojal, que hacía juego con los labios de Sarita, lo que desagradó en principio a su nuevo jefe, que pensó que esa mescolanza no era propia de caballeros y que tal vez mejor quedaría vestido de samurái, con armadura y espada de sus ancestros. Pero el que tenía frente a sí era sólo un contador que vivía en Palermo, muy lejos de las luchas épicas del Japón medieval, así que debería guardar sus fantasías para otro momento, como ocurría siempre que alguna de ellas osaba cruzarle la mente. El mundo que lo rodeaba era banal y no admitía que el pensamiento volara demasiado lejos.

-Ricardo Fujimoto, para servirle en lo que sea- se adelantó el contador con paso firme y decidido.

-¿En todo lo que sea?- le preguntó irónicamente Arturo con una sonrisa que desarmó la severidad del recién llegado.

-Bueno, con ciertos límites-. Y ambos rieron con ganas.

Lo invitó a sentarse en su despacho y desde entonces la conversación pasó por múltiples temas: dónde había estudiado, cómo era su familia, y algunas preguntas de respuesta obvia como qué estaba buscando al entrar en esa empresa o si tenía ambiciones de seguir progresando. En su cabeza tenía una lista de preguntas sin sentido que siempre hacía, no porque no se diera cuenta de que eran ridículas, sino porque eran parte del circo, como decía él, y el show ante todo.

Descubrió rápido que Fujimoto era muy inteligente y que se podía hablar con él no sólo de números sino de arte, literatura y música, y todo con buen nivel, algo casi inconcebible en esa oficina, donde las conversaciones iban casi invariablemente de mujeres y fútbol en los hombres a hombres y ropa en las mujeres, todo deplorablemente vulgar según su idea de cultura. Descubrió también que era un poco más izquierdista de lo que hubiera preferido, pero como pensaba de toda la gente que le caía bien y que no era como él, una verdadera legión, pensó que nadie era perfecto. Sabía que, por disposiciones superiores, tenía absolutamente prohibido hacer preguntas sobre religión o política, y que esto podría poner en juego su cargo y su carrera; pero este japonés tan atildado, de sonrisa franca, tan como uno, le había inspirado confianza. Así supo que había sido de la vieja guardia de Alende y que ahora se inclinaba por los radicales, y que era budista, lo que le habría parecido una excentricidad en otro, pero en él le pareció lo más natural.

-Claro, los japoneses son budistas.

-No, no, yo me hice budista hace poco, mi familia es católica. Me bautizaron en San Benito. Además yo no soy japonés, mis abuelos eran japoneses.

-Ah qué bien.-

Arturo se quedó sin palabras, algo raro en él, tan de mundo, porque para él la religión, aunque no se la tomara muy en serio, era como el color de los ojos y la altura: se la heredaba sin discutir demasiado. Su fe estaba guardada en el ropero, pero eso no le había impedido bautizar, confirmar y hacer tomar la comunión a sus hijos, como si mandarlos a un colegio de curas fuera poco. Y todo con la absoluta convicción de que era lo que debía hacer. ¿Qué conflicto de conciencia habrá tenido este japonés? Esa idea le quedó revoloteando en la cabeza, y quedó decidido a averiguar qué le había pasado, pero por el momento lo que sabía le pareció suficiente.

-Bueno muy bien, mañana de mañana lo espero ya para trabajar. Bienvenido a esta humilde oficina.

-¿Humilde? Señor, es lo que deseé toda mi vida, poder entrar a trabajar en esta empresa.

-MMMmmm… Después de unos días ya me va a contar qué le parece y si es tan fabuloso trabajar aquí.

-Muchas gracias señor. Ya lo veremos en un par de semanas.

Se dieron la mano y se retiró con una sonrisa más grande que con la que había entrado, mientras su jefe se quedó ordenando unos cuantos papeles y apagando todos los aparatos eléctricos, lo que por primera vez en su vida le hizo extrañar la presencia de Sarita.

-Qué macanudo este ponja- dijo en voz alta para sí, sin llegar a descubrir bien por qué lo pensaba.

Los primeros días de trabajo del contador fueron muy intensos, porque su antecesor en el cargo había dejado todo muy desordenado, casi abandonado; pero aquel, con su oriental método y constancia, en poco tiempo arregló algunos entuertos graves con la agencia tributaria. Arturo envidiaba sanamente su energía para el trabajo y su carácter absolutamente tranquilo.

–Debe ser porque es budista- le confesó a Sarita, aunque ésta sólo lo escuchaba alternativamente según el tópico del que hablaba. Y el japonés sin duda no era un tópico válido para ella.

-Muy flaco, muy joven e inexperto, uno no tiene de dónde agarrarse con personas así-. No había que buscar doble sentido en las palabras de Sarita porque con el primero sobraba.

Cierto día estaba Arturo en su escritorio haciendo cuentas personales, levantó la cabeza casi imperceptiblemente, y vio frente de la entrada de su oficina al contador, que se llamaba Roberto, de espaldas y hablando con el mozo. No pudo retirar la mirada por un tiempo de aquella figura que lo atraía inexplicablemente, aunque sinceramente quería hacerlo, y así estuvo por un buen rato, hasta que el observado se dio vuelta y lo pescó en esa situación difícil y ligeramente inexplicable. Se puso rojo como un tomate y bajó la vista como con culpa mientras Roberto, sin sentirse sorprendido en ningún momento, le sonrió otra vez como la primera, se le acercó peligrosamente el borde mismo del escritorio, se inclinó un poco y le dijo en voz baja como un secreto entre los dos, cerca de la oreja:

-No me voy a enojar si me mira un poco-.

Arturo saltó de la silla y empezó a toser, lo que se extendió un rato artificialmente largo, como si se estuviera asfixiando y necesitara expulsar los pulmones enteros por la boca, y una vez repuesto le contestó:

-¿Yo mirar? Estaba pensando-

-Ah qué forma de pensar la suya. ¿Piensa con la mirada?

-A veces-.

Iba a contestar algo más pero no le salió nada; se sintió turbado, confundido por primera vez, y percibió que entre las muchas sensaciones que le venían a la mente no estaban el miedo, la bronca, el desánimo ni la tristeza, y que todo estaba de algún modo inexpresable mezclado con una serena felicidad que lo ponía muy contento, lo que lo turbaba más todavía. Sintió lo que siempre había creído que no sentiría nunca y que para su vida, ya no tan breve, era como un descubrimiento.

El contador se fue y él se quedó largo tiempo en silencio, pensando en ese fugacísimo encuentro donde se dijeron de todo sin cruzar casi palabras, y por primera vez sintió lo que siempre había creído que no sentiría nunca, que ya no era el mismo. Tantos años de no mostrar ni manifestar nada cayeron al vacío en un instante intenso y silencioso, porque habían entendido los dos que, lo más importante, no era lo que se habían dicho, sino justamente lo que habían callado. No se reconoció al principio, como si fuera otro al que estaba espiando, como si estuviera mirando al japonés de reojo o como si él fuera otro, al que miraba a través de un espejo que impedía ser visto; de modo que hasta podía notar sus propias canas en la nuca y la solapa doblada por el lado de atrás.

-Sarita ¿puede llamar a Fujimoto que le tengo que consultar algo?

-El contador ya se retiró. Estoy yo si me necesita.

-No gracias, no son exactamente equivalentes ni intercambiables-.

La secretaria no ignoró ese insulto y se vengó diciendo:

-Se nota que aprovechó un descuido suyo para irse rápido, demasiado temprano diría yo, porque mire que está descuidado usted últimamente ¿eh? Qué cosa esta gente, recién empiezan y ya se creen jefes.

-No importa, se lo consultaré mañana.

-Si viene, porque lo vi salir raro, con la cabeza baja y sin saludar a nadie. Si fuera mujer diría que está en esos días difíciles, pero como es un hombre no. Bueno para ser sincera, macho macho tampoco es, que Dios me perdone. ¿Está casado?

-Sarita, lo que quiera saber de su vida personal pregúnteselo a él.

-Es que ni me habla-.

-Por algo será.

Silencio.

A Arturo le siguió rebotando por un rato en su cabeza lo de “macho macho” y la extraña relación de causalidad que Sarita establecía entre esa aseveración y el casamiento, como si una cosa fuera necesariamente condición de posibilidad de la otra; pero hacía mucho que ya no se preocupaba en entender todo lo que le decían, todos los empleados, todo el tiempo, y había descubierto que era mucho más feliz así. Por lo general esos dichos populares no tenía ningún fundamento racional y se asemejaban a los flatus vocis, que alguna vez había estudiado, de la filosofía medieval. Pero lo que más preocupado lo dejó no fue, ciertamente, la base filosófica de tal o cual afirmación, sino que su secretaria le hubiera dicho que no estaba segura de que Fujimoto volviera a trabajar.

Ya eran las seis cuando se empezó a vestir. Esta vez no hacía tanto frío y con el traje y un chaleco de lana debajo era suficiente. La tarde era fresca en Buenos Aires y el ambiente por Corrientes, llena de gente que salía del trabajo, de turistas que hablaban en portugués o inglés, y los bares llenos de personas bulliciosas, era espléndido. ¿Podría ser verdad que Fujimoto no volviera?

Esa noche no pudo dormir. No tenía fiebre pero se sentía afiebrado, y una y mil veces hubiera deseado estar solo, lejos y en otra galaxia, sin familia, ni trabajo, ni amigos. Pero no, estaba en su casa, la misma de siempre, y su vida no había cambiado un ápice, salvo por Fujimoto. Ahí junto a él estaba su esposa a la que quería de verdad, más como entelequia que como el amor profundo, único y eterno que había prometido en días más felices, cuando tenía todo el mundo y toda la vida por delante. Ahí en las habitaciones contiguas estaban sus dos hijos por quienes si hiciera falta, hicieran lo que hicieren y sin dudarlo un instante, daría la vida. Pero todo este mundo tan sólido y denso de afectos, vida, múltiples risas y desgracias compartidas, empezó a parecerle más débil que el día anterior, empezó a sentir como que se estaba empezando a resquebrajar, sin motivo aparente. Y de tanto en tanto se le empezaba a aparecer la imagen del contador, su sonrisa de oreja a oreja, la corbata colorada que tan mal le quedaba en fondo azul, sus palabras suaves y su invitación a que lo mire.

Buen día Sarita ¿llegó Fujimoto?- preguntó sin siquiera sacarse el sobretodo.

-Fujimoto, Fujimoto, siempre Fujimoto. Sí señor, está en su oficina, parece que se arrepintió y vino. ¿Qué pasa con este Fujimoto que lo reclama tanto? Le recuerdo señor, que YO soy su secretaria, no el japonés ése, recién llegado y arribista.

-Tengo que hacerle unas consultas. Dígale por favor que venga a mi oficina-.

Esos pocos minutos le parecieron siglos, con holocausto hiroshímico y todo; una eternidad resumida en un instante que se estiraba y no pasaba más.

¿Qué le digo? ¿Para qué lo hago venir? Dios mío, estoy completa y absolutamente loco, no tengo nada que decirle y lo hago venir al pedo. ¿Qué le invento? ¿Y si se da cuenta de que en el fondo lo único que quiero es verlo y cruzar unas palabras? ¿Y para qué? Dios no me va a perdonar nunca, eso ya lo sé, después arreglaremos cuentas, pero por lo menos que éste no se dé cuenta.

De pronto golpearon sobre el marco de la puerta… toc toc.

-Buen día Arturo. Me dijo Sarita que me necesitaba.

-Sí Fujimoto, entre, cierre la puerta y siéntese.

El contador se acercó a la puerta y la cerró con mucho cuidado, como para que nadie más la escuchara, aunque los mil ojos y los dos mil oídos de Sarita, absolutamente exacerbados y como fuera de sí, estaban enfocados justamente allí, lo que tornaba vano tanto sigilo y cualquier prevención.

Fujimoto se sentó en el silloncito marrón, que le quedaba grande a su reducida humanidad. Cruzó la pierna derecha sobre la izquierda, y miró fijamente al jefe con el escritorio de por medio. Tanta decisión hizo que Arturo se inclinara un poco a la derecha como para taparse la cara con la pantalla de la lámpara, sin éxito.

-Bien, aquí estoy.

-Yo quería decirle que…- estaba tratando de buscar algún motivo que no resultara completamente idiota para un ser inteligente, pensaba que iba a tardar más, pero qué rápido que vino, ya sé:

-Yo quería decirle que lo felicito por su trabajo de esta semana. Muy eficiente, el departamento de Personal no siempre elige la gente con tanta celeridad y precisión.

-Muchas gracias, cumplo mi trabajo nada más; para eso me pagan. Yo, sin embargo, tengo otra cosa para decirle: quería que supiera que ayer no dormí pensando en usted.-

Después del primer impacto emocional y cuasi físico de la inesperada confesión, que lo dejó aturdido un buen rato, se jugó el todo por el todo y se animó a contestarle:

-Yo tampoco-

-¿No? ¿En serio?

-Sí, den serio.-

Se rieron, se aflojaron y se volvieron a mirar. Prosiguió Fujimoto:

-¿Y qué hacemos? ¿Tenés idea?

Arturo captó de inmediato el clic que enlazó el “usted” con el “vos” pero, contrariamente a lo que hubiera pensado antes, ahora pasó casi imperceptible y como consecuencia necesaria de lo que se estaba desarrollando; no le cayó como abuso de confianza ni como una extralimitación.

-Ni idea. Vos sabés que soy casado y tengo hijos.

-Ya lo sé. No sé qué decirte, me impresionaste desde el primer momento pero no pensé que iba a haber un desenlace tan rápido.

-¿Impresionarte yo? ¿Y por qué? Mirá que sos raro, el desenlace lo hiciste vos no yo. Nunca me hubiera imaginado que pudiera impresionar a nadie. Yo no sé qué estoy haciendo, ni siquiera pensé que se iba a desenlazar nunca, pensé que todo quedaría, como tantas otras veces, en una fantasía. Ahora estoy abrumado-.

Los dos tenían los ojos vidriosos y una sonrisa automática, algo forzada, en los labios.

-Shhh No hagas nada, no digas nada, todo llega solo, o no llega si no debe llegar. Lo único que sé es que a las oportunidades no las tenés que dejar pasar, porque lo más probable es que no se repitan. ¿Nos vemos a la salida y tomamos un café más tranquilos y charlamos, sin esa vigilante del escritorio de enfrente?

-Bueno. ¿A las seis en el Ateneo? Pero el de Santa Fe, no el de Florida, así no nos ven juntos, que la gente es mala y comenta ¿vio?

Carcajadas.

-OK. Allí estaré.

-Hasta luego.

-Hasta luego.

Todo había pasado tan rápido que por un momento a Arturo le pareció que había sido un sueño. Ninguno era tonto y quisieron hacer todo discreto y breve, verosímil para los demás empleados, que no estaban acostumbrados a ver la puerta de Vidal cerrada bajo ningún concepto. Por la tarde se encontraron tal como habían acordado, tomaron su café mientras escuchaban el pianito del Ateneo, compartieron un libro de filosofía, hablaron de bueyes perdidos y después de un buen tiempo se fueron por Santa Fe, doblaron en Riobamba, y continuaron por esas calles de Dios entre el tráfico y la gente, hasta que los despertó la madrugada, helada por fuera y luminosa por dentro, en algún lugar ignoto, juntos y abrazados.

Ya hace una semana que nos conocimos. Desde aquel primer encuentro en mi oficina hasta ahora, la relación no ha hecho más que crecer y mejorar. Todos los días, sin excepción, espero que lleguen las seis para encontrarme con Fuji, hasta el apellido le he abreviado, e irnos por ahí para compartirnos por completo y poder así disfrutar un poco del cielo aquí en la tierra, mientras pasa el tiempo y gira la historia, es decir mientras no pasa nada. Esta semana ha sido para mí, sin temor a equivocarme, la mejor semana que haya pasado en la vida, llena de dulzura, de afecto, llena de alegría y felicidad. A veces tenemos como duelos intelectuales sobre alguna rama del conocimiento; a veces me gana, otras gano yo. Después del intelecto y de compartir las ideas llegan los besos, los abrazos, y el compartir de los cuerpos. ¡Qué semana! Mañana ya es sábado y vamos a suspender un poco todo hasta el lunes porque mi familia también me reclama, me parece como que la tengo un poco abandonada sin culpa alguna de su parte.

¡Qué feliz que soy! ¿Podrá durar toda la vida esta felicidad, esta alegría de vivir?

El domingo amaneció con sol pero muy frío. Arturo se despertó muy temprano, como a las seis, porque ya no podía quedarse más en la cama. Empezó a revivir mentalmente todo lo que le había pasado en ese último tiempo, de breve extensión pero intensidad poco frecuente; se incorporó y vio a su lado el cuerpo durmiente de su esposa, Silvina, y le dio un poco de lástima esa situación que se había generado casi inadvertidamente. En realidad no la pasaba mal con su familia sino al contrario, bastante a menudo experimentaba momentos de intensa felicidad con su mujer y sus hijos, sus propios amigos y los amigos de sus hijos, y aunque la pasión de la juventud y del noviazgo hubiera dejado paso a un afecto maduro, racional y ya casi de hermanos, sentía que su vida pasaba por allí. Esa sensación le incomodó brevemente, pero alejó el pensamiento con tantos recuerdos compartidos con su nuevo amante que le resultó abrumador el peso de la felicidad de ese momento por sobre la rutina familiar que, además, pensaba que no se había visto afectada. La semana anterior había tomado la determinación de empezar a hacer algún tipo de desgaste físico, un poco de trote, o gimnasia, además del normal, porque en la intimidad le habían dicho que estaba echando un poco de pancita, y tenía que corregirlo rápidamente. Así que se bañó, se puso las zapatillas compradas expresamente, una remera vieja y un buzo; el pantaloncito corto blanco que le recordaba sus tiempos de colegial, una camiseta por si hacía mucho frío, y salió a correr por Palermo. Revivió el Rosedal como si nunca lo hubiera visto; el lago con esos barquitos antiguos, la escultura del león, todo lo que conocía desde su infancia le parecía ahora nuevo y lleno de significado. El Paseo de la Infanta, que antes era como un galpón abandonado y vergonzante por donde pasaba el tren atronando a los que paseaban, mayormente linyeras y gente sin hogar, y cuyo nombre todos ignorábamos, lo descubrió entonces dócil, célebre, y ya formaba parte del inconsciente de sus días de hombre maduro, porque por allí solían pasear con Fujimoto cuando no tenían ganas de algo mejor, o tenían poco tiempo. Después de haber corrido un buen tiempo pasó por el museo de arte moderno, y recordó que Silvina le había dicho que había una linda cafetería dentro, y entró para desayunar. Pensó que estaba mezclando recuerdos de orígenes bien diversos, casi contradictorios, y soltó una carcajada que nadie escuchó.

-Café con leche, una tostada de pan negro y queso blanco sin grasa por favor.- le dijo a la moza. Había decidido tomar muy en serio su figura, a sabiendas de que estaba en la meseta de la vida y poco después todo empezaría a decaer. Volvió a su casa como una hora después, y llegó cuando ya estaba su esposa desayunando; se extrañó de lo temprano que se había levantado para ser domingo.

-Tenemos que hablar- le disparó Silvina con un dardo que entró por la oreja izquierda, le atravesó el cerebro y salió por la derecha.

¿Tan pronto? Pensó para sí sin decir una palabra al respecto… Si apenas ha pasado una semana… Y le contestó:

-¿Hablar? ¿No hablamos siempre?

-Como ahora no.

-¿De qué querés hablar? Estoy cansado y transpirado.

-¿Adónde estás yendo que volvés tan tarde, si nunca antes habías vuelto después de las 6? ¿Y ahora qué te hacés el gran corredor? ¿Vas a hacer una maratón? Nunca te moviste más que para sacar el auto del garaje y ahora te comprás ropa deportiva, te despertás de madrugada un domingo y salís emperifollado a correr por Palermo como si fueras un chico. ¿En qué andás?

-Me quedo trabajando en la oficina hasta tarde, y como ya no soy tan joven me parece que tengo que hacer algo de movimiento. Ya sabés que tango algo de presión.

-La presión me la estás haciendo subir a mí. Ojalá te lo pudiera creer, pero sos un mentiroso. El jueves te llamé a las 7 y me dijo esa Sarita que ya te habías retirado, y hasta me agregó que hacía bastante, con entonación de mucho. No contestaste el celular, y llegaste a casa como a la 1 de la mañana. ¿Dónde estuviste? Hace como quince días que estás así, tardío, y esquivándonos a todos nosotros aquí en casa.

-Es que tengo problemas en la oficina.

-En la oficina no creo porque llegás tarde y te vas bien temprano, lo pasás regio con ese viejo del café y la gorda que te trae las novedades. Y vaya uno a saber con qué mas.

-No pasa nada Silvina, en serio, son problemas digamos… existenciales.

-Siempre te gustó esa mierda de Sartre y esa mierda del existencialismo. Bueno, ahora mejor que cambies de existencia. No sé con quién te estarás viendo, ni me importa, pero por lo que te quiero, por los chicos y por todo lo que hemos pasado juntos te doy una semana. Si seguís así te vas vos o me voy yo. Ahora bañate y pensalo bien, si vale la pena tirar por la borda todo lo que hiciste en cincuenta años por una calentura de viejo.-

Sintió otra vez otro dardo pero esta vez en sentido contrario. En realidad no le molestó tanto el plazo perentorio, ni la frialdad con que había encarado el tema, que finalmente era casi beneficiosa para no abundar en explicaciones indeseadas, como escuchar llamar calentura al amor más puro y excelso que se podría vivir, a esa relación llena de afecto, virilidad, esperanza, alegría y, lo que es peor, llamarlo viejo a él, que estaba atravesando una nueva juventud que le parecía eterna y que, como si fuera poco, era seis meses menor que ella. Vieja sos vos, que ya no te importa hacerme feliz y que nunca me hiciste gozar la décima parte de lo que gozo con él, pero con su vena de civilización excelsa y su claro sentido de la conveniencia apenas se escuchó cuando le contestó:

-Me voy a bañar.

En la ducha la cabeza le daba vueltas; le parecía que sus dos mundos que por un breve y glorioso lapso habían aprendido a convivir mentalmente en su interior sin contradicción alguna, se derrumbaban uno tras otro, y entendía que no podía hacer nada para solucionarlo. Ella o él, la alternativa era de hierro. Mejor dicho: él o ellos. “¿Y yo? ¿Para cuándo voy a poder pensar en mí? ¿Siempre voy a tener que pensar lo que dice Sarita con su envidia y su chusmerío, lo que quiere hacer mi mujer aunque yo lo deteste, como ir de shopping y ver ropa, zapatos y carteras como si los fuera a usar y, además, poner cara de interesado y feliz por el paseo? O los chicos, que me ven como un productor de plata anticuado que no tiene vida propia y que ya fue, como dicen ellos, y sin hacer nunca, nunca, nunca, lo que yo verdaderamente quiero? Lo más increíble es que me llaman egoísta a mí.

Salió, se secó y se vistió de domingo. Fueron a comer afuera como si no pasara nada aunque él no tenía ganas ni de probar un bocado. Silvina no volvió a mencionar el tema por un rato pero era bastante temperamental y a la larga no podría evitarlo. Y a él le pareció que su mujer estaba compensando el disgusto con comida, porque siempre jorobaba con las calorías y ese día apenas llegó el mozo, que ya los conocía porque era gente de rutina, le dijo:

-Hoy quiero vino. Un Rutini tinto, el que más le guste a usted. De entrada… déjeme ver… una mayonesa de atún con bastante mayonesa, dígale al cocinero; después tráigame una trucha con crema y roquefort, y para terminar… sambayón con nuez.

-¿Todo eso te vas a comer? ¿No te das cuenta de que son como diez mil calorías?

-Por la bola que me das, no sé qué te puede interesar. Andá y reclamale a la otra que adelgace.

No es otra sino otro.

-No seas tonta Silvina. ¿Me decís que no tire por la borda cincuenta años de mi vida y vos te querés volver una vaca en una semana? Además si todos los domingos comemos así me vas a fundir.

-Mejor que mejor, para evitar el juicio. No me conocés nada, chiquito. Además hoy salgo con las chicas, vamos al cine y después a cenar afuera, así que vos hacé lo que quieras. Tenés una semanita, hasta el viernes. Hoy si querés disfrutá de tu libertad que pronto se te acaba-.

-¿Salís para pedirles libreto o porque te vengás con otro? Nunca saliste un domingo de tarde.

-No seas imbécil ¿querés?-

Esa tarde, efectivamente, Silvina salió con sus amigas y Arturo se quedó en casa con su hijo menor, que estaba muy extrañado por la ausencia de su madre.

-Che viejo ¿qué bicho le picó a mamá que se rajó toda la tarde?

-Qué sé yo, quería tomar un poco de aire nada más, y por eso se fue con las amigas.

-Esas minas son unas brujas. posta.

-No hablés así que si vuelve y te escucha, te echa de casa o te lleva al aquelarre.-

Padre e hijo se rieron mucho; eran compinches para muchas cosas. Arturo dijo que estaba cansado y se iba a tirar un rato en la cama.

-Viejo, antes de acostarte ¿me das unos mangos?

-Tomá cincuenta pesos, no tengo más. Tu mamá me despluma cada vez que almorzamos afuera. Si no te alcanza sacá del cajero.

-¿Cincuenta pe? Qué ratón, papá. Nunca te vi tan seco. ¿Y vos te quedás sin nada?

-Yo no voy a salir.

-Igual me las voy a arreglar. Gracias papá, beso y chau.

Eran las cinco y ya le parecía una eternidad. El ardor que le empezó en la cabeza se había extendido hasta el dedo gordo, le impedía pensar correctamente, y sentía la cabeza como comprimida; sus ganas de llorar eran infinitas pero de los ojos no le salía nada. Con un resto de lucidez que le quedaba comprendió que cuanto antes terminara con eso, más rápido se recuperaría y podría ir curando las heridas del corazón, que son mucho más difíciles que las de las de la piel; la decisión ya la tenía tomada así que sólo le restaba atajar el vendaval del mejor modo posible. Había tenido cálculos renales y alguna vez una úlcera, pero nada se le comparaba con esto; ojalá volvieran esas enfermedades, pensaba, que ahora le parecían como bendiciones frente a ese presente que lo oprimía y desgarraba por dentro. Con ese resto de lucidez llamó a Fujimoto, y le dijo que lo tenía que ver esa tarde misma.

-Eso sí, me tenés que invitar el café, porque entre mi jermu y mi hijo me dejaron en bolas.

No fueron a tomar un café. Arturo sospechó que lo que el otro no quería era gastar por dos, porque estos orientales para cobrar eran buenos pero para largar la plata…mmm durísimos; de todos modos el lago del Rosedal era un lugar ciertamente mejor que un ignoto cafecito por ahí, los había recibido muchas veces en épocas mejores y, bien abrigados, podrían hablar más tranquilos que con los vecinos circunstanciales y a veces locuaces de las confiterías. ¡Las cosas que había que escuchar!

Se encontraron en Libertador y Godoy Cruz y se dieron la mano, circunspectos como siempre, pero Arturo le dijo “qué mano ni mano”, se le tiró encima y lo abrazó con fuerza como nunca. El japonés quedó desconcertado ante semejante manifestación pública de afecto y trató de apartarlo como pudo, tratando de no hacerlo sentir mal, pero en un momento ya no le importó nada de nada y se lo sacó de encima con un empujón.

-Qué expresivo, Arturito, qué expresivo. No te conocía así, tan latino.

Arturo empezó a llorar como un chico. El otro estaba todavía más horrorizado, presintió que algo muy grave estaba ocurriendo, pero no pudo ni quiso darle la comprensión que el otro reclamaba para ese momento.

-Arturo no llores, y si llorás hacelo vos solo, no te me tirés encima que me estás mojando la campera. ¡Es de gamuza! Me la vas a estropear y de la gamuza no sale más.

-Buaahhhh- contestó Arturo con un fuerte sonido nasal, totalmente incorrecto para un lugar tan transitado y perfecto, lleno de verde, flores y gente linda; cosa rara en él, se notaba que el sentimiento y la angustia lo estaban desbordando. Las señoras que pasaban trataban de imaginarse quién se le habría muerto, y con cara de desaprobación pensaban que igualmente era un poco escandaloso para tan poco. Después de todo la muerte es la muerte y ninguno se salva. No era para tanto.

-Vamos al parque.- le dijo Fujimoto con más horror que compasión.

Cruzaron Libertador y se sentaron frente a su arbolito; la distancia con los demás le devolvió cierta tranquilidad al oriental, que lo abrazó y le pidió que se tranquilizara, que tratara de organizar un poco sus pensamientos y sus palabras para contarle qué le estaba pasando; que así, tan irreconocible, no podía desentrañar la historia. Se quedaron un largo tiempo inmóviles, abrazados y sin decirse palabra, mientras el sollozo se juntaba con las risas de los chicos y el canto de algunos pájaros. Se distinguía un bicho feo a la distancia, que se le ocurrió a Arturo que se estaba burlando de su desgracia, porque pobre bestia, no sentía ni tenía corazón. De algún modo indescifrable ese pájaro y ese abrazo lo llevaron a su infancia en el campo, cuando estaba en brazos de su madre llorando por alguna maldad maquinada por sus primos mayores, que siempre lo habían tenido un poco en menos porque eran altos, rubios, y se la pasaban viajando. Y la madre lo consolaba; y ahora su amigo, y la vida que pasaba en su pensamiento como en un cine, como escenas superpuestas, con amor, con llanto y risa, de todo un poco.

Cuando se tranquilizó, lo miró a los ojos con un dejo de tristeza infinita lleno de ternura, y no hizo falta decir nada más.

-¿Se acabó? Le preguntó Fujimoto.

-Se acabó.

-Así debe ser la muerte, Arturo.

-Más o menos.-

El japonés se levantó con su paciencia infinita, sin palabras, y se fue caminando por el borde del lago como una sombra que se iba achicando. Arturo sentía que todo su mundo se estaba cayendo a pedazos, mientras seguía con la mirada húmeda y los ojos colorados; poco a poco la sombra se convirtió en espectro, el espectro en memoria y la memoria en niebla al viento, mientras los chicos seguían jugando y los pájaros cantando, como si nada.

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