Oh, lúgubre heraldo de pluma insensible,
funesto Real Decreto de número aciago,
que con garras de tinta inexorable
sepulta la ciencia bajo el estrago.
¿Quién osó, en la torre de mármol y sombra,
dictar sentencia contra el que sana?
¿Quién alzará su voz sin zozobra
cuando la ley nos persigue ruín y canalla?
Mancilla las manos que salvan vidas,
ahoga el arte de curar heridas,
y en la consulta, dolientes, agonizan
las almas atadas a normas torcidas.
Ya no hay auxilio en la España oscura
ni luz, ni esperanza para el moribundo
pues amarran mis manos cadenas funestas
impuestas a fuego por un gobierno inmundo.
Los guardianes de la vida, rotos y solos,
se hunden en dudas y trámites fríos,
los tutores imploran con ojos llorosos
remedios que mueren en leyes y líos.
¿Acaso el político que impone la ruina
escucha el llanto de las almas en pena?
¿O es ciega su pluma, altiva y asesina
firmando la muerte por fría condena?
Que tiemblen los muros del alto despacho,
que el grito resuene clamando justicia,
si no se repara tan perversa pifia
con toda la pena, lo siento, yo me marcho.
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