Ramiro y Émile

Ramiro y Émile

Rogelius

26/11/2025

—¿Sabes que me vendría bien? Una buena taza de café.

—De acuerdo, pero paseemos un rato más. Hace una tarde agradable.

Émile soltó un breve suspiro, pero accedió. Hacía unos cuarenta minutos que habían salido de sus casas, y para él eso ya constituía un paseo completo, pero Ramiro parecía considerarlo el preámbulo. Siempre conseguía arrancarle unos minutos más de caminata, y Émile, aunque exteriorizaba fastidio y resignación, en el fondo siempre le acababa agradeciendo ese empujón a su amigo.

Todas las tardes daban un paseo por las que consideraban las partes más bonitas de su ciudad. Quedaban a las tres de la tarde y partían de la plaza mayor, que quedaba cerca de sus hogares, y que a esa hora permanecía en un tranquilo silencio que precedía a las risas de los niños que acudían raudos a jugar al balón después de la escuela y del ruido de las conversaciones que mantenía la gente en bancos y terrazas.

Desde ahí, se dirigían hacia el paseo que nacía directamente en la cara oeste de la plaza. Flanqueado de árboles y sin coches, ésta rambla les ofrecía un precioso y relajante tramo para andar, y más en la época en que se encontraban, cuándo hojas naranjas, marrones y verdes la embellecían aún más. Desde su inicio hasta el final caminaban veinte minutos, y llegaban entonces al camino paralelo al río.

Ahí sus suelas empezaban a acariciar tierra blanda. Árboles, y ahora también arbustos y plantas, seguían amenizando su paseo. A esas horas se encontraban a otros pocos paseantes que disfrutaban de la calma de después de la comida. Solían ser personas de cierta edad, jubilados como ellos, aunque de vez en cuándo también se cruzaban con padres jóvenes descubriendo el mundo a sus bebés o con otra gente, podríamos decir, en edad laboral.

Durante éstos paseos, Émile y Ramiro conversaban sobre asuntos tan diversos cómo interesantes, que iban desde política internacional al pasado derrumbe y actual restauración de la antigua iglesia del casco viejo de la ciudad. Cómo ya se sabe, las personas que pasean juntas usualmente lo hacen en compañía para brindarse entre ellas conversación con la que condimentan su ejercicio. Émile y Ramiro, al menos, lo hacían por éste exacto motivo. Ambos eran conocidos de hacía tiempo y amigos de hacía poco. En una de esas casualidades que cambian y forjan la vida, un día se habían cruzado paseando ambos a solas, y lo que en principio iba a ser una salutación cordial y pasajera acabó deviniendo en un simposio sobre sus achaques y presiones arteriales, luego una explicación sobre las recomendaciones del médico que, viviendo en un pueblo cómo hacían, ambos compartían, que les semiobligaba a salir a ésas horas, y finalmente en una proposición mutua de hacer juntos esos paseos obligados.

Cómo ya habrá interpretado el lector, Ramiro se tomaba con mucho más ecuanimidad las caminatas, llegando incluso a disfrutarlas y esperarlas con ganas durante las mañanas. Émile no era de los de su índole, sino que se las tomaba con resignación forzada.

—Pero hasta el parque de la alameda y ya, ¿eh?

—Me parece bien —cedía Ramiro.

Tras enfrentarse a la realidad y desmentir a las expectativas que lo enfurruñaban, paradójicamente algunas veces Émile acababa disfrutando más ese paseo añadido que Ramiro. Se dejaba llevar por la conversación y por el paisaje, que aunque les era harto conocido, siempre les brindaba alguna cosa nueva. Un finestral modernista en el que no habían reparado hasta ese momento, un árbol cuyo inmenso tamaño aún no habían captado en toda su magnificiencia… Aún así, a pesar de haberse complacido no pocas veces de esas prolongaciones en su paseo, Émile siempre las rechazaba cuándo su compañero se las proponía.

Dando por finalizado el ejercicio de ese día, ambos se dirigieron de vuelta a la plaza, dónde les esperaba su querida Mil leches. Victoria, la dueña del local, los recibía con su perenne alegría y les preguntaba si iban a tomar los cortados de siempre, no fuera a ser que ese día cambiaran sus hábitos.

Entre las mesas y la clientela de la cafetería, podían acontecer dos cosas: o proseguía su conversación, o bien cada uno se consagraba a su lectura. Ramiro, tras un vistazo rápido al diario local y a otro de alcance internacional, sacaba un libro de su cartera y se sumergía apaciblemente en una pausada y gozosa lectura . Sin el ritual previo de la lectura de premsa, Émile también sacaba también su libro y se concentraba en él, pero mientras que Ramiro se reclinaba relajadamente en su silla y vaciaba en paulatinos sorbos su taza, Émile se inclinaba sobre la mesa y no cesaba de subrayar frases, marcar palabras o hacer anotaciones en los márgenes. Sus ojos sobrevolaban raudos las letras y su taza no sobrevivía más de cinco minutos desde que Victoria se la sirviera.

Los niños entraban por la puerta de la cafetería cuando ya llevaban un buen rato de lectura. Durante ese tiempo, Émile había leído bastantes páginas y las había dejado todas, sin excepción, marcadas por su ansioso lápiz. En cambio, el ritmo de lectura de Ramiro no había dejado un volumen tan grande de hojas tras de sí, pero su rostro y sus ojos atestiguaban un gozo invalorable. Y ese contento lo transmitía a ‘sus’ mozuelos, un grupo de siete niños y niñas que acudían cada viernes al Mil leches para ver qué les regalaba ese día el bonachón de Ramiro.

Esa tarde les había traído una viejas canicas de cuando sus hijos aún vestían esas mismas miradas ávidas de aventura y conocimiento que ahora tenía delante de él. “Una semana de estudio y buen comportamiento se merecen su recompensa, creo yo”, les decía mientras les brindaba dicho premio. Cargados con alegría y agradecimiento genuino, los pequeños se iban de la cafetería, dejando en paz por fin a Émile, que tan sólo quería seguir rayando, anotando y acumulando datos en su cabeza sobre las guerras napoleónicas, cosa que le dificultaban esos niños ruidosos y, en su opinión, aprovechados.

A la salida de los infantes sobrevenía casi inmediatamente la de los adultos. Amigos y conocidos de ambos iban haciendo acto de presencia en su cafetería de confianza. Octavio, el director de la escuela, los saludaba al entrar, pedía su infalible copa de vino y se sentaba a su mesa a repasar la prensa y los deberes. Los viernes, invitado por Ramiro y aceptado forzadamente por Émile, solía sentarse junto a ellos a charlar. A Francesco, el carnicero italiano del pueblo, le precedía el humo de su purín al entrar. Abstemio por vocación, le pedía con voz melosa y cantarina a Victoria su taza grande llena de café negro, solo y puro, que debía durarle hasta bien entrado el atardecer. De igual manera que el maestro, se dirigía hacia su mesa al lado del ventanal, a leer o a escribir cartas a sus congéneres del otro lado del Mediterráneo, si no era invitado por Ramiro a un rato de cartas y compañía.

La escena se iba repitiendo a lo largo de esas tranquilas tardes en el Mil leches. Casi todo el elenco del pueblo iba entrando y saliendo del local. Había una distribución no declarada pero tácita de las mesas. Todos tenían su sitio, ganado con la costumbre de muchos años y con el respeto por el de los demás. Aún así, siempre había excepciones y un día un pueblerino que frecuentaba poco la cafetería o, peor aún, un forastero visitante, ocupaban ignorantes la silla que acogía diariamente los cuartos traseros del costurero, del guardia, del alcalde… Pero cuando eso había acontecido, jamás hubo quejas y ni muchos menos confrontaciones. El afectado, simplemente, se dirigía hacia alguna otra mesa acogido por alguno de sus conciudadanos. Parecía que había entre ellos otra ley invisible pero existente, que estipulaba que la costumbre no justificaba ninguna apropiación.

Así pues, cada tarde era semejante pero distinta. Los mismos clientes configuraban diferentes actividades y conversaciones, manteniéndose un conjunto de patrones inalterables, cómo el tazón de café negro del italiano. Aunque había algunos que se tenían más afinidad que con otros, lo que los llevaba a juntarse con más asiduidad, en general todos se juntaban con todos. Ramiro y Émile no eran la única pareja de amigos que acudían siempre juntos a la cafetería; había otras, así como grupos de tres, cuatro o cinco. La excepción que tanto gustaba a Victoria de presenciar, y que celebraba invitando a carajillos y copas por parte de la casa, era cuando se congregaban todos alrededor de unas cuantas mesas juntas, y conversaban como solían hacer a un nivel más reducido o jugaban una partida al dominó.

Éste era el sencillo ambiente que disfrutaban nuestros protagonistas durante sus tardes. Unas cotidianas pero agradables salutaciones, una lectura revigorizante, una taza de café caliente, algún que otro simposio espontáneo y poca cosa más.

Cuándo la noche ya empezaba poco a poco a arropar al pueblo, Émile y Ramiro se despedían ante la puerta del local hasta la mañana siguiente y se dividían cada uno hacia un lado. Gato y perro, agua y aceite, se separaban para juntarse otra vez al día siguiente, en un ciclo contradictorio y unificado que encarnaba la maravillosa complejidad de esta vida. Pero, aunque aún no lo reconociese para sí, en el interior de Émile se fraguaba, paulatino pero tenaz, un cambio que trastocaba las raíces que creía inmutables, enraizadas y firmes.

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