A los 12 años no pude salir de mi casa en 6 meses. Estuve a punto de perder el curso y considerando que era una cabra loca

a la que le encantaba hacer gimnasia, saltar, dar volteretas, hacer tijeretas, saltar el potro, subirme al plinto y todo tipo de piruetas puedo calificar ese confinamiento de auténtica crueldad, tortura existencial e injusticia sin igual. La hepatitis tipo A que padecía no me causaba dolor alguno aunque sí un asco irrefrenable a la comida. Pero mi hígado pedía a gritos reposo y comidas sin grasa ni alimentos difíciles de digerir, motivo por el que conocido el diagnóstico el 28 de diciembre, creí que era una inocentada cuando me comunicaron que no podía ver ni de lejos los polvorones.

Aquello era sufrir. Eso y el aislamiento total al que fui sometida en mi casa. No podía levantarme al aseo y mi única compañía sempiterna era la televisión, que por entonces, sólo tenía dos canales. Me lo veía todo: incluídos «Pianíssimo» de Jaime Marqués y el programa de Lauren Postigo mientras aprendía a hacer punto y ganchillo para mi Nancy. Pensé morir, pero de aburrrimiento. Hasta empecé a desear fervientemente que mis compañeras de clase me llevaran los deberes para tener algo que hacer. Creo que de eso puedo quejarme. Pero ahora no nos podemos quejar de pasar en casa una cuarentena que nos salvará la vida a nosotros o a quienes tenemos a nuestro lado o a nuestros seres queridos -que muchas veces se encuentran lejos de nosotros-.

Nadie de los que nos podemos refugiar entre nuestras cuatro paredes, tenemos derecho a quejarnos porque no estamos en primera línea de batalla ni obligados a enfrentarnos a diario con la muerte, el miedo y el dolor; ni con la avaricia en los estantes de los supermercados; ni con el desinterés al pedir cosas que no necesitamos arriesgando la vida de otros. Y la nuestra. Todos los que nos conocen desde esas miradas pueden quejarse. Nosotros no.

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