El primer temblor sacudió el planeta entero sin misericordia. Parecía como si la tierra estuviese brincando o bailando una especie de vals rápido y diabólico. Las ventanas de la casa de vacaciones de los Black retumbaban y aquello parecía un concierto de tambores en el que los compases se tornaban desenfrenados. El suelo vibraba y algo en el interior de la tierra sonaba como si estuviese quebrándose. Fue Laylah Black la primera que se estremeció con la sacudida, pues se había levantado, como cada noche, a orinar. Eran cerca de las 2 am. Su madre siempre le decía que hiciera sus necesidades antes de acostarse a dormir porque su vejiga estallaría si en medio del sueño, retenía los líquidos; y a pesar de que Laylah era una niña de solo cinco años de edad que constantemente se creía todo lo que le decían, se acostaba hasta tarde viendo la TV y cuando llegaba la hora de dormir, su pereza era mayor a las ganas de levantarse e ir al baño. Aquella noche, en la del fin del mundo, hubiera querido haber obedecido a su madre para no vivir el espantoso temblor y seguir durmiendo; tal vez así todo pasaría sin que ella se hubiera dado cuenta. Se lo repetía una y otra vez, sentada sobre el inodoro, sollozando.
La puerta también comenzó a retumbar, hasta que estrepitosamente se abrió de golpe. El padre de Laylah había llegado, alarmado y exhalando grandes bocanadas de aire. El tipo tomó a su hija del antebrazo izquierdo y con una facilidad que le otorgaban sus gruesos brazos, tiró de ella. La madre de Laylah y su hermana mayor también estaban allí, huyendo y gritando. Rápidamente bajaron hasta el primer piso de la casa y luego salieron. El cielo parecía estar bañado en sangre y ante los ojos de Laylah, aquello era lo más demoniaco que jamás había visto. Luego enfocó a su familia: a su madre, una preciosa mujer que rosaba los cuarenta y que parecía el vivo retrato de su hija menor, con cabello muy corto y negro, y ojos oscuros; observó también a su hermana mayor (solo por dos años) quien respiraba con fuerza, y ese aire que salía con violencia de su nariz, ponía a bailar algunos cabellos oscuros que tenía contra su rostro, y por último le dio un vistazo a su padre, hombre de extremidades gruesas, cabello castaño y con más rasgos parecidos a Nina, la niña mayor.
—Parece que se detuvo —mencionó él.
Era cierto, por un momento dejó de temblar, pero solo por un momento. La tierra comenzó a sacudirse de nuevo, pero esta vez con más furia; ahora se escuchaba con más claridad cómo algo bajo sus pies crujía. Las ventanas de la casa marrón estallaron súbitamente y las tres mujeres de la familia gritaron al unísono. De repente, se callaron cuando el crujido de la tierra adquirió un sonido mucho más escalofriante, cercano.
—Que pare, que pare, que pare —susurraba Nina de manera entrecortada.
La madre de familia se tumbó y cayó sobre sus rodillas; quería recitar unas oraciones, pero su voz temblaba tanto como la tierra misma, y sumándole su nerviosismo, solo pudo balbucear. Laylah se acercó a ella y la abrazó, juntando la cabeza con la suya. Ambas sollozaban mientras la tierra se movía sin cesar durante varios minutos que, a decir verdad, para la familia Black pasaron rápido. Su temor crecía al ver y escuchar los arboles del bosque a su alrededor caer, desplomarse como si nada. Pero por más que pasaba el tiempo, la casa no caía, y ese era un alivio entre las ideas caóticas que llegaron a tener. Aquella casa campestre en Kent Downs, Inglaterra era su morada en vacaciones, y centro de relajación al que llegaban después de un año de arduo trabajo.
—Ahora sí se detuvo —dijo el padre después de notar que el terremoto había parado hacía ya un minuto.
Nina, quien estaba de pie, congelada y tomando la falda de su pijama, aferrándose a ella como si esta fuera a salvarla o como si encontrara refugio en la suavidad del algodón, fue la primera en fruncir la nariz y los delgados labios en cuanto percibió un olor a tierra húmeda. Se esparcía por el aire, como si algo estuviese podrido.
—¿Qué es ese olor? —inquirió Laylah, tapándose la nariz con sus dedos en forma de pinza.
—¡Entremos ya! —gritó Nina—. Qué asco.
—¿August? —La madre de familia se incorporó y dio un par de pasos hacia el hombre.
Él asintió con un ligero movimiento de cabeza, se volvió hacia ellas y las abrazó, dándoles, a cada una, un beso en la cabeza.
—Ya está todo bien —susurró August Black.
Juntó su frente con la de su esposa y cerró sus ojos, sintiendo las gotas de sudor heladas que caían y se deslizaban en ella.
—Tuve mucho miedo, papi —exclamó Nina.
August la miró, serio, con el ceño fruncido. Nina temió haber dicho algo que pudo tal vez haber hecho que se enfadara su padre, pero nada tenía que ver ese rostro con Nina. August Black estaba sintiendo algo, además del olor rancia que no se iba, y que, al contrario, tomaba fuerza cada vez.
No pasaron más de seis segundos antes de que las mujeres se dieran cuenta a qué se debía ese rostro de incertidumbre, temor y suspenso, ellas también lo hicieron. Zumbidos, como avispas o colibríes. Sin duda eran zumbidos, pero muchos de ellos. ¿Se acercaba un grupo enorme de avispas? ¿Se acercaba algo más?
Todos estaban concentrados, tanto, que pegaron un brinco cuando el teléfono celular de August Black sonó con un ringtone agudo. Los zumbidos se habían detenido.
—¿Scott? —fue lo primero que pudo exclamar tras contestar—. ¿Qué sucede?
—¿Estás bien? —El silencio alrededor era tal, que todos pudieron escuchar la voz al otro lado de la línea.
—Si —respondió August—. ¿Lo has visto en las noticias o algo así?
—No, hermano. Lo sentimos también.
—¿Qué dices? Si yo estoy en Inglaterra y tú en Canadá.
—Necesitas encender la TV, hermanito.
De pronto, un grito ensordecedor aturdió a August. Fue la esposa del hombre al otro lado de la línea; luego, finalizó la llamada.
Desesperadamente, August comenzó a marcar los números en su móvil, pero no recibió respuesta.
—¿Está bien el tío Scott? —preguntó Laylah.
Su padre no respondió, sino que permaneció de rodillas, con la cabeza inclinada y el rostro bajo.
—Vamos —propuso al fin—. Hay que entrar a casa y ver que dicen en la TV.
Tomó la iniciativa y las demás lo siguieron, viendo como la espalda del hombre temblaba. Estaba asustado. Todos lo estaban.
—Lo que acaba de suceder es simplemente extraordinario y escalofriante—. Decía la reportera del noticiero, y los Black veían, atónitos, las imágenes en la TV—. En varias partes del mundo se sintieron dos sismos simultáneamente. Hemos tenido contacto con la Nasa y gracias a ellos tenemos estas imágenes.
Los Black estaban abrazados uno con el otro, en una red inquebrantable, mientras observaban una imagen de la tierra tomada desde algún punto en el cielo. La sangre de todos se heló cuando vieron como en la superficie del planeta, una abertura había aparecido. Era una grieta larga que iba desde algún punto del océano Índico entre África y Australia, hasta el mar de Kara; atravesando La india, Taykistán, Kirguistán, Kazajistán y Rusia. La grieta en el mar se veía porque el agua en la zona parecía mucho más oscura. Era una temible raya azul oscura que dividió Asia en dos. El miedo aumentó cuando la toma enfocó una segunda grieta. Esta se cruzaba con la primera, de manera perpendicular, y en línea recta atravesó el sur de África, Brasil, Bolivia y Perú, para terminar en el Pacífico Sur. Mostraron después un plano de la tierra, un mapamundi que parecía más bien como un reloj con el diseño del planeta en él; un reloj cuyas manecillas eran las grietas extrañas y parecía estar marcando las 12:45 o las 9:00.
Los Black quisieron saber cómo, pero súbitamente la TV se apagó y quedaron de nuevo sumergidos en oscuridad.
—Carol, busca una linterna en nuestro cuarto —dijo August.
Su esposa asintió y fue directamente al cuarto. No le tomó mucho tiempo regresar con una linterna enorme en manos, pero antes de que pudiera entregársela a August, una extraña extremidad grisácea y escamosa salió de su abdomen. Lo que fuera, había ingresado por la ventana que el hombre tenía atrás, se había insertado en su espalda y lo había atravesado.
Las niñas fueron las primeras en gritar, y luego les siguió su madre, con una diferencia de solo un segundo. La boca de August Black expulsaba sangre y sus ojos de pronto se pusieron blancos. El tentáculo se movía de un lado a otro, haciendo que el padre de familia bailara y se sacudiera en el aire. Carol cayó y siguió gritando desde el suelo, y sus hijas se unieron para abrazarla. La extremidad, de aproximadamente tres metros de largo, tiró para que August saliera por la ventana ya rota por el terremoto, pero en vez de lograr que así fuera, la cabeza del hombre chocó contra el marco de hierro de la ventana. Las tres mujeres vieron con espanto cómo la cabeza de August dio una vuelta entera de trecientos sesenta grados sobre el cuello. El tentáculo salió, pero el cuerpo del hombre se desplomó sobre el suelo.
Laylah quiso alcanzar el cuerpo de su padre, pero Carol pudo tomarla fuertemente de su pijama rosa para evitarlo. Todas lloraron como nunca lo habían hecho. A dos metros reposaba el cuerpo del hombre de la casa, con un agujero en su abdomen por el que podía meterse perfectamente un balón de futbol profesional. Estaba tirado en medio de un charco de su propia sangre; las niñas jamás habían visto tanta sangre.
A través de la ventana, algo asomó la cabeza. Era una criatura con cabeza de murciélago, pero era una cabeza del tamaño de la de un humano. Aferradas al marco de la ventana tenía sus garras; con dedos largos y uñas afiladas, incoherentes a la anatomía de un murciélago. Asomaba su cabeza como cuando un niño tiene temor a lo que hay detrás de una puerta o ventana.
Cruzó por fin. La criatura era efectivamente como un murciélago enorme, con dos pares de garras puntudas como sus dientes, una lengua serpenteante y pálida, ojos rojos como canicas cubiertas con sangre, una cola larga y gris de serpiente y alas transparentes, como de libélula; eran cuatro alas. Eso era lo que zumbaba. La criatura les dio la espalda a las mujeres, acercó su cabeza al cadáver de August y comenzó a alimentarse de él. Rápidamente, Carol selló las bocas de las niñas con las palmas de sus manos cuando sintió que estas estaban a punto de gritar nuevamente; cosa que se habían tardado en hacer porque el encuentro con ese monstruo había paralizado cada musculo de su cuerpo.
Para las tres era desgarrador ver una escena así, pero la criatura las había pasado por alto, así que era mejor no llamar su atención.
Hubo un momento en el que la pequeña Laylah se cansó se escuchar los gruñidos guturales que emitía la criatura al tomar su festín, un momento en el que se cansó de tener que ahogar sus gritos y soportar el dolor. Fue ese momento en el que Laylah logró soltarse de la mano de su madre, tomó la linterna, corrió hacia la criatura y le pegó en la cabeza con ella. El murciélago con cola de serpiente emitió un chillido agudo, se volvió hacia la niña y abrió su boca de una manera increíblemente desproporcional, mostrando sus dientes amarillentos e intimidantes.
—¡Vámonos! —exclamó Carol.
La criatura extendió sus alas, con lo que pareció mucho más gigantesca, y comenzó a emitir más chillidos agudos que se volvían guturales. Las tres alcanzaron a llegar hasta la puerta principal, pero antes de que pudieran si quiera tocar el pomo, la puerta se vino abajo estrepitosamente. Otra criatura murciélago gigante con alas de libélula y cola de serpiente las sorprendió y también extendió sus alas, solo que esta vez no pudieron ser más rápidas que el monstruo. El segundo murciélago, de un zarpazo, tomó con su enorme boca la cabeza de Carol y la levantó para que el cuerpo también se alzara. Nina observaba, pasmada y con sus manos tapando su boca. La bestia hizo presión con su mandíbula y las niñas pudieron escuchar cómo el cráneo de su madre se quebró.
El cuerpo calló al suelo y Nina fijó su mirada en él, temblando y espantada. Las dos criaturas chillaron al unísono y como Nina no se movía, Laylah no vio más remedio que empujarla con la carga de su hombro. Las dos fueron a dar al exterior de la casa nuevamente y sin mirar hacia atrás, corrieron, sabiendo que su vida dependía de ello.
Las dos entraron juntas en el bosque que rodeaba la casa vacacional. Corrieron mucho hasta que Nina mencionó, entrecortadamente, que no estaban siendo seguidas por las criaturas. Mientras tenían sus miradas enfocadas hacia el camino que habían recorrido, las dos alcanzaron a ver como tres personas se acercaban corriendo a lo lejos. Pero había algo extraño en esa gente, y a medida que se acercaban se notaba más. Venían corriendo a toda velocidad. Fue muy tarde cuando las niñas, llorando y sintiendo como sus corazones estaban a punto de salirse de sus cuerpos, descubrieron que no eran personas las que corrían. Eran seres antropomorfos, alargados y cabezones, sin ojos, sin cabello, sin órganos reproductores; tenían extremidades largas y medían aproximadamente dos metros y medio, pero se desplazaban encorvados, mostrando una boca tan ancha que parecía que estuviesen sonriendo, y mostrando sus puntudos dientes.
Corrieron tan rápido hacia las niñas, que cuando ya se encontraban a cinco metros de ellas, dos de las criaturas brincaron, y las pequeñas, para esquivarlos, saltaron también en sentido contrario la una de la otra. El par de criaturas que saltaron la enorme distancia, corrieron detrás de Nina, y la que quedó detrás, siguió a Laylah.
No pasó mucho tiempo para que Laylah perdiera de vista a su hermana entre la oscuridad del bosque. Ahora estaba sola, sola con el fuerte y rápido sonido de su respiración agitada. Moverse entre los arboles la ayudaba a no ser presa fácil. Pero Laylah se sentía cansada y la humedad en sus ojos no le permitía ver bien, así que se detuvo y recostó su espalda contra un grueso tronco. Aún seguía escuchando pisadas alrededor, y la respiración de la criatura que la buscaba se hacía más fuerte. La niña lloró, sin importar que fuera escuchada, sin importar que fuera a dañar su garganta con tremendo grito; lloró como nunca, y mientras lo hacía, llevando su mirada al cielo estrellado y bastante rojo, vio volando una enorme mariposa negra sobre las copas de los árboles.
OPINIONES Y COMENTARIOS