El hombre que canta de noche
I
La diosa y la mansión
Oh, mi servidumbre a la diosa siempre fue leal y concisa. Nunca pedí nada más allá de la redención esperada por mis acciones de buena fe. Oh, si he sido fiel a su estandarte, oh, si he hecho todo lo que cabría esperar de un hombre por ella. Mi espada siempre guarda rastros de sangre de algún hereje y concibe el filo de mi propia deidad. De donde yo vengo, no importa, carece de influencia alguna para mi propia empresa. Basta con decir que es una tierra maldita, donde la luz no entra y donde las sombras prevalecen. La relevancia de mi alma empieza a tomar forma, en el momento exacto que me despido del negro hogar. La armadura, que forjé con mis manos en algún viaje previo, me protegió contra el demonio. Mi arma, desgastada, indica las arduas batallas que trascendí contra mil sangres distintas. Soy un asesino, lo sé, pero he asesinado tanto y me he manchado con tanta muerte, que, para mí el cese de una respiración, no es nada.
La travesía fue larga y los lugares inhóspitos. Castillos y poblados, ciudadelas y templos, todo recorrido por favor a la diosa. Oh, si he sido noble y a la vez funesto. Visité valles hermosos, con claros de agua que se asemejan a los proclamados por los dioses. Pero también, en la épica, tuve el infortunio de tener que atravesar desiertos. Desiertos tanto naturales, como hechos por el hombre en consecuencia de la Gran Guerra.
La Gran Guerra lo cambió todo. En primer lugar, ese fue el motivo de mi partida. La sombra del conflicto amenazaba incluso a mi oscura casa. Grandes reinos atacándose entre sí, traicionándose entre sí. Los reyes y nobles, inmóviles salvo por sus lenguas, pero la batalla deja un rastro de cadáveres detrás suya. Soldados valientes asesinados de manera voraz. Hermanos de armas manchándose con su propia sangre. Bestias innombrables ejerciendo la mano armada de cierto monarca. Y yo, sin tener reino, solo servía a mi diosa, oh querida diosa apaciguadora de mi gran pecado. Paseaba por los campos de batalla, repletos de cuerpos podridos y sangre coagulada. También espectaba disputas desde algún lugar cálido y seguro. Pese a mi condición de guerrero, nunca me interesó la guerra, salvo la que libraba mi diosa. Luchadores descarriados intentaron tomar mi alma, ya que las suyas fueron consumidas en el combate, junto al gran honor que protegían. Conocieron el brillo rojo de la muerte encarnada por la Ovada, que ha quitado más vidas que la parca misma. Oh, diosa misericordiosa, perdona las aberraciones mágicas que he visto. Sé grácil y honra las almas vacías que he combatido. Perdona a todo al que di muerte, como cuando me llegue la hora y me sea otorgada, seré perdonado también.
Contra monstruos luché, de muchos tipos y tamaños. Gárgolas que escapaban de su estado natural y blandían garras salvajes. Varias clases de híbridos amenazantes. Serpientes gigantes, algunas de agua y otras de tierra, que con sus largos cuerpos y veneno hacían peligrar mi vida de manera estrepitosa. Nunca avisté un dragón, seres casi divinos, por su perfección indiscutida. Aunque, sus familiares menores son bastante comunes. Con los espíritus soy incapaz de comunicarme, pero su presencia en algunas moradas o ciertas iglesias y templos son innegables. Muchos de estos seres, lejos de ser monstruosidades, se presentan como criaturas fabulosas, tanto de ver como de estudiar. Su comportamiento es irrepetible, y nosotros, pobres de nosotros, rompemos su tradición y su casa en nombre del avance. Orden y progreso, dicen los reyes. Mi pensamiento es que traen la muerte, tal y como la encarno yo mismo.
Hace tiempo no voy a mi tierra natal, pero eso no importa, debe estar devastada por la guerra como la mayoría de los poblados de Kijas. El hedor de la muerte y la peste seguro recorren cada una de las calles de la ciudad, y los que no se han ido, la diosa se apiade de los que no se han ido. En mi camino observé varios poblados en la misma situación, infestados de bandidos y necrófagos.
Los peores de los monstruos son los últimos, alimentándose de la misma podredumbre, carroñeros y asesinos. Su paralelismo humano son distintos grupos de bandidos y caballeros renegados, que ejercen la misma sucia tarea, sin ser mejores que las bestias. Degradación y oscuridad absoluta.
Pero tengo una luz, oh gran diosa, me entrego a tu poder y sabiduría eterna, pues siempre serás y siempre has sido. Única guía que marca la redención en el camino de la muerte y el verdugo. Mi señora, por usted mato, por usted ensucio mi alma, pues sé que será purificada con mi conversión a ceniza.
Los herejes quieren mi cabeza, y siempre la querrán, la guerra no es por tierras, es por ella, y solo por ella. Tengo el amparo de La Dama Negra. ¿Qué más puede querer un simple luchador? Carezco de amistades, carezco de honor y todo lo que pueda hacerme un hombre. A cambio poseo cosas que nunca entenderán, tengo amor, amor incondicional, y solamente eso me reboza de vida.
Ahora, físicamente solo, caminando en algún lugar, arrastrando mi alma podrida. Muchas veces me cuestiono el propósito que evoca mi lucha, si de verdad existe salvación para mi alma. ¿Sigo el camino correcto? ¿O solo soy un vil asesino que mata por nada? Nunca quité la vida a un indefenso, pero esos caballeros del clero conocieron el acero incansable. El clero es una mentira, un engaño deprimente de los grandes reyes. Cada reino tiene su propia iglesia, su propia religión apática y mentirosa. Me encantaría probar la oscura sangre de los sacerdotes y padres, pero no puedo, malditos inútiles. ¡Pobres de ustedes! Oh, pobres de ustedes, el día que al fin tomen una espada. Ese día seré poseído, y sus blasfemas almas ofrecidas como tributo. La iglesia de Liamas, sucia inquisidora, fue la corporación que sumió a mi pueblo en la penumbra. Nací bajo su oscuridad, y como un maldito, bajo su sombra moriré.
No sé a dónde me dirijo, vago por estas tierras, de provincia en provincia. Tengo un propósito, pero no una meta, ni una manera rigurosa de cumplirlo. Camino mucho, todo lo que mi cuerpo permita hasta la parada y el descanso. Estoy sucio, tanto o más que este mundo. La suciedad carcome a todos. El concepto de nobleza es un augurio pasado. La peste se cuela por cualquier agujero. Nadie escapa, salvo ellos, los malditos eclesiásticos.
Encontré una gran mansión, en una arboleda separada del camino. De bella arquitectura, parece abandonada. Las torres conservan una figura solemne, y las modestas murallas indican que no era una edificación destinada a la guerra. Una opulenta residencia, para un opulento señor. Me sorprende que no esté tomada por un grupo de criminales. Parece intacta, salvo por su evidente dejadez. El gigante de piedra se encuentra en un lugar alejado de la mayoría de los campos de batalla, pero no se podría decir que estuviera fuera de peligro. Los antiguos dueños, seguramente de la realeza, prefirieron no dejar su suerte al azar. Pero el destino favoreció a la morada.
La gran puerta está adornada por patrones dorados decorativos. Hecha de alguna madera fuerte, se nota ahora corroída por el paso de los años. Más allá del abandono, considero este edificio un santuario. Pocos lugares se pueden dignar a contar que no fueron consumidos por la llama del conflicto. Oasis en el desierto son para mí estas locaciones. Lugares de descanso, lugares de paz, para conectar con la diosa y conmigo mismo.
Más allá de mi fe, veo a la introspección como una reliquia, una joya para el ser humano. Poder conocer tu mente y tu persona no tiene precio. Oh, si los hombres se conocieran así mismos y sus intereses. Toda esta porquería no tendría lugar, así como no tendría lugar el amargo filo de mi espada.
Al entrar, vi un vestíbulo majestuoso, hecho con mármoles finos y grandes columnas que sostenían el lugar. Un par de escaleras, muy anchas y distribuidas en los bordes del enorme habitáculo, daban paso a una sección de la segunda planta, ya que había muchos más cuartos, con más escaleras, que llevaban a más secciones del castillo.
Me perdí momentáneamente en el primer piso, viendo el gran lujo que suponía vivir en tal lugar. Habitaciones para cada utilidad, que la mayoría ni siquiera pensaría, pero aquí había una atención al detalle impresionante.
Después de una larga recorrida terminé acomodándome en una alcoba del tercer piso. Llegué a la conclusión de que era la más confortable. Además, me recordaba un poco a mi pueblo natal. Decían que antes de la llegada de la iglesia era un lugar bellísimo, lleno de vida y de libertad. Nunca lo llegué a conocer, pero el habitáculo me provocaba aquella nostalgia por lo nunca vivido. Había una cama polvorienta y juguetes que auguraban que allí vivía el hijo varón de la familia. Oh, de que libertad, y de que bella vida debía gozar, teniéndolo todo, absolutamente todo, el mundo en sus manos. Pero llegó la guerra, y sus anhelos se vieron pausados, perdidos en la infinidad del tiempo. Quedaron en el limbo, en algún recuerdo infantil o adolescente. Atisbos de consciencia corrompidos en la muerte o en la huida.
Desempolvé el lugar y lo dispuse para mi descanso, se sentía muy cómodo y apacible. No tardé más de cinco minutos para caer en letargo. Tuve esa sensación de estar en casa, en mi verdadera casa. Esa noche soñé con recuerdos distantes de felicidad utópica. Jardines verdes contrastantes, olor a vida en la penumbra. El mundo está podrido, más allá del exterior, mi propio mundo está podrido. En la fantasía, tenía muy claro cuál era mi estado original, pero la luz me llamaba, y un llamado así no puede ser tomado a la ligera. Por lo que pudieron ser horas, o minutos, o minutos combinados con horas, soñé. El tiempo se desarrolla de manera curiosa en los sueños, pareciera que las leyes terrenales no tienen potestad y se evoca una realidad basada en recuerdos, pero no en reglas. Un paraíso recopilatorio para la mente, un santuario invisible para el alma.
Desperté al alba, algo confundido y extasiado. La calma del gentil lugar seria ahora remplazada por la hora de partir. Aun así, decidí quedarme por el día, absorto en mis pensamientos. Me fui algo triste, con el estertor final de sol en la cara.
Adentrándome en el camino, noté una presencia en el aire. Olor a sangre y acero. ¿Qué podía haberme seguido? Y sobre todo ¿Por qué no me atacó mientras dormía?
Desenvainé mi espada y adopté una pose defensiva con la hoja en horizontal. Esperé algún movimiento, pero nada. Sentía como algo me observaba continuamente, y la punta de cien cuchillos acercándose al cuello. Mi respiración audible me ponía aún más nervioso que el silencio sepulcral, pero el olor era insoportablemente intenso y cada vez más cercano. Vi un destello de luz, y moví la Ovada hacia el mismo, pero lo atravesó, y fui sorprendido por la nada. Calor en la espalda, corte preciso, y luego, de nuevo en las sombras de la arboleda. Mi herida no era muy grave, lo peor se lo llevo la armadura, fiel a su utilidad. El miedo muy pocas veces se presentaba ante mí, y esta vez no sería la excepción. Inundado por la sensación adrenalínica que caracteriza la batalla.
Mi defensa era contundente por delante, pero la espalda mi debilidad. El enemigo no podría ser fuerte frontalmente, ya que utiliza técnicas de ocultismo y golpes inminentes. Si no encuentro la forma de defenderme, atacaría con constancia y poco a poco debilitaría el gran temple. La oportunidad sería forzar un enfrentamiento directo, pero su rapidez y destreza me lo impiden. Si espero un ataque, podría engañarlo, pero, si fallo, entendería mi estrategia, lo que al final, se traduciría en muerte. Actuando de manera correcta y con precisión, le proporcionaría una herida que no permitiría su velocidad, y tendría que recurrir solo a su fuerza. En este caso la ventaja ahora estaría de mi parte.
Destellos y ruido, realice un amague de ataque diagonal, y con un giro descargué la enorme fuerza en un gran corte invertido. Escuché un gemido de dolor, y acto seguido pude ver la figura encapuchada del rival. Tenía una pequeña coraza que le cubría el pecho, y unos guantes de cota de malla. Su arma, un bramacarte adornado, se dirigía en trayectoria a mi cuello y estaba empapado en sangre, imposible que fuese toda mía. Un desvío rápido y un contraataque preciso fueron casi suficientes, apenas pudo rechazarlo, tal como lo predije. Sin piedad, rompí su guardia y separé cabeza de cuerpo, como tantas veces antes.
El malnacido era hábil, pero frágil como la cerámica. Sus facciones faciales me hacían recordar a ciertos asesinos de la tierra de Shakini, lugar ancestral, lleno de templos liaomitas y bastardos blasfemos. Me repugna solo la idea de pelear contra esos herejes amorales y mercenarios. Pero mi espada se blande contra todo ser que no respete un propio código de hierro. Cada enemigo que me toque, que me hiera, aunque sea un simple rasguño superficial a través de mi armadura, sufrirá el cruel destino de la muerte. Todo aquel que ose a herir mi carne, conocerá el filo de la Ovada. No hay escapatoria para eso, la sangre es la marca maldita, la señal oscura del cadáver decrepito. Todo en favor a la diosa y el respeto hacia ella. Yo, su paladín supremo, juré en aquel santuario. Juré que, en batalla, la sangre hirviente del enemigo se estancaría en la podredumbre.
Seguí por el sendero, adentrándome aún más en la profunda oscuridad nocturna. Siempre me gustó más el día, tal vez porque puedo ver con claridad al enemigo o tal vez por el canto matutino de los pájaros. A pesar de todo, algunas noches son más preciosas que todas las jornadas que pueda ofrecer la luz solar. Solo en algunas, por la madrugada, se escucha la misma canción animal que producen las aves en el día. Esa belleza inesperada, en el lugar equivocado, es la que llena el alma. La belleza que rompe con el silencio de la muerte, y ofrece esperanza en las tinieblas.
Es muy fácil otorgar vana gloria y valentía durante el día, durante la victoria, mientras rige el apogeo masivo de tu existencia. La verdadera pureza es la del hombre que canta de noche. Que mira a la ruina a los ojos y le gusta lo que ve.
No sé si seré esa clase de persona, pero es el horizonte que anhelo. A pesar de ello, soy un ser oscuro, consumido por la llama del odio. Conservo la esencia de la humanidad, más poco a poco me despojo de todo lo que me hace humano. Solo sé que mi armadura protege y mi espada mata. Todo por mí mismo, y por supuesto, por ella.
II
El pueblo y el maldito
Casi al alba me topé con un poblado en el medio del bosque. Se encontraba asentado allí seguramente debido a la tala de árboles para abastecer a las metrópolis cercanas. Tenía algunas monedas que había recogido como un cuervo del campo de batalla y, por fin, podría comprar una montura para no tener que ir a pie. El pueblo tenía una especie de arco en la entrada, que daba paso a varios comercios pequeños. Había un barbero, un herborista e incluso un hombre que hacía de médico. Las parcelas estaban simétricamente divididas y los negocios bastante bien cuidados. Mientras caminaba por las primeras calles del lugar, noto como hay un ambiente tenso. Debe ser por la armadura de guerra, o por la espada ensangrentada. También pensé en mi pelo azabache, ahora bordo, pero está cubierto por el yelmo. Olvidé por completo mi estado. No tengo interacción humana desde hace tiempo. De igual manera, creo que es mejor mantenerlo, su constitución intimidante me mantendrá lejos de los problemas, o tal vez traerán más.
Un par de guardias me detuvieron, acercando sus alabardas a mi cuello y cerrándolas en forma de cruz. Uno de ellos empezó a hablarme
—¿Qué es lo que haces aquí? Intimidando a nuestros ciudadanos con tu aspecto de degenerado.
—Yo no intimidé a nadie, señor. Me disculpo por mi apariencia, vengo de la batalla—Le dije.
—Allí, en aquella esquina hay una taberna. Pregunte por los baños, pague una moneda de cobre y tendrá agua caliente. Cuando termine, ordene sus asuntos y largase. No queremos gente como usted aquí.
—Solo tengo un asunto que resolver.
—Muy bien, ahora, váyase.
Los hombres se alejaron sin perderme el rastro. Me pareció buena idea el baño, así que fui a la taberna. La tensión persistía, a pesar de su simetría, Jindra era sombrío hasta la medula. Parecía encajar bien allí, como un ser correcto y desolado. Borrachos tirados en el suelo anunciaban la entrada al bodegón, aparté al mendigo y accedí.
Situada en la barra había una señora de edad, obesa y con protuberancias en casi toda la cara. Parecía una de esas brujas que sacan de los cuentos de hadas, pero la verdad es que las reales son mucho más atractivas, y las hadas, seres más peligrosos. Como no pudo ser de otra forma, todas las miradas apuntaron a mi dirección. Los pobres idiotas ya estaban intimidados por mi yelmo y armadura. Caminé al mostrador, tomé asiento, y la vieja fue hacía mí.
—Ese casco, no distingo tu clan, los cuernos no pertenecen a ninguna facción de reino conocido. ¿De dónde eres?
—No tengo reino, ni ejército, ni facción —
Le dije.
—Ah, entonces un mercenario.
—Tampoco.
-Pareces un guerrero intimidante, esa hoja no está de adorno. Pero no veo forma posible de ganarse la vida por la espada si no es en un ejército o como cuentapropista.
—Soy solamente un sirviente, ahora por favor, quiero una cerveza y el baño listo, si no es molestia—Exigí impaciente.
—Muy bien, “sirviente”.
La horrible mujer sirvió la bebida con destreza, y la empujo hacía mi mano. Me quité la parte baja del casco, para poder beber.
—Todos aquí te miran, no están acostumbrado a los de tu clase. Una espada como esa no es común y esa armadura tampoco. Supongo que te gusta el anonimato, así que no pediré que te lo saques.
—Aprecio el gesto, es usted perceptiva.
—Buena observadora, tal vez. Puedo distinguir a cada uno de los adefesios de esta taberna asquerosa. Ladrones, estafadores, camorristas, algún mercenario, nada escapa de mi ojo. De cualquier manera, suelen comportarse, aunque la bebida a veces nubla el juicio de los hombres—Realmente parecía que sabía de lo que hablaba.
-Siempre lo hace, pero…
Un borracho robusto interrumpió la conversación, acercándose con temeridad a la barra. Y dijo:
—Eh, que hace´ tu aquí, debe´ de irte , tu espada no me asusta´, forastero.
Luego de profesar esas palabras, desenvainó una fina hoja oxidada. Simplemente vi la cara de ese hombre, desaliñada, sucia. Las ladillas de la barba eran asquerosas. Mi conversación con la vieja decrepita me resultaba interesante, y estaba realmente molesto por ser interrumpido. Además, la cerveza estaba muy buena.
Giré la cabeza y lo miré a los ojos, aunque él no pudiera ver los míos. Lancé un suspiro.
—¿Así que no te asusta mi espada? —Le dije
La vieja estaba expectante a cualquier movimiento brusco.
—Tu filo no es nada, no tienes la´ agalla´ para blandirlo. Vete de aquí, o te corto en pedazo´.
Pobre idiota, no tiene idea de lo que le espera.
—Ataca, si te parece oportuno, no tengo porque irme. -le dije con voz calmada, tomando otro trago de cerveza, pero sentado frente suyo.
El pueblerino se precipito hacia mí con imprudencia.
—¡Te matare! ¡Blasfemo de mierda!
La vieja se escabulló rápidamente.
Me puse en píe y blandí La Ovada, empujándolo hacía atrás de un sesgo.
—¡¿Qué?! ¡Muere maldito! — Una confusión terrible se apoderó de él.
Todo el mundo empezó a mirar “el combate”, los demás borrachos y escorias de la taberna querían sangre.
-Eh, hazlo pedazos Richard—dijo uno de los amigos del tipo.
-¡Sí! Córtalo a la mitad—exclamó otro palurdo.
El hombre apenas se podía mover, entre eso, y su arma tan rudimentaria, se me hacía difícil no cortarle la cabeza. Dejaba una abertura tan evidente que hasta tocaba su cuello con la bastarda, sin que los otros se den cuenta. Luego de un minuto y medio de desviar los cortes enloquecidos, con el esperado resultado de que volviera a intentarlo, me decidí a contraatacar.
—Idiota—murmuré por lo bajo.
En su siguiente golpe rompí la vieja arma a la mitad, y con un movimiento de arriba hacia abajo, amputé su brazo de cuajo, y envainé. La extremidad cayó al piso, y el futuro muñón no paraba de chorrear sangre como si fuera una fuente. Los alaridos del tipo eran claramente de dolor, pero luego de unos segundos se transformaron en odio.
—¡Hijo de puta! —Gritó con voz de rojo.
El tipo sacó la empuñadura partida de su propia mano amputada, transformada en una especie de puñal. Parecía poseído, había perdido una cantidad de sangre impresionante, y el dolor que estaba soportando era inhumano. Aun así, pudo alcanzar su defectuosa herramienta, decidido a acabar conmigo.
—¡No hay oportunidad! ¡No seas necio! —le grité.
Pero estaba ciego, no había manera posible de parar al demonio. Se acercaba gritando y haciendo caso omiso a las advertencias.
—Entonces, morirás.
Saqué el filo nuevamente.
—¡Tu cabeza es mía!
—Haz la prueba.
Antes de poder reaccionar, la punta del puñal estaba tratando de penetrar puntos débiles de la armadura. De un momento a otro, atacaba con cordura y determinación. ¿Cómo era posible tal escenario después de la herida que infligí?
Esquivaba como podía en un espacio tan reducido, mientras el demente daba uno de cada tres golpes. La muchedumbre estaba horrorizada, sangre por todos lados, mesas rotas. La tabernera escondida detrás de la barra. Un auténtico desastre. Cuando trataba de darle un golpe certero, retrocedía con velocidad y tiraba a darme un pinchazo. Algo andaba mal, este asunto no suponía un altercado natural. Pude embocarlo nuevamente, esta vez con una estocada en el pecho. Casi de nada sirvió, el tipo seguía moviéndose sin limitaciones. La única diferencia fue que no brotó sangre, o por lo menos no sangre humana. Un líquido asqueroso, espeso y negruzco salía a borbotones tanto de la herida del pecho como la del brazo. Cada vez era menos humano. Solamente se quedó parado, lanzado alaridos de bestia, pero en quietud absoluta. Esperaba a que lo ataque con fuerza y eso me perturbaba. ¿Qué clase de oponente baja la guardia, dispuesto a un golpe directo? Solamente uno que sabe que puede aguantarlo, y, además, aniquilarte con facilidad. Pero tengo honor, y esta alimaña ya probó mi sangre. El pacto me obliga a no huir, el pacto me obliga a matar.
—Ataca, demonio. – Le dije con una voz entre calmada y nerviosa.
Solamente lanzó otro grito inentendible, pero con cada uno de ellos cambiaba un poco más de forma, de repente, un espasmo de sangre negra salió de su cara.
El rostro todavía tenía los pelos de la tupida y mugrienta barba. Pero las cuencas parecían comidas por cuervos. Había algunos pedazos de carne blancos que claramente eran de los ojos, ahora desentendidos de su función. En la boca varios dientes hicieron metamorfosis en colmillos desordenados, salidos hacia fuera, mientras que otros conservaron su lugar. Había algo espeluznante en el aire. Durante mis viajes vi la miseria humana en primera persona, pero nunca nada como esto. Algo peor que la guerra se alzaba. Esa oscuridad, la maldad absoluta y amorfa. Incluso los seres y bestias fantásticas son eso: seres y bestias. Al fin y al cabo, producto de la naturaleza, y todo producto de la naturaleza está destinado a perecer. Pero lo que tenía enfrente era algo antinatural, un ente rebalsado de maldición.
Me realcé con firmeza, decido a terminar con la aberración que me acechaba. Pero mi interior estaba lleno de terror, nunca había peleado contra algo así. Los guardias, que crucé en los primeros minutos de mi llegada, estaban mirando con ojos abiertos la situación desde la puerta. Todos allí tenían el mismo pánico, pero nadie decía una palabra. Tampoco corrían, se encontraban paralizados por el miedo. No podía permitirme estar quieto, así que ataqué, corrí contra esa extraña criatura.
Salté detrás suya y lo empalé por la espalda. Gritó de nuevo, y con su único brazo empujó la hoja hacia atrás. Perdí la conciencia un segundo, pero desperté al instante. Oh diosa, por favor dame fuerzas, fuerzas para eliminar este engendro.
Se hacía todavía más grande, y ya no peleaba con una espada, si no con sus propias manos. Pero tenían el filo de cien hojas, y apenas podía desviarlas, siendo una mejor opción esquivar. Cada corte era en vano, parecía que su sangre negra lo hacía más resistente. Le crecieron cuernos, y hasta un brazo demoniaco del muñón.
Seguía evadiendo los golpes, pero me estaba quedando sin fuerzas, y la coraza sin protección. Mi espada ya no mata, y mi armadura ya no protege. Pero debo alzarme, contra todos.
De repente, una figura femenina apartó a los guardias en la entrada, el borracho me estaba dando una paliza impresionante en su estado de bestia. La hermosa mujer, de pelo blanco puro y ojos de océano, desenvainó su espada corta. En la empuñadura tenía un prisma, como una especie de gema que brillaba incansable. El demonio se quedó quieto, mirando con asombro la piedra. Pero esta vez no hubo alaridos deformes ni mutaciones espantosas. Reinaba la calma, calma en la tormenta. Los aldeanos aprovecharon para escapar, al igual que los guardias. Solamente quedamos la mujer, el monstruo y yo. Ella seguía parada allí, pero me encontraba cubierto de sangre, mi propia sangre.
-¿Quién eres?- le susurré tirado en el suelo, con la voz casi destruida.
-Una cazadora.
Después de esas palabras, perdí la conciencia plenamente, pero no hubo sueños. Parecía que estaba muerto, la negrura absoluta. No recuerdo ni siquiera luces, o algo parecido. La oscuridad crecía más y más. Tal vez eso si fue un sueño, pero si en efecto lo fue, más bien era parecido a la peor pesadilla.
III
La dama blanca
Desperté semi desnudo, cubierto en vendas. Casi no me podía mover, estaba destrozado. Por primera vez en mucho tiempo fui humillado por un rival superior. Pensar que en principio era, un simple borracho, hasta me hiere un poco el orgullo. Pero no olvido lo que mis ojos llenos de horror vieron. La humanidad cada vez se hunde más en la decadencia, y bestias como estas son la consecuencia inevitable.
La señorita que me salvó no estaba a mi vista, solamente podía discernir mis pies y una habitación espaciosa y bastante bien amueblada. Parecía que me encontraba nuevamente en el castillo, aunque sabía que no era así. Tuve un vago intento de levantarme, pero otra vez fue imposible, o me había roto todos los huesos, o estaba completamente anestesiado. Apuesto por la primera, porque si tuviera algún tipo de calmante, el dolor no sería tan brutal.
Seguí durmiendo (y soñando) por varias horas, incontables horas. Podía ver el amarillo y el azul, el negro y el blanco maridarse entre sí. En el plano onírico parecía encontrarme en el limbo: Ni en el día, ni en la noche, ni en la vida o la muerte. Pero estos conceptos eran tan abstractos, tan irrelevantemente burdos y mediocres. A veces, también puedo soñar despierto, cierta cualidad excepcional de mi pueblo natal. Miro un punto fijo, imagino situaciones y espacios, comulgo pensamientos disonantes y maltrechos. Tomo el caos, lo ordeno y lo provoco, binariamente. No es sencillo de todas formas, la clase magistral del sueño mágico es enigmática y profunda. Imposible de concebir desde los sentidos reales. Los sensores de la mente juegan papel protagónico. Las cuestiones morales son tangibles, mis sentimientos también. De lo cerrado de mi casco puedo abrirme como una flor hacía mí mismo, en una suerte de introspección espiritual avasallante. Esto, sirve, en definitiva, para poder dominar el cuerpo con ligereza y confianza absoluta. Aunque el último encuentro haya podido diezmar esa paz nómada, cuando estuve cara a cara con lo contrario de la idea del bien. Muchas cosas he juzgado, en el largo infinito del tiempo que da pisadas. Pesadilla infernal destructora del todo, destructor del primer soñador del universo. El dios de ese ente debe ser algo impensable. Con solo convocar su funesta silueta mil miedos humanos serán encarnados.
Pero todos estos pensamientos cesaron gracias a la dama de blanco, que se apareció en la habitación un tiempo después del último despertar. Abrió la puerta serena, con una pasividad absoluta. Casi no podía hablar, pero tuve las fuerzas para pronunciar la palabra “gracias”. Ella sonrió con levedad. En la cintura todavía colgaba la espada de hoja color platino, ornamentada con gemas. Su rostro era bello y casi tan pálido como el pelo. Los rasgos eran astrales, nobles, indescriptibles, parecía una deidad. ¿Sería esta, acaso, la diosa? Imposible, parece su antítesis. La Dama negra se encuentra en la oscuridad, en la podredumbre, amparando seres nefastos y podridos. Esta mujer sería perfectamente la esposa de algún dios del cielo. Fui testigo del horror cósmico, y ahora testigo del orden. ¿Cómo me había salvado? ¿Cómo es posible que haya terminado con esa bestia sin forma? Simplemente se paseaba por la habitación, con un andar pacifico, como el mar azul.
Estuvo cuidándome por varios días. Todavía estaba inmóvil, pero al segundo amanecer recuperé un poco la voz. Entonces, en el momento de la mañana que se acercaba a mi recámara, intenté hablarle. Tenía una apariencia estelar, y un temple de decisión pura. Su cuerpo era fino y delicado, al igual que sus manos y dedos. Vestía un traje blanco y celeste, parecidos a la escarcha glacial y el pelo era tan blanco y los ojos tan profundos como los había visto en la taberna. Lo único mutable era su peinado, que en la batalla lo llevaba recogido, y ahora, suelto. Empecé la conversación con una pregunta obvia.
—Tú, tú me has salvado la vida ¿Quién eres? ¿Por qué lo has hecho?
Su cara angelical cambió a una contextura más férrea, aunque la esencia permaneció intacta. Sin vacilar ni un poco, respondió.
—El nombre que porto, es nombre de tormentos, y el apellido que porto, es apellido de dioses.
Las palabras que brotaban de la boca de la mujer, parecían, de hecho, la voz de una deidad. A continuación, reveló su nombre.
—Me nombraron Aris, y el apellido de mi padre es Galión. Soy del gremio de cazadores, y fui renombrada como la hoja blanca de Kijas.
Ante semejante exposición honorifica, estaba incrédulo. La Mesa de las Hojas, es un conglomerado de guerreros, que reúne a los mejores espadachines de las provincias del emperador. Los Galión, aunque fuera de la dinastía y de la realeza imperial, siempre conservaron un hijo de su linaje como heredero de la espada blanca. Esta hoja del emperador, se dedica fundamentalmente a dos cosas: los duelos y la caza.
Pude contar que he asesinado todo tipos de horrores y bestias. Seres naturales, maravillosos, pero que en ciertas circunstancias pueden dañar la vida humana. Por los recónditos escondrijos naturales en los que vagaba, muchos quisieron darme caza. Por otro lado, también asesiné incontables humanos, opositores a la diosa, herejes de armas tomar. La Ovada bailó indomable sobre muchos cuellos. Así es, en definitiva, la vida del viajero verdugo. Pero si me enfrentan contra una hoja, mis posibilidades serían mínimas. Agraciados guerreros, muchos con una rapidez sobrehumana, y armas mágicas capaces de tareas inimaginables. El gran señor de la hoja, Elafry, es considerado casi un dios. Se dice, que el mítico desenvaine, y posteriores estocadas llevan un ritmo que es inasequible para el ojo humano. Solo magos, creadores de gafas temporales, han podido verlo en acción. Su espada, se cuenta, que es parecida a la de Aris en la empuñadura, con bellos ornamentos. Pero la parte de la hoja, es completamente negra. Nunca nadie ha visto su rostro, salvo el emperador, pues se oculta bajo un casco plateado lobuno. Realmente estaba maravillado con la identidad de la dama blanca, y la cercanía con personalidades tan legendarias. A continuación, le dije:
—No soy simpatizante del emperador, o de ningún rey en general, pero siempre es un honor estar en presencia de un gran guerrero. Me nombraron Thirio, Thirio de Kafsi, caballero errante, y servidor de la Dama Negra.
Pareció ofuscarse un poco, seguramente relacionado con lo dicho hacia el soberano, pero se le fue enseguida.
—Thirio de Kafsi, le otorgo mi admiración. Nunca he visto alguien que sobreviviera tanto tiempo contra una giardia sin ningún tipo de magia. La mayoría de los desafortunados en cruzarse uno, mueren en cuestión de segundos. Lo he encontrado moribundo, pero era un evento inevitable. Ni siquiera las hojas cazadoras hubieran podido derrotarlo solo con fuerza. Tuvo suerte de que me encontraba por la zona, y gracias al tumulto, di con la asquerosa taberna.
¿Una giardia? ¿Ese es el nombre de la criatura demoniaca que vislumbré, con la mente casi centrada en la muerte?
—Eso contra lo que combatí, era un hombre. Un hombre de carne y hueso, un humano con capacidad de raciocinio. ¿De dónde provenía su fuerza, tan inhumana, tan monstruosa? —pregunté, esperando mi mente tener una respuesta factible.
—El poder que tienen es inmenso. Son seres repugnantes. Gusanos que se alimentan de la indigencia física y moral de las personas. ¿Era este hombre, el que precedió a la bestia, era un individuo degenerado, destrozado, de apariencia harapienta y desaliñada? —describió de manera exacta al borracho, pero había algo más.
—Era algo peor que eso, desde un principio percibí un aura extraña, desde que me habló sentí la podredumbre, el hedor de la muerte—le dije, acentuando el horror de la mente en tal momento.
—Entonces todo está explicado. Ese gusano, del que te hablaba, es una criatura sumamente extraña. La esperanza de vida que poseen no va de acorde con el poder que ostentan una vez conseguido un huésped. Pueden vivir unos pocos minutos después de engendrados en un cuerpo anterior. Pero en el caso de llegar a un convidado adquieren una fuerza y destreza inimaginables.
—He enfrentado bestias sedientas de sangre, pero nunca nada tan salvaje, tan contrario al derecho natural de todos los seres vivientes. Tuve la intuición, la intuición de que fue engendrado por otros dioses.
—Tu premonición no fue del todo errónea. En efecto, son criaturas exteriores—no podía creer lo que escuchaba.
—¿Criaturas exteriores? —pregunté con una intriga digna de un niño.
—Como has podido apreciar, en tus seguramente largos viajes, la naturaleza sigue un orden, una secuencia, una genética, estructuras. Pero hay seres, que los más estudiosos de los cazadores, expertos en toda clase de vida, denominan exteriores. Presentan la cualidad de no tener absolutamente nada en común con otras especies que habitan el mundo. Además, poseen habilidades y resistencias solo posibles de neutralizar con la magia. No queda otra resolución ante tal enigma, que concluir que son sujetos de otras dimensiones, de otros planetas. Provenientes de las inhóspitas estrellas, o de los más lejanos satélites saturnianos que vislumbran los astrólogos de Vislal.
—Entonces, el aura maldita que emanaba dictaba su procedencia. Semejante nivel de bizarría es inalcanzable hasta para los legendarios dragones de Makoto.
—Pero tú lo enfrentaste con fiereza y determinación. Con tu casco cornudo protegiste tu cráneo, y con tu gran espada roja le ocasionaste heridas que lo hicieron mutar a su forma más pura.
—Aun así, me he arrodillado ante la derrota, y casi ante la muerte. Yo tenía un pacto, un pacto de sangre. Ahora, ese pacto está roto, y la ira de la diosa caerá sobre mí—agregué con fatalidad.
—¿A cuál diosa le rindes culto? —preguntó ligeramente, pareciendo no darle importancia a lo angustiante de mi confesión.
—Esta deidad no tiene nombre.
—¿Cómo puede ser que un dios no posea un nombre? ¿No es indispensable que lo tenga, por su mera condición?
—Te lo he dicho en mi pequeña presentación. Es conocida por los fieles como La Dama Negra. Reside en el monte Makoto, protegida por los santos dragones. Tiene la titánica tarea de darle honor y gracia al verdugo.
—Entonces, verdugo. ¿Qué pasaría si te dijera, que puedes conservar tal puesto, pero dejarías de vagar por la tierra, blandiendo tu arma sin destino?
—¿Qué es lo que quieres decir, señorita de Galión? —le pregunté con tono señorial.
—Te propongo unirte a la legión de cazadores de la mesa. Damos caza tanto a bestias como a seres humanos que ofusquen el dominio imperial. Se necesitan guerreros natos, seres guiados por la sed de sangre.
—Pero yo no necesito ser la espada de ningún monarca. Salvo si el mismo se jura en fidelidad a la diosa—le dije con determinación.
—En lo referido a ese tema, aunque complicado, Duxio ha proclamado la libertad de culto. Tal vez no jure ante tu diosa, pero sin duda la respeta. La iglesia de Liamas se encuentra en proceso de separación. Es algo realmente histórico.
Parecía no creer lo que escuchaba ¿La iglesia de Liamas, corruptora de mi hogar, separada del imperio? Esto, tal y como decía Aris, es algo de relevancia histórica. Cada reino tiene su iglesia, con su dios o dioses. Nunca un gobernante se atrevió a separarse, hasta ahora. ¿Qué conflictos podría acarrear esto? ¿Qué otras guerras se podrían desatar en el imperio? Esta situación también lleva a otra encrucijada, de índole moral. ¿Debería servir a un señor, aunque no sea propiamente un seguidor? ¿Debería integrarme a una corporación, aunque la misma no sirva a la diosa? Siento que estoy en deuda con la propiciatoria de esta difícil situación. Tal vez, podría mantener mi veneración absoluta, y a la vez, instaurar el orden en el camino del verdugo. Tendría un propósito para asesinar. Un grupo que proteger con la malevolente Ovada. Pero todo depende del respeto del emperador, de su reconocimiento por la diosa. Después de meditar en silencia por largo rato, ella me esperó pacientemente, hasta que al final, le respondí:
—Si es cierto lo que dices de la iglesia—en este punto creo que fruncí el ceño—, entonces estoy dispuesto a unirme a tu legión de cazadores—le dije con firmeza.
—De manera que se hace efectivo el reclutamiento de Thirio, en suplencia de la hoja cazadora caída, Vampt. Se le otorga la vacante para que defienda con fiereza, y a cualquier precio, los intereses de la mesa. Usted responde solamente ante el Gran Señor Elafry, mi propia persona, y sus superiores inmediatos. La disposición imperial dicta que ni siquiera su mismísima eminencia puede dictar ordenes en los asuntos de la mesa. Esto debido a que es un órgano auxiliar, independiente del ejército de su majestad—dijo, dando una presentación de la jerarquía en la mesa
—¿Y ante quien responde el señor Elafry, si me permite la pregunta? —cuestioné con rápidez.
—La Hoja Negra de Lýkos no responde ante nadie. Pero ha dejado notar bajo juramento solemne, que nunca interferiría en los asuntos políticos del estado. Era intimo amigo y hermano en armas de Dubio, anterior emperador, y padre de Duxio. Tienen una relación cuasi familiar. A su vez, los iniciados en la mesa deben prestar el mismo juramento que el líder. ¿Juras, Thirio de Kafsi, no interferir, bajo ningún termino, en las cuestiones del estado Hiloisiano?
Pensando en profundidad, lo político sin relación con lo eclesiástico, sin relación con los degenerados padres de la iglesia, no tiene mucha importancia para mí. Solamente tendría que rehusarme a participar en las magistraturas imperiales. Nunca podría ser un funcionario, un gran juez oficial, o un ministro de provincias, puestos que nunca me interesaron. Pero, por otro lado, ser una hoja de la mesa, y a la vez tener el amparo de la diosa negra, podría acarrear una vida con algo más de rigor en el propósito.
—Bien—le dije—. Juro, solemnemente, y bajo la vista de la diosa negra, salvadora absoluta del alma sangrienta, y perdonadora de los pecados mortíferos, que nunca desempeñaré un cargo público en el imperio Hiloisiano.
Ella pareció satisfecha con el pacto, y yo así, me proclamaba como un verdadero cazador de la mesa.
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