Uno suele hacer cosas que jamás reconoce por pena o vergüenza, y que irónica o descaradamente causan cierto pudor cuando son manifestadas por otros. Mi maña no reconocida – concepto que me pareció el más apropiado para categorizar esas “cosas” que hacemos – es tomar café por las mañanas antes de cepillarme los dientes, práctica que sospecho es ejecutada por más personas de las que uno pueda imaginarse.
Con café en mano veía el closet, mentalmente me encontraba en el proceso de selección de la camisa que me vestiría para el escalofriante ritual al que iba a ser sometido. Este proceso no fue nada complicado, solo escogí la camisa menos arrugada con la intención de evitar un procedimiento previo: el fatigoso arte de planchar.
Recuerdo que un gran ejecutivo acostumbrado a usar saco y corbata, después de una destacada conferencia me confesó – entre pastelitos y jugos de naranja – que sólo planchaba las partes visibles de la camisa, principalmente el cuello y las mangas, evitando de esta manera que aquellas partes cubiertas por el saco fuesen innecesariamente sometidas al calor de aquel artefacto.
Indudablemente, ese pragmatismo artístico tiene como obligación hacer uso permanente del saco o paltó, pues desprenderse de él implicaría dejar al descubierto las arrugas naturales de una camisa que no fue confeccionada para ser lisa de forma permanente.
Cepillados los dientes, bañado y vestido, con la camisa planchada solo por las partes evidentes, embestí la calle congestionada en una hora pecaminosa para el sueño, y me uní a la marea de personas que se trasladaban a sus respectivos destinos laborales.
Definitivamente la vestimenta formal es totalmente antagónica, inapropiada e inoportuna para trasladarse por una ciudad hacinada con un transporte decadente. Sin embargo, puede que sea apropiada para compartir vagón con desconocidos estresados y llenos de odio: si desea experimentar odio impersonal entonces tome el metro, ahí odiará a todo el mundo sin conocerlo, sin motivos necesariamente directos, solo se requiere estar ahí para odiar y ser odiado – impersonalmente – por otros.
Lo más curioso del comportamiento humano en este lapso de odio impersonal, es que una vez estamos fuera del sistema, el odio pasa, el oxígeno vuelve al cerebro, la meta inmediata cambia, y hacemos como si no hubiésemos pasado por aquello. Al final del día nos comportamos como si no fuésemos parte de aquel sistema, y siempre tratamos el asunto con oraciones cuyo sujeto es “la gente”, nunca “nosotros”.
Por mi parte, haciendo el esfuerzo físico y mental de aparentar no haber estado 40 minutos bajo calor, odio y empujones, ya me encontraba frente al santuario que exigirá más horas de peregrinación, penitencias y arrepentimientos que cualquier otro: mi nuevo trabajo.
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