Esta tarde preparo mi equipaje. Después de tanto tiempo acumulando cosas, es difícil decidir qué vale la pena llevar, o mejor dicho, de qué cosas podemos prescindir en nuestra vida.
En primer lugar, llevaré mis recuerdos. «¿Y qué son los recuerdos, abuela?», me preguntó mi nieto.
Los recuerdos son retacitos de vida que han ido tomando forma para acomodarse en todos los rincones disponibles de nuestra memoria. Están allí, escondidos, arrebujados, acomodados prolijamente, imperturbables y sin perturbarnos, hasta que algún estímulo exterior de repente los despierta, los agita, y los obliga tomar vida nuevamente para volver a corporizarse y adoptar una forma que nos permita reconocerlos.
Los recuerdos pueden ser dulces, afectuosos, gentiles, amables y correctos. Pero también pueden ser hirientes, dolorosos, generadores de angustias que a la vez, pasarán a engrosar nuestro archivo de recuerdos. Y pueden ser divertidos, vivaces, osados, audaces…
Me llevaré mis recuerdos, digo, sin discriminar, sin elegir los que puedan resultarme más gratos y favorables, pero envolviéndolos cuidadosamente, meticulosamente, delicadamente, para evitar que se despierten con demasiada facilidad.
Llevaré también mis ilusiones. Las que conservo desde mi niñez, a pesar del tiempo transcurrido, protegidas para que hagan de muelle cuando algún golpe de la vida me duele demasiado.
Y llevaré mis sueños, mejor dicho, lo que pueda rescatar de mis sueños, de los que ya sufrieron el deterioro del tiempo, de la frustración, de la derrota. Los sueños que se han salvado de la desesperanza. Los que luchan obstinadamente para escapar de la impotencia y las decepciones de la rutina cotidiana.
Me llevaré algunas de mis tristezas, también. Y mis nostalgias.¡Es imposible despojarme de mis nostalgias!
Nostalgia de Buenos Aires. Nostalgia de mi abuela que me llevaba a la calesita y me contaba historias de su juventud aventurera. Nostalgia de mi adolescencia llena de quimeras. Nostalgia por mis hijos pequeños, jugando en el jardín de la casa. Nostalgia por mi hermana jovencita y compinche, contándome anécdotas de su trabajo en el mundo cruel y singular de la medicina. Nostalgia por mi madre aún linda, buscando en vano un hombre con el que valiera la pena compartir su vida. Nostalgia por mi hija que se fue un día a España en busca de un mundo mejor, que al parecer encontró y la retuvo allí, atrapada para siempre. Nostalgia de los bracitos de mis nieto rodeando mi cuello y diciéndome al oído: «Abuelita, te quiero hasta el cielo ida y vuelta…» Y mi nieta de nombre luminoso, que solamente gusta comer las empanadas que hace su abuela. Y de mis nietas de España, que recuerdan con alborozo el día que amasamos juntas y les enseñé a pelar zanahorias. Y de la otra, que su madre mantiene alejada de mí, pero que cuenta en la escuela su orgullo por la abuela escritora…
Nostalgias por esos amores que no se concretaron, por los amores que terminaron en desilusiones, por las fantasías que no pude convertir en realidad. Nostalgia por ese amor guardado durante media vida, condenado a continuar así, postergado hasta mi próxima existencia, enfundado en el silencio cómplice de la falta de coraje para desnudarlo con palabras.
Nostalgia por la vida que ya pasó, por la vida que no viví, por la vida que me hubiera gustado conocer y no pude… Tantas, tantas nostalgias…
¿O me estoy equivocando, y después de todo no son nostalgias sino recuerdos?
No importa, lo que sean, me los llevo todos en la maleta. Junto a las fotografías, y los libros que he amado, y las cartas de quienes amé y me amaron, y los manuscritos de los libros que nunca terminé.
Pero, pregunta mi nieto, asombrado: «Abuela, ¿no vas a llevarte ropa, zapatos, algo para comer durante el viaje?»
No, le digo. Basta con la ropa puesta, mis sandalias de hacer caminatas, y estas maletas con sueños, recuerdos y nostalgias. ¿No ves que son livianas? Es todo lo que necesito en este viaje. Cierro la última maleta y antes de marcharme, tomo el regalo que me extiende mi nieto y lo envuelvo como un chal, alrededor de mi cuello: es la esperanza.
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