Preludio de un Crimen

NOTA DE LA AUTORA.

Este libro es una catarsis. Es el desahogo final de una historia personal, el cierre de un círculo, significa despegar definitivamente de un lugar al que jamás volveré.

Algunas partes de esta novela son reales y otras son ficción. De ustedes como lectores depende creer cuál es cuál, y de mi capacidad como escritora para contarlas, de mi propia convicción.

Los nombres de los personajes han sido cambiados para no afectar a ninguna persona. Y la historia
es atemporal, yendo y viniendo en el tiempo, como cuando nosotros mismos contamos una historia,
que retrocedemos a otro momento para completar algún vacío y explicar así los sucesos.

No es una historia de amor, no es suspenso, no es policial. Es una historia de gente que puede estar
en tu barrio, en tu ciudad. Es una historia que te puede pasar a vos, como me pasó a mí.

Amigo lector, espero que mi historia te guste, que llegues al final de libro y te deje un gusto a algo.
Espero que te llegue al corazón y te permita sentir lo mismo que yo al escribirla. Los vacíos que
queden, las explicaciones que faltan serán completados por tu mente, por tu imaginación, porque
cada libro no se termina cuando el escritor escribe “fin”, termina cuando el lector lee esa palabra.

Muchas gracias por elegir esta novela. Muchas gracias por elegirme para acompañar ese momento
que te tomás para distraerte. Muchas gracias por permitirme entrar un ratito en tu vida y contarte esta historia.

Cristina Vañecek

Prólogo

Como cada tarde desde hacía más de diez años, la enfermera lo llevaba hasta el enorme ventanal de la clínica en donde su familia lo había internado. Él esperaba que alguien lo viniera a visitar, que le hablaran de lo que ocurría fuera de las paredes del sanatorio. Nunca había creído que escuchar alguna voz le podría provocar tanta alegría. Mirar el brillo de sus ojos, saber qué había sucedido con el negocio, estar al tanto de las vidas de sus hijas, ver a sus nietos correteando por el enorme parque del sanatorio.

Cada tarde renovaba la ilusión de que alguien llegara y le devolviera la vida que había tenido. Su único deseo era volver a algún punto de su pasado para hacer todo diferente. Necesitaba creer que todo era una horrible pesadilla de la que despertaría en cualquier momento. Todos esos años de reclusión obligada eran peor que la cárcel, no había castigo más grande para él que estar condenado a una silla de ruedas, completamente inmóvil, casi incomunicado, dependiendo de otros hasta para realizar sus necesidades más básicas.

Estaba absolutamente consciente de todo lo que ocurría a su alrededor, sin embargo no podía hablar, quería gritar a todos que él había sido el único culpable de todo, que había sido ciego a tantas señales, que era el responsable de tantos crímenes. Sí, la justicia divina existía, y a él lo había juzgado por cada error que había cometido. Él había elegido la muerte, pero morir, ante todo el horror que había provocado, era hasta un premio. Había tardado muchos años en comprenderlo. Le había costado su posición, su salud, su familia y a la única mujer que había amado en su vida.

Como cada tarde, sabía que nadie cruzaría el portón principal de la clínica para verlo a él, para hacerlo sentir menos olvidado. Y el olvido, era la peor forma de morir que alguien podía tener.

Capítulo 1

Esa noche de enero parecía eterna. Los clientes del negocio de Fabio no terminaban de comprar e ingresaban uno tras otro, sin darles un descanso. Era verano y había que aprovechar la oportunidad de trabajar lo más que se podía. Se avecinaba el fin de semana y, por lo visto, los turistas habían elegido esa ciudad como primer destino vacacional tras las fiestas de fin de año.

Luego de ese sorpresivo aluvión, los clientes fueron menguando y Fabio pudo comenzar los preparativos para cerrar el almacén. Afortunadamente contaba con la ayuda de Fernando, su hijo, que le ponía entusiasmo y mucha energía. Mientras cambiaba unos cajones de lugar, lo miró con una mezcla de ternura. Apenas estaba por cumplir 16 años, y unas semanas atrás había conocido el miedo que generaba la inseguridad.

Unos delincuentes quisieron robarle cuando regresaba de la escuela, al ingresar a su casa, y en el forcejeo le habían propinado un terrible golpe en la cara con la puerta del garaje, lo que le había ocasionado una fractura en la nariz. Todos los vecinos del barrio y los clientes del local le preguntaban por el gran vendaje que lucía en su rostro, teniendo que contar una y otra vez esa penosa situación.

Entre los dos finalizaron el cierre, fueron hasta una rotisería a comprar algo para cenar y partieron rumbo a su casa, en donde los esperaban Ana, la novia de Fabio, y Melina, la hija más pequeña de su anterior matrimonio. Reían y charlaban de todo, de esa cliente corpulenta con el vestido multicolor y de su marido delgado y espigado, cuyas únicas respuestas a las preguntas de su esposa eran “lo que vos quieras, ya sabes lo que me gusta, elegilo vos”.

Al llegar a la propiedad, Fernando se bajó del vehículo para abrir la puerta de la cochera y ahí vio como una moto enorme se detenía detrás de la camioneta de su padre. Todos los recuerdos del asalto sufrido hacía apenas quince días se le agolparon de repente, como un torbellino que lo inmovilizó. Vio cómo uno de los dos ocupantes descendía de la moto y caminaba hacia el lado de la camioneta en donde estaba su padre; había algo en la mano del chico, que no era mucho mayor que él, y observó cuando apuntaba a Fabio mientras sus labios murmuraban unas palabras que él no logró escuchar.

De repente Fernando sintió un sacudón en su cuerpo y corrió hacia la camioneta, subiéndose velozmente, mientras escuchaba un ruido sordo, se escondió en el buche que el vehículo tenía y sonó otro ruido, temiendo profundamente adivinar qué era. Una voz lejana dijo una frase que le costó comprender. Escuchó unos pasos rápidos y el sonido del motor de la moto acelerando y alejándose. Fue ahí cuando levantó los ojos y vio la camisa de su padre manchada, sentado como lo había visto unos minutos antes y con la mirada ausente en un punto fijo.

Capítulo 2

Osvaldo había llegado a su casa tras una jornada de trabajo nada despreciable. Su local estaba ubicado en uno de los paseos comerciales más importantes de la ciudad y la proximidad del primer fin de semana posterior a las fiestas de fin de año, sumado al anuncio de un excelente clima para esos días, habían atraído un aluvión de visitantes que no tenían mesura a la hora de gastar. Estaba satisfecho y proyectando sus compras para abastecerse, mientras recalentaba algo de la comida que le habían dejado en la heladera.

En su casa estaba una de sus hijas, encerrada en su cuarto, escuchando música y, a pesar de los auriculares, podía adivinarse que era rock pesado. Su esposa había acudido a una celebración del templo evangélico del cual era miembro y volvería cuando él ya se habría acostado. Eran casi las doce de la noche cuando comenzó a sonar su teléfono. Ana, la novia de su hermano Fabián, lo estaba llamando.

Pensó que habría tenido algún inconveniente con la camioneta y que le pediría que lo llevara al mercado al día siguiente, o que le preste la chequera para pagar sus compras, que luego le devolvería cuando el banco le acreditase las ventas realizadas con tarjetas de crédito, como en otras ocasiones. Estaba cansado y no tenía ganas de responder. Con su malhumor característico respondió y lo que escuchó del otro lado de la línea lo paralizó. En medio de gritos y llantos alcanzó a comprender algo.

“Mataron a Fabio”.

Así como estaba, vestido con un pantalón vaqueros, salió corriendo hasta su vehículo y fue lo más rápido que pudo hasta la casa de su hermano. No pensó, sólo estaba reaccionando, sin saber qué hacer. La imagen de su madre, de los hijos de Fabio, de su pequeña nieta que aún no tenía un año, se le agolpaban en la mente. Fabio muerto y miles de recuerdos juntos, nadando, en la playa, haciendo travesuras. Fabio había sido su amigo, además de su hermano, su contraparte alegre, chistosa, vivaz.

Al llegar al edificio en donde había ocurrido el crimen, una pequeña multitud se agolpaba reclamando a la policía. Osvaldo bajó de su camioneta y el griterío hacía más inexplicable la situación. Se había generado un pequeño tumulto entre los vecinos y los agentes, lo que hizo que tiraran gases lacrimógenos.

Se decía que había sido un ajuste de cuentas, debido al incidente protagonizado por Fernando anteriormente, que los habían marcado, que su muerte era una más de las tantas ocurridas en esos tiempos. Los vecinos en la calle estaban convulsionados y en el medio de todo eso, Osvaldo vio a Melina, la pequeña de nueve años, aferrada a la puerta del garaje, llorando desconsolada.

La tomó de la mano, la llevó hasta la camioneta en donde estaba el cuerpo de su padre, a quien le cerró los ojos que aún estaban fijos en la nada. Con la voz quebrada y en un tono muy bajo, le dijo:

“Tu papá ya no está, se fue al cielo, Dios se lo llevó.”

La niña se arrodilló en el cemento de la trotadora y se aferró al pie de su padre llorando de una forma más desgarradora. Osvaldo la tomó por los hombros, la levantó en brazos y la llevó hasta el interior de la cochera.

“Quedate acá, no te muevas, afuera la gente está muy enojada y te pueden lastimar”.

Luego fue a enfrentarse con la policía, a intentar calmar a los vecinos indignados que podían llegar a hacer destrozos en los patrulleros y ocuparse de todos los detalles sobre lo ocurrido. Era él quien debía hacerse cargo de todo, controlar que nada escapase a su mirada y se hiciesen las cosas como él pensaba.

Capítulo 3

Durante el funeral, Osvaldo mantuvo una actitud calmada. Había tomado las riendas de todo el caso, desde decidir en donde velar el cuerpo, el modelo del cajón, el cementerio a donde llevarían el cuerpo. Era Osvaldo quien había hablado con los medios, tratado con los fiscales, con los comisarios. Él mismo había dejado bien en claro que nadie más de la familia dijera nada, para no exponerse. Él, en nombre de su hermano, sería quien se pondría sobre sus hombros la pesada mochila de representar a sus sobrinos y a sus padres ante todos, para buscar justicia.

Mostraba su rostro dolido, la voz quebrada, cada tanto salía de la casa fúnebre a fumar un cigarro y calmarse un poco. Necesitaba algún momento de tranquilidad, ya que mostrarse fuerte ante los demás le representaba un esfuerzo sobrehumano. En esos momentos de soledad, recordaba aquélla conversación con su tío Roberto, que se encontraba de viaje por Europa, en la que le reveló la verdad sobre su hermano.

““Sobrino, tu hija fue ultrajada, y vos sabés que en estos casos a las chicas nadie les cree, menos cuando Fabio tiene fama de santurrón, con toda esa perorata del templo, que se la pasa hablando de Dios, del bien…y esos son los peores. ¿Qué querés, tenerlo en tu casa y que se te burle? ¿Qué toda la familia diga que Juliana es una mentirosa, que está loca? El cambio del carácter puede dar lugar a que digan que toma o consume algo, que miente porque necesita ser el centro de atención, que busca dividir a la familia, que está enferma… ¿para qué exponer a la pobre criatura? ¿Lo vas a denunciar? ¿Y vas a exponer a tu hija a exámenes, visitas con psicólogos, psiquiatras, revivir todo esos momentos horribles? No, es mejor que esto quede ahí y que ella olvide todo!””

Fabio había ultrajado a su hija menor. La había manoseado casi en su propia nariz y él jamás se había dado cuenta de nada. Le había pedido favores, lo había llevado en su camioneta cada vez que le pedía, ya que Fabio había vendido la suya y estaba a la espera de que le entregaran la nueva. Cuando el banco no le acreditaba los pagos de las tarjetas, le pedía dinero prestado para cubrir sus deudas en el mercado y luego se lo había devuelto con creces.

Era el hermano con quien mejor se llevaba, con el que más cosas habían compartido. Le dolía en el alma haber tenido que ordenar su asesinato, pero no podía permitir que se burlara de él ante todos. Prefería verlo muerto. Dentro de la sala, sus hijas lloraban desconsoladamente al lado del cajón de Fabio.

No permitió que Juliana asistiera. La convenció de que se quedara junto con Melina, con el pretexto de que la pequeña ya había sufrido demasiado y no era conveniente que estuviera durante los funerales. Su venganza hacia el daño que Fabio le había provocado a su familia fue mostrarle a la niña el cuerpo sin vida de su padre, aún dentro de la camioneta, bajo el pretexto de que ella debía saber que él había fallecido, que era mejor eso a pintarle una mentira piadosa.

Capítulo 4

El tío Roberto siempre le había hecho cosquillas. Era divertido y, además, resultaba asombroso ver cómo papá se transformaba en su presencia. Pasaba de ser alguien callado, serio, seco, casi antipático y se convertía en otra persona. Ante el tío Roberto papá era servicial, sonreía, se reía de los chistes más tontos que el tío hacía y escuchaba atentamente todo lo que dijera.

Papá sentía admiración por el tío, de hecho, no tenía esa misma relación con su propio padre, el abuelo Feliciano. Los tres habían trabajado juntos durante una época, como contratistas, realizando trabajos de albañilería y construcciones. Roberto había ahorrado dinero, había comprado unos lotes, construyó un edificio y logró instalar una planta procesadora de pescado. Era impresionante cómo había progresado, a pesar de todos los vaivenes económicos por los que atravesaba el país, convirtiéndose en un próspero hombre de negocios, vinculado con algunas ciudades italianas, con las que comerciaba y en donde uno de sus hijos se había instalado, ya que ellos eran ciudadanos europeos y todos tenían la doble ciudadanía.

El abuelo, sin embargo, siempre había gastado lo que ganaba en juego, en mujeres, en comida, en dios vaya a saber qué. Feliciano era de la idea de que la vida había que disfrutarla ahora y no dejar nada para el más allá. Papá, tal vez por eso, admiraba y respetaba tanto a ese tío que supo aprovechar las oportunidades de la vida.

El tío Roberto siempre le hacía cosquillas. La corría por el parque, la invitaba a la piscina, le hablaba de Italia y de los viajes que había realizado. Era fascinante escucharlo. Desde pequeña, la sentaba en sus rodillas, le contaba historias y, siempre, la hacía reír con sus cosquillas.

Aquella tarde ella se había recostado en el cuarto de papá y mamá a dormir una siesta. Se había levantado muy temprano para ayudar a mamá a preparar la comilona que realizarían en homenaje al tío Roberto por su cumpleaños. Papá había dejado la verdulería a cargo de su empleado para dedicarse a cocinar un cordero al asador como homenaje, y que por un día permitiera perder el control del negocio era todo un acontecimiento que marcaba el afecto y estima que sentía por él.

Tras almorzar, se sintió amodorrada y se fue a descansar. Escuchó cuando el tío preguntó por ella. Tenía que irse y quería despedirse de su sobrina favorita. Ingresó al cuarto y, entre palabras cariñosas, comenzó a hacerle cosquillas. Ella rio a carcajadas, como hacía siempre, sin embargo, en la penumbra del cuarto, esta vez las cosquillas comenzaron a ser diferentes. Juliana había crecido. Las manos del tío se deslizaron por debajo de la remera que ella llevaba puesta y, jugando como siempre a las cosquillas, llegaron hasta sus pechos recién formados.

La pequeña tuvo la sensación de que algo no estaba bien, pero también pensó que, quizás, no fue intención del tío hacerla sentir incómoda con las cosquillas. Se trataba de un juego que tenían hacía mucho tiempo. Sin embargo, las manos del tío Roberto no se retiraron de sus senos y buscaron los pequeños pezones, hasta que se pusieron erectos. Juliana reía, pero también quería llorar. De repente el tío retiró sus manos, le dio un beso en la frente, la miró a los ojos con una sonrisa y se fue.

No sabía qué decir ni qué hacer. Tenía varias sensaciones encontradas. Ya no era una niña, y no era una mujer. No entendía muy bien qué había pasado. Y tenía miedo de decirle a papá o a mamá, que sentían adoración por ese tío tan generoso siempre, y que tanto había ayudado a papá en los momentos difíciles. Papá quería al tío Roberto casi como si fuera un padre. Mucho más que a Feliciano. Si ella contaba algo de lo ocurrido esa tarde en el cuarto, Oscar no le creería y diría que era una exagerada. Mejor no decirle nada a papá.

Capítulo 5

La escena se había repetido varias veces a lo largo del tiempo. Las cosquillas del tío habían comenzado a ser molestas y Juliana trataba de evitar encontrarse a solas con él. Se había vuelto una niña hosca, cerrada y muy malhumorada cuando Roberto era invitado a la casa, o ellos asistían a alguna invitación suya. Cada vez que se le acercaba, Juliana sentía que su cuerpo iba a estallar ante el menor contacto con el cuerpo de Roberto. Hasta el simple beso en la mejilla, cordial y afectuoso, le causaba un asco insoportable.

Una tarde la escena de aquélla primera vez se repitió. Juliana se había recostado y el tío fue a buscarla a la habitación con la excusa de saludarla. Ella intentó rechazar las caricias, fingió dormir, pero el tío fue más allá.

Sintió en su mejilla una lengua húmeda, en su cuello un beso asqueroso, mientras las manos del tío buscaban no sólo sus pechos, presionándolos de una manera impúdica, sino que también escudriñaban su pubis. Un susurro le heló la sangre:

“Si le contás algo de esto a tus papis, no te van a creer, es más, te van a echar de tu casa, porque sos una putita, una sucia putita, y a nadie le gusta tener en su casa a una putita, ¿entendiste?”.

Desde ese día, Juliana evitó recostarse cada vez que venía alguien, cualquiera, a la casa. Por más que se cayera de cansancio. Miraba a su padre con rabia, con odio, con asco. Sobre todo porque papá era tan cordial con ese tío repugnante y asqueroso. Se sentía sucia.

Mamá no se daba cuenta de nada. Ella estaba en su mundo, más ahora que había comenzado a asistir a menudo al templo evangélico al que iba con su tía. Y no se atrevía a contarle nada porque, mamá también, cada vez que el tío Roberto los visitaba, se deshacía en halagos y atenciones. Sin el dinero del tío Roberto, ellos seguramente estarían en la calle.

Capítulo 6

Clide había nacido en una familia que profesaba la religión evangélica. Su abuela, su madre, sus tías, ella, sus hermanos, todos desde pequeños habían convivido con la biblia y, en la palabra de Dios, habían encontrado muchas veces consuelo y explicación a innumerables problemas.

Osvaldo era católico, conoció a Clide en una de las tantas búsquedas espirituales que Corina, su madre, había realizado. Ninguno de los dos era fanático religioso, y las pequeñas diferencias podían zanjarse cómodamente. Tras algún tiempo de noviazgo, se casaron. Clide había quedado embarazada y, ante la familia, había que disimular la situación.

La vida no había sido fácil. Formar una familia, trabajar, comenzar desde cero. Las dificultades fueron sacando a la luz la parte más oscura de la personalidad de Osvaldo. Poco a poco fue convirtiéndose en un hombre seco, serio, hosco, en algunos momentos hasta antipático.

El tío Roberto había sido de gran ayuda cuando estuvieron a punto de perder la casa. Habían comprado una propiedad y habían terminado de pagarla, sólo faltaba el trámite de escrituración y ya sería de ellos. Sin embargo, al querer realizarlo, se encontraron con que la propiedad estaba inhibida por un embargo realizado por una financiera con quien el propietario anterior tenía una deuda, y en donde había puesto esa propiedad como garantía. Una carta documento les informaba que tenían 30 días para pagar la deuda o serían desalojados del inmueble por la fuerza pública.

Habían tenido dos hijas, eran pequeñas y Clide estaba embarazada por tercera vez. No podían perder su hogar, con todo el esfuerzo que habían tenido que realizar para obtenerla. ¿A dónde irían con las chiquitas? Pronto nacería el nuevo bebé y Osvaldo debía mover cielo y tierra para conseguir ese dinero, sin embargo, nadie estaba dispuesto a prestarle semejante suma de dinero a un muchacho que recién comenzaba en un pequeño comercio, en el cuál aún no tenía un balance de cuánto podría facturar mensualmente.

Desesperado, acudió al querido tío Roberto. No había ido antes porque sentía que sería abusar de su confianza. Pero él era la única alternativa que tenía. Roberto lo escuchó silenciosamente, abrió un cajón, preguntó cuánto era lo que debía pagar y firmó el cheque.

“Me lo pagas cuando puedas”, fue la frase que le dijo mientras le entregaba el papel milagroso con el que Osvaldo podría pagar esa deuda que no era suya, pero con la cual podría conservar su hogar.

A medida que pasaba el tiempo, Osvaldo se volvió un tipo duro, cerrado. Los pequeños logros lo volvieron soberbio y arrogante hacia quienes tenían menos que él. Sólo admiraba a Roberto, su salvavidas en momentos difíciles.

Ante Clide y ante todos, Osvaldo quería demostrar que era un hombre capaz de sostener a su familia, de darle comodidades, de pagarles vacaciones, ropa, gustos. Quería que su familia tuviera todo lo que a él le faltó en su infancia y adolescencia, lo que Feliciano, su padre, según su visión, le había negado por capricho.

Capítulo 7

Clide comenzó a sentir la ausencia de sus hijas y su marido. Las chicas habían crecido, tenían sus actividades extraescolares, reuniones y salidas con sus amigas…y él…él se iba por la mañana muy temprano al mercado, luego al negocio, a veces al mediodía diferentes trámites le impedían regresar a casa, y cuando lo hacía, apenas intercambiaban alguna palabra. Comía algo y se acostaba a descansar un rato, para luego irse nuevamente hasta muy entrada la noche.

Se sentía sola y en una casa en donde aún faltaban cosas. Mabel, una de sus tías, le propuso una tarde acudir al templo al que era habitué. Ella accedió con una media sonrisa. No le costaba nada darle un gusto a esa tía que siempre tenía una palabra de alegría, de esperanza y de consuelo.

Al ingresar al viejo teatro que era utilizado para las prácticas religiosas, Clide sintió que en su interior se removían sentimientos dormidos. En el salón central, dispersos, distintos grupos de fieles charlaban animosamente. Una mujer se acercó a ellas y las abrazó cariñosamente.

“Bienvenida, hermana”.

La mujer la miró a los ojos, con un brillo especial, ¡hacía tanto tiempo que nadie la abrazaba así! ¡Hacía tanto tiempo que no sentía ese calorcillo que le recordaba sus tardes de infancia, escuchando a su abuela hablando de Dios!

Ingresaron a la amplia sala en donde se predicaban los oficios, muy pronto el recinto se fue llenando, la música era alegre, vivaz, hacía sentir que el cielo estaba ahí cerca, que la paz era posible. De repente se sintió protegida, acariciada, cuidada, mimada por muchísimas personas que no le pedían nada a cambio. Personas que la recibían con una sonrisa, que no le hablaban de problemas, de dinero, de deudas. Gente que sonreía, que reía, que cantaba, que bailaba eufórica las alabanzas al Señor.

Desde ese día, Clide tuvo una sola necesidad: ir a ese templo en donde la trataban con cariño, en donde dejaba de ser “la señora de…” para volver a ser ella misma. Le daban la bienvenida con una sonrisa abierta, con un abrazo cálido, con una palabra venturosa.

Al contrario de su marido, que la hacía sentir que no servía para nada, allí le dijeron que tenía habilidades de liderazgo y podría ser la guía de algún grupo, siempre y cuando concluyera sus estudios secundarios.

En el templo se le abrieron oportunidades que Clide había creído perdidas. ¡Podría hacer algo por sí misma! Se sentía rejuvenecida, con ganas de hacer cosas, de volver a sentirse útil, hacer y lograr algo, de tener una meta!

Pero sus ganas chocaron con la negativa de Osvaldo a que ella hiciera algo fuera de su casa, de su mundo. La dureza de su marido la dejó atónita.

“¿Estudiar? ¿Para qué? Vos tenés tu propio negocio! ¿Ellos se piensan que hace falta estudiar para lograr algo? Son unos delincuentes, que viven de la plata de los demás, que se levanten a las cuatro de la mañana, como hago yo, todos los días, que se rompan la espalda de cargar y descargar cajones, que se ensucien con la tierra y se astillen las manos con la madera de los cajones! ¡¡Ja!! La señora ahora quiere ES-TU-DIAR. A la edad de ser abuela quiere estudiar! En vez de ir a perder el tiempo a ese tugurio, deberías ir al negocio a ayudarme, ya que te sobra tanto el tiempo!”

Clide quedó en silencio ante su marido. Ella había trabajado muy duro a su lado para que no tuviera que gastar en changarines. Muchas veces se había levantado con él de madrugada, lo había acompañado al mercado y lo había ayudado a cargar cajones a la camioneta para hacer más rápido. En pocas oportunidades había visto que las mujeres de otros verduleros hicieran lo mismo. Como mucho, ellas los acompañaban en las recorridas por los puestos, elegían alguna que otra mercadería, participaban de las decisiones de compras y luego se quedaban sentadas, esperando adentro del vehículo a que los chicos que iban hasta el estacionamiento del mercado a ofrecerse para ayudar a los compradores a cargar sus bultos en los vehículos, hicieran su trabajo.

Clide jamás había podido opinar sobre las compras, la calidad de la mercadería o algún aspecto del negocio. Cuando iba a reemplazarlo al negocio era porque debía realizar algún trámite y tampoco tenía injerencia sobre alguna compra o decisión. Sólo cuidar que el empleado cumpliera sus funciones, estar a cargo de la caja y, una vez que él regresaba, ayudarlo con las entregas a domicilio de algunos clientes especiales. Atender a sus hijas le llevaba mucho tiempo, llevarlas y traerlas a las distintas actividades que tenían, preparar las distintas comidas, arreglar la casa, eran todas tareas que para su marido no tenían valor.

Lo que en realidad le molestaba a Osvaldo era que Clide pudiera ser algo más que él, supiera más y lograra salir de ese círculo en el cuál él se sentía un dios, al que nadie podía contradecir. La inseguridad ante el despertar de Clide a una nueva vida, fue lo que lo hizo tambalear.

Clide se sentía dividida entre sus creencias y su marido, que de repente veía como un inconveniente que ella practicara la fe en la que había nacido. Por un lado, ella sentía la plenitud de creer en sí misma…por otro lado, veía que su matrimonio podía tambalear y no sabía qué hacer.

Eligió seguir su camino, sorteando todos los escollos que le pusieran por delante y tratando de sostener esa familia resquebrajada que aún no había llegado a su peor crisis. Iba a estudiar, a superarse, a hacer algo para su crecimiento personal. Quería ser un ejemplo para sus hijas, que estuvieran orgullosas de ella y no que la vieran como la sombra que hasta ahora había sido.

Capítulo 8

Fabio recibió una llamada en su teléfono. Una voz desconocida le advirtió que se dejara de joder, que iba a arrepentirse. Cortó, volvió a su sonrisa eterna, y olvidó el mensaje. Desde que colaboraba con el comedor que pertenecía a la congregación evangélica en la que profesaba, había recibido varios llamados de esos. No les daba importancia.

Eran los “dealers” que perdían clientes…porque él recuperaba a los chicos para la fe y principalmente para sí mismos. Le gustaba sentarse a charlar con esos pibes, capullos en formación, de eso que él tardó tanto en encontrar. Quería que pudieran hallar el camino antes, sin tantas piedras, sin tantos golpes. Si uno simplificaba la vida, la vida era simple con uno.

Acomodó unos cajones en su negocio. Atendió a sus clientes con la misma sonrisa abierta y con los chistes habituales. No pensaba en la paliza que le habían dado a su hijo un par de semanas antes, en un intento de robo. Dios tenía otros planes para él y no era que fuera un cobarde.

En la granja había un pibe. Uno en especial. Tenía la mirada dura, pero era tan chiquito! Le había llamado mucho la atención que se aproximaba al grupo en el campito, se quedaba escuchando y no hablaba. Hacía algún tiempo que no lo veía. Decían que se había mandado una macana y como ya tenía 16 años, lo habían derivado al Centro de Contención de Menores. Había sentido pena, y pensó en qué bueno hubiera sido si hubiese tenido más tiempo para acercarse a él y hablarle de Dios.

Capítulo 9

Kevin había recibido la llamada. Esa noche debería demostrar que merecía pertenecer a la banda. Era jugarse a cara o cruz. Debía hacerlo para que su padre, un hombre que no le había dado su apellido, sintiera orgullo de su hijo. Necesitaba que en algo lo reconociera, quería demostrarle que podía sentirse orgulloso de él, que había seguido sus pasos. Se miró al espejo. Debía permanecer escondido, “guardado” como se decía en la jerga, hasta que lo pasaran a buscar.

Esta vez no podía fallar. No podía darse el lujo de equivocarse. Ya había errado la vez anterior, y lo habían encontrado. Le tembló el pulso, y el tiro fue para otro lado. La policía lo detuvo y lo encerraron en ese lugar. Pero era fácil escaparse de ahí. Una noche se armó un motín y quemaron los colchones, rompieron ventanas, mientras llegaban los fiscales y jueces para intervenir, hicieron todos los destrozos posibles. La justicia era blanda con ellos, porque eran “nenes”. Podían hacer lo que quisieran. Se fugaron fácilmente.

Un bocinazo le avisó que había llegado la hora. Una moto de gran cilindrada lo estaba esperando afuera. El conductor le dio un revolver. Él se lo puso en la cintura, subió al vehículo y fueron a buscar a la víctima que le diera a Kevin su sitio dentro de la banda. Iba a ganarse el respeto de los otros y, principalmente, el reconocimiento de ese padre tan lejano y tan buscado.

El recorrido atravesando la ciudad se le hizo interminable. Estaba nervioso, tenso, con la cabeza ocupada en un solo pensamiento. No veía los otros vehículos, no razonaba en qué lugar estaba. Sólo sabía que su chofer ocasional lo llevaría a su destino.

Doblaron en una avenida. Fueron detrás de una camioneta, iban varios metros detrás para que los ocupantes no se percataran de que eran seguidos. La camioneta dobló en una calle más chica y quedó frente a un portón, en una casa de la esquina. Bajó un chico, de su misma edad, a abrir el garaje. La moto se detuvo justo detrás del coche. Kevin bajó. Sabía exactamente qué tenía que hacer.

Se dirigió hacia el vehículo, llevaba la mano baja, para que no vieran el arma. Se acercó a la ventanilla. Ante todo, Kevin tenía que matar a ese hombre, no podía volver a equivocarse.

“No te muevas.”

El chico de la camioneta corrió hacia el vehículo, se metió en el asiento del acompañante. Kevin disparó apenas el conductor hizo un movimiento con la mano. Dos tiros. Uno para el conductor, otro para el hijo. El chico se tiró en el hueco del panel, de modo que el disparo quedó incrustado en el asiento. El conductor de la moto le gritó. Se tenían que ir antes de que apareciera la policía. El trabajo ya estaba hecho.

Mientras Kevin subía a la moto, recordó el rostro del hombre que acababa de matar. Era uno de los hombres que colaboraban en la granja religiosa en donde había estado un tiempo. Era el que lo miraba siempre que hablaba del camino de la salvación.

Capítulo 10

Fabio había notado los cambios de Juliana. Le parecía raro que una criatura siempre sonriente y vivaz, de repente se volviera callada, se escondiera, que no quisiera jugar con sus primos. Un día de esos en que se juntaban todas las familias, mientras ayudaba a Clide en la cocina, le mencionó algo.

“Che, Clide, ¿no te parece que Juliana está algo huraña últimamente? Le veo rara, distante, no juega como antes con los primos, apenas saluda.

“Vos tenés hijos adolescentes, no? Es muy normal que los chicos en esta etapa tengan cambios de humor, las hormonas y todo eso les hace una revolución!! ¡¡Me extraña que vos me digas eso!!”.

La respuesta no lo convenció. Si, él tenía hijos adolescentes, Milagros la mayor; había pasado por la etapa de la explosión hormonal, pero eso no le había provocado un cambio tan radical de conducta. Quizás alguna respuesta fuera de lugar, tal vez algún capricho más difícil de cumplir, pero más tarde o más temprano comprendía y volvía a ser la hija cariñosa, alegre y sonriente de siempre. Tampoco Fernando, tras la separación de la madre, se había vuelto un chico triste o apagado. Y el término para describir a Juliana era que se había vuelto oscura, apagada.

Intentó hablar con Osvaldo sobre el tema, pero le salió con que eran “cosas de mujeres, que se ponen así cuando les llega el período”. Imposible tratar de razonar con dos ciegos que estaban más ocupados en sí mismos que en tratar de darse cuenta de que a una de sus hijas le estaba pasando algo.

La idea de que Juliana ocultaba algo le rondaba la cabeza y no se la podía sacar de encima por más que tratara de pensar en otra cosa. Quería demasiado a sus sobrinos como para dejar pasar algo así.

Juliana se escapaba cada vez que alguien se le acercaba. Miraba al tío Fabio con desconfianza, con la misma mirada que un cervatillo tendría lejos de su madre ante el sonido de una rama que se rompe bajo los pies de algún depredador. Notaba que se quedaba siempre a la vista de todos, que se sentaba a leer en alguna parte y que no participaba de casi ningún juego que implicara contacto con los otros.

Un mal presentimiento lo atormentó de repente. Había visto un par de casos así en la granja. Casos de chicas abusadas. Se prometió a sí mismo que iría hasta el final para sacarse todas las dudas y averiguar qué era lo que le sucedía a su sobrina.

Capítulo 11

Todos dormían y la casa estaba en silencio cuando los gritos de Juliana despertaron a toda la familia. Clide, Osvaldo y las hijas mayores fueron corriendo hasta el dormitorio. Ella se sacudía mientras pedía que ya no la toquen más, que no le gustaba, que tenía miedo, que por favor basta…

De repente abrió los ojos y al ver a su padre le gritó que se fuera, que no lo quería cerca, que lo odiaba. Se retorcía en su cama como si estuviera poseída por demonios. Osvaldo no se fue, lo que enfureció más a la chica.

Ante la pregunta de todos sobre qué le sucedía, ella solo respondió que nada, que odiaba a todo el mundo, que se sentía sucia, que era una porquería y que sólo quería morirse. De repente estalló en llanto, Clide fue la única que pudo abrazarla, intentando tranquilizarla, pero Juliana lloró hasta quedarse dormida nuevamente.

A la mañana siguiente, la chica despertó sin recordar nada de lo sucedido esa noche. Ni papá ni mamá intentaron preguntarle nada, por miedo a que se altere nuevamente. Sólo había sido una pesadilla.

Clide habló algo del tema con uno de sus guías en el templo. La recomendación que le dio fue que la niña tenía que ser preparada para su bautismo bajo el rito evangélico, ya que ninguna de las hijas de la pareja había sido iniciada para ninguna de las dos religiones, y el maligno podría aprovecharse de la falta de protección espiritual para poseerla y dominarla.

Clide no tuvo dudas. Lo que había visto era un intento de posesión y la única salvación para su hija era introducirla en la fe de una buena vez, por más que su marido se opusiese. Sería otra batalla más que los enfrentaría, pero el alma de Juliana estaba en juego.

Capítulo 12

Nadie debería saber lo que había ocurrido esa noche. Osvaldo había decretado que sólo se había tratado de una pesadilla, debido al exceso de novelas para adolescentes y películas de terror a las que su hija se había vuelto casi adicta. No se le podía dar trascendencia, cuando Juliana había despertado sin ningún recuerdo y trataba a todos en forma normal.

Sin embargo Clide decidió decirle a Fabio, que participaba en su mismo camino espiritual, y transmitirle la decisión de ingresarla a los grupos de jóvenes del templo, para que la preparasen para recibir el bautismo y pedirle que fuera su padrino. Su temor a una posesión era más fuerte que otra cosa y debía sentir que su hija estaba protegida.

Fabio accedió, intentando sondearla para saber exactamente qué había pasado. Y lo poco que supo, le confirmaba sus sospechas. Pero la madre no quiso escucharlo más allá de lo que ella creía que era el verdadero peligro y cerró toda posibilidad de responder a su cuñado cualquier cuestión que no fuera la espiritual.

Capítulo 13

Osvaldo pegó el grito en el cielo cuando su esposa le comunicó la decisión de llevar a su hija menor al templo y prepararla para el ritual del bautizo de su línea religiosa. La discusión duró varias horas y la tensión entre ellos se prolongó por muchos días. Directamente él no hablaba con ninguna de las mujeres de su familia y, para presionar a su mujer, decidió irse de su casa.

Ella jamás había trabajado fuera del hogar o de ayudarlo en el negocio que había logrado levantar. Le había proporcionado un vehículo para que se movilizase con las chicas y una separación haría tambalear su estilo de vida. Era él quien pagaba todo y con la amenaza de divorcio, Clide accedería a cualquier cosa que Osvaldo le pidiera.

No iba a ser la pesadilla de una de sus hijas quien le hiciera tambalear la estructura de poder que había armado en su casa. Ya bastante con tolerar que Clide terminase los estudios y soportar que fuera varias veces por semana al templo.

Lo que Osvaldo no tenía en cuenta eran las veces que él dejaba a su mujer y a sus hijas para irse de cacería con su tío Roberto. O cada vez que éste lo requería para que lo acompañase a la capital a cerrar algún negocio y él aceptaba sin decir ni una palabra, dejando sola a su familia durante tres o cuatro días. Clide sabía lo que era estar sola, si bien nunca había logrado ganar su propio dinero.

También sabía que, si actuaba de una forma sumisa, Osvaldo volvería callado la boca al hogar. La familia debía estar unida. Todos los felicitaban por lo bien que se llevaban, por lo perdurable de su pareja, por cuánto había progresado. Y Clide, si bien no tenía certeza exacta de qué se trataba, si sabía cuánto tenía que ver el tío Roberto en ese progreso.

Capítulo 14

La vida había sido buena para Roberto. Una vez llegada la madurez, había logrado lo que él quería, tener dinero y poder. Había sabido conectarse con quienes podían darle la oportunidad de mejorar y no la había desperdiciado. Para dejar de ser pobre no había que tener pruritos ni dejarse vencer por prejuicios y conceptos.

El primero de todos los secretos que aprendió fue a ser discreto, a no despilfarrar desde el principio. Aprendió de otros que ante los primeros flujos importantes de dinero, comenzaron a empavonarse y muy pronto cayeron ante la evidencia. No, él debía manejarse distinto.

Su origen italiano le daba una ventaja. Podía ir y venir de Europa sin que nadie lo cuestionase. Montó una discreta empresa, una procesadora de pescado, la mejor forma de disimular el otro negocio, el verdadero. Nadie iba a estar abriendo un contenedor con pescado congelado en bloques sin una orden judicial, y menos sin la certeza de que podrían encontrar algo, ya que el daño provocado económicamente si no hallaban nada, sería impredecible, sin hablar del desprestigio mediático.

El tío Roberto traficaba droga a Europa en buques portacontenedores. El escáner de la Aduana local no distinguía entre productos biológicos y minerales, de manera que nunca podrían saber que escondía cada bloque de pescado procesado. Poco a poco había logrado establecerse en una ciudad pequeña de Italia, en donde uno de sus hijos manejaba el resto del negocio. Poseía varias camionetas, había adquirido propiedades, todo en forma muy discreta, para que ninguno de sus parientes sospechase de él, o le pidiese algo que no estaba dispuesto a dar.

Sin embargo tenía que mantener alejados a sus otros hijos del negocio. Eran chicos y podían traerle problemas. Primero tenía que formarlos, hacerlos fuertes, tener la cabeza lo suficientemente fría para no consumir eso que vendía. Su idea no era que ellos probaran de aquello que les daba el nivel de vida que llevaban.

Tenía que preparar a alguno de sus sobrinos para ser su hombre de confianza en caso de que él tuviera algún problema de salud o legal. Y Osvaldo era el adecuado. Servil, con hambre de poder, insaciable de soberbia y altanero, pero a la vez tenía la inteligencia de no mostrar demasiado. Sí, Osvaldo le había pedido varios favores que él había podido cumplir, y se daba cuenta hasta donde podría llegar. Tenía un gran ascendente sobre su sobrino y nada le impediría adiestrarlo. El único obstáculo era la posibilidad de que los prejuicios se antepusieran al hambre de poder.

Pero Osvaldo era dócil con él. Roberto sabía que tras el malhumor, su carácter agrio se escondía un enorme complejo de inferioridad. Conocía la gran admiración que su sobrino sentía por él y su progreso y sabía cómo manipularlo para que hiciera exactamente lo que quisiera.

En cierta oportunidad lo llevó todo un fin de semana al campo de un amigo que tenía un coto de caza. Compartieron bastante tiempo como para charlar sobre los proyectos que Osvaldo tenía para su vida y la de sus hijas. Fue allí, lejos de la influencia de su mujer, en la que Roberto comenzó a hablar de posibilidades, de números, de ascenso social, de poder. No tenía mucho más que decir para convencerlo de que colaborase en lo que fuera. Osvaldo acataría cada uno de los pedidos de Roberto y también sería una buena oportunidad para ampliar el negocio.

La droga que venía del norte, escondida en los camiones que transportaban verduras, tendrían quién las recibiera en la ciudad. El pequeño negocio de Osvaldo sería un buen y discreto lugar para trasladar el producto y llevarlo hasta la planta procesadora, en donde sería mezclada con el pescado.

Capítulo 15

Con la excusa de necesitar una charla tío/sobrina, Fabio fue a hablar con Juliana. Ella estaba sentada en el parque, con uno de sus libros. Al ver a su tío intentó irse, pero él la tranquilizó.

“No voy a hacerte nada, no voy a tocarte, sólo quiero que sepas que te tengo un afecto sincero y que podés confiar en mí. Tu mamá me pidió que sea tu padrino de bautismo, y eso es una gran responsabilidad. Me hace guardián de tu alma, protector de tu ser. Necesito que sepas que estoy para lo que necesites, que podés contarme lo que sea que te pase, que voy a creer en vos”.

Por un instante se miraron fijamente. Juliana estaba helada, sin saber qué hacer. Quería largarse a llorar desesperada, y tenía miedo de contar qué era lo que le estaba pasando. Tenía miedo de que Fabio no le creyera y se burlara de ella, que la tratara de “putita” como le había dicho el tío Roberto. Tenía miedo de que todos los que ella quería, dejaran de quererla, de que la trataran como la basura que se sentía desde hacía mucho tiempo.

Ante el silencio de Juliana, Fabián se levantó y comenzó a caminar hacia la casa de su hermano. Osvaldo y Clide estaban adentro, cada uno en su mundo. Ella atinó a decir “tío”. No hizo falta otra palabra para que Fabián volviera a su lado para ser el receptor de una historia de horror que le erizó la piel. Esa niña se había guardado tanta vergüenza durante muchísimo tiempo y no paraba de vomitar esa verdad que tanto miedo le daba.

Capítulo 16

Roberto no iba a permitir que nadie se le interpusiese en su camino. Menos un sobrino santurrón defendiendo a una putita que se había dejado hacer lo que él había querido. Si no le gustase a esa zorrita, hubiera gritado desde el primer día, se hubiera levantado, pero ella se quedó ahí, quieta, se dejó hacer. Si bien se le escabullía, era para calentarle más la sangre, para hacerse desear, porque era una putita y como tal, no iba a irle con bobadas a nadie.

Y menos se iba a dejar amenazar por un tipo que se la pasaba pagando culpas de vaya saber quién, convenciendo a los pibes de los barrios para que dejasen el mal camino y que le compraban la porquería que le sobraba de lo que él mandaba a Europa y que eran capaces de matar a su madre con tal de conseguir los cinco pesos que le faltaban para comprar la dosis de vidrio molido, aspirinas y un poco de paco.

Tomó su teléfono y buscó un nombre entre los contactos. Había un pibe escondido, que se había fugado de un centro oficial, en donde había ido a parar por intentar matar a alguien en un asalto, que quería demostrar que podía formar parte de una banda, principalmente porque su padre también era un delincuente y, con tal de lograr que le prestara atención, sería capaz de todo. Y Roberto sabía qué hilos tocar para que las cosas se hicieran a su manera.

“Te va a llamar mi sobrino, desde un número que no es su teléfono. Te va a dar un nombre. Mandalo al pibe ese, el que está guardado, esperando dar la prueba, para que cumpla la orden. Y no se te ocurra cuestionar la palabra de mi sobrino. Porque esa orden la voy a estar dando yo”.

Fabio lo había confrontado. Se había atrevido a decirle que era una basura, un hijo de puta, la peor mierda que había conocido. Había escuchado a Juliana, que se había animado a contarle qué le hacía Roberto desde hacía un largo tiempo. Esa basurita también lo iba a escuchar. Pero primero tenía que ocuparse de Fabio, antes de que le estropeara la relación con Oscar.

Osvaldo ya sabía demasiado y era riesgoso que se diera vuelta. Tenía demasiada información para dejarlo librado a la posibilidad de que un odio inmenso le ganara de mano y arruinara su imperio. Tenía que pensar rápido antes de que todo se fuera de control. Tenía que encontrar la forma de que todo eso se volviese a su favor y domesticar a la fiera antes de que cualquier sentimiento o enojo lo perjudicara de una manera definitiva.

Luego de esa llamada, se comunicó con Osvaldo.

“Tengo ganas de ir a practicar un poco tiro al blanco y no hay nadie como vos para que me acompañe, ¿te organizás este fin de semana? “.

A Osvaldo le encantaba que Roberto le propusiera ir de cacería. Saciaba su inmensa necesidad de poder, de ver morir a su presa de una manera indecible.

“Por supuesto, tío, vos sabés que la escopeta está siempre preparada para acompañarte a donde digas”.

Capítulo 17

Después del asesinato de Fabio, hubo un tiempo de reposo relativo, si bien la vida no había sido fácil. El dolor de perder a la persona en la que había confiado la había hecho trastabillar, sin embargo el tío Roberto se había mantenido a distancia, ya que había viajado a Italia y al regresar sus negocios lo mantenían ocupado y alejado de la familia.

Sin embargo, un mediodía, sus padres la enviaron a la empresa de Roberto a buscar un paquete. Ella no quería ir, pero el hecho de poder manejar la camioneta de su madre la entusiasmó. Hacía poco tiempo que le habían dado el permiso de conducir y no abundaban las oportunidades en que le dejaran uno de los vehículos de la familia para ella sola. Además, era ir a la empresa, buscar el paquete e irse ¿qué podía ocurrir de malo?

Era verano y ella manejó con la ventanilla baja, disfrutando del viento en la cara. Llegó a la oficina y el encargado de seguridad de la puerta de entrada la dejó pasar al reconocerla y no le avisó a su jefe de la llegada de la joven. Subió las escaleras sigilosamente y se acercó a la puerta del escritorio. Escuchó la voz de Roberto, que hablaba por teléfono. Se quedó por precaución detrás de una pared, no quería molestar o interrumpir algo importante. La parte de la conversación que pudo oír la dejó con la sangre helada.

“Si, gracias a dios pude deshacerme de ese idiota santurrón, al que la putita le contó todo…si, si, esa mugrienta se pensó que podía hacerme algo…pero si cree que a mí me pueden tocar, que se olvide…Fabián está mirando crecer el pasto desde las raíces por bocón, por enfrentarme, por creer que podía hacerme algo…están todos muy equivocados, yo soy el dueño de sus vidas.”

Quiso irse, se tropezó con algo, un ruido advirtió a Roberto sobre su presencia. Salió de la oficina y corrió detrás de ella. La tomó por un brazo. Juliana atino a murmurar “Fabio”…Roberto le sonrió de forma diabólica.

“No te das una idea de cómo me deshice de Fabio, pendeja”

Ella forcejeo, pero Roberto la sostenía fuertemente.

“Si abrís la boca, tus viejos y tus hermanas van a terminar igual… ¿y sabés quien es tu tutor legal? ¡Soy yo! Tu papá me firmó todos los papeles hace un tiempo…y si a ellos les pasa algo…como un accidente repentino, vos vas a tener que vivir conmigo…y yo soy un tío muy bueno y voy a estar muy feliz de recibirte en mi casa”.

Intentó acercar su rostro al de ella para darle un beso, pero ella logró soltarse e irse corriendo.

“Putita, no te vas a escapar de mí”, le gritó Roberto entre carcajadas.

Salió del edificio espantada. En su cabeza mil cosas se arremolinaban en forma confusa. Veía a Roberto entrando en su habitación cuando era más pequeña, sus manos recorriendo su cuerpo, el asco que sentía, la voz tranquilizadora de Fabio aquella tarde en el patio de la casa, hablando mucho, su confesión, la mirada de Fabio que buscaba hacerla sentir segura, comprendida…y nuevamente el asco, su tío Roberto riéndose a carcajadas, sus palabras confesando que él lo había matado.

Subió a la camioneta, Quería llamar a sus padres, contarles todo, pero recordó las palabras amenazantes de Roberto. No sabía qué hacer. Arrancó y se dirigió a ninguna parte. No quería volver al negocio familiar, tampoco quería volver a su casa. Vio en el piso del asiento del acompañante un paquete de bebidas alcohólicas que su padre había comprado para llevar a la casa.

Se detuvo en una esquina, destapó una botella y la tomó. Bebió todo el contenido. Abrió la otra botella. De repente sentía una sed terrible, una necesidad inmensa de beber y apagar un fuego tremendo que le recorría todo el cuerpo. El alcohol la llenó de una sensación extraña, loca. Tomó el volante y pisó el acelerador. Quería ser como los protagonistas de esas películas que miraba, en donde conducían a altas velocidades y nadie se les interponía, en donde los buenos les ganaban a los malos y se vengaban del daño que les habían hecho.

Condujo muchas cuadras sin saber hacia dónde iba. De repente un taxi se le cruzó. Intentó esquivarlo y el estruendo del ruido de vidrios y metales rotos la sacudió de su ensueño. Un paredón había detenido su marcha. Afortunadamente ella llevaba puesto el cinturón de seguridad.

Capítulo 18

La camioneta de mamá había quedado destruida. El fuerte impacto contra el paredón destruyó totalmente la parte de adelante, rompiendo el motor. No eran solo las chapas externas las que habían sufrido el impacto.

Juliana no sabía cómo iba a explicarles a sus padres la tremenda irresponsabilidad que había cometido. Sabía que no debía conducir en estado de ebriedad, pero la situación vivida con Roberto le hizo perder el control. Debería atenerse a la reacción de su padre, a quien seguramente no le haría ninguna gracia saber que su hija había tenido un choque y, mucho menos, borracha.

Afortunadamente mamá estaba usando el otro vehículo en una entrega domiciliaria cuando recibió el llamado de su hija.

“Por favor, no le digas nada a papá, todavía. Te lo suplico! Vení urgente, necesito que me ayudes!”

“¿Qué te pasó? No me pongas más nerviosa, por favor!”

Tras un suspiro, Juliana dijo una sola palabra.

“Choqué”,

Minutos más tarde, Clide se horrorizaba al ver cómo había quedado su vehículo. Sólo le agradecía a Dios que su hija estaba con vida y sin un solo rasguño. Al acercarse a abrazarla, notó el olor de alcohol en su aliento.

“¿Estuviste tomando?”

Juliana la miró con culpa.

“¿Cómo es que tomaste, estás loca? ¿De dónde sacaste la bebida?”

“Papá compró en el mayorista, estaba en el piso. Me tenté.”

“¿Sabés la reacción que va a tener tu padre, no? Tu comportamiento es indefendible!”

“Lo sé, má. Sólo te pido perdón.”

“Yo agradezco a Dios que estas viva y sana, pero pedir perdón por lo que hiciste no te va a ayudar mucho cuando tu padre vea cómo dejaste la camioneta!”.

Tomó su teléfono y llamó a su marido. Pensaba en todas las formas posibles de contarle lo ocurrido. Sabía que la reacción de Osvaldo iba a ser terrible.

“Pedile al novio de Beatriz que te traiga en el auto, ni Juliana ni yo podemos ir. Cerrá el negocio y vení urgente”

“¿Qué pasó?”

Por primera vez en su vida le contestó en la misma forma en que hablaba su marido:

“No hagas tantas preguntas y vení. Es urgente.”

Capítulo 19

Clide se ponía mal cuando él se iba a cazar con Roberto, ya que siempre le reprochaba que ella dejara a su familia para ir a las reuniones del templo y eso traía varias peleas como consecuencia. Él contestaba que era quien trabajaba todo el día como un burro para mantenerlas, que era el único que aportaba en la casa, que ellas sin él no podrían comprar ni siquiera un poco de pan y que muy probablemente habrían perdido todo lo que él había logrado si él no estuviera. Que en definitiva él podía hacer lo que quería y ella, su mujer, debía aceptar calladamente sus decisiones.

Salieron ese jueves por la noche. Charlaron por el camino de cosas intrascendentes. Al llegar, un casero los recibió. En la casa, los esperaba una comida ligera y una chimenea encendida, ya que, si bien era principio de verano, por las noches hacía muchísimo frío. Tomaron algo de vino, comieron queso y algunos embutidos y se fueron a dormir. La cita con las escopetas y las liebres sería al amanecer.

Se levantaron unas horas después. Salieron al campo y cazaron algunos ejemplares. Osvaldo, cada vez que conseguía una presa, se sentía dueño del mundo. Matar le daba el poder sobre el otro. Luego, esos animales, serían transformados en escabeches que degustaría en alguna cena con sus amigos.

Al llegar la tarde volvieron al caserón. Se dieron una ducha, comieron carne asada que les preparó el hombre que cuidaba la propiedad, y se fueron a los sillones que estaban frente a la chimenea a tomar algo de licor y fumar unos habanos que Roberto había traído de un viaje a Cuba.

De repente Roberto se puso muy serio.

“Tengo que contarte algo muy grave y no sé cómo hacerlo”.

“Dale, contestó Osvaldo, “sabés que yo no tengo problemas”.

Roberto lo miró fijamente.

“Se trata de algo muy feo, no sé cómo vas a reaccionar”.

Osvaldo lo miró intrigado. Roberto sabía muy bien cómo generar interés en su sobrino.

“Largá de una vez, no me des vueltas”.

“Tu hija menor hace un tiempo está muy rara, cambiada”.

“Si, cosas de mujeres cuando les viene el período”, respondió Osvaldo en tono de sabelotodo.

Roberto disfrutó de la ignorancia y de la soberbia de su sobrino, ¡era tan fácil manejarlo!

“No, es algo mucho más grave que supe hace un tiempo”.

Osvaldo se inclinó hacia adelante en su sillón para escucharlo mejor.

“Contame ya”.

“Fabio, supe que Juliana tuvo un problema con él hace un tiempo. Los escuché un día en la casa de la sierra, que medio discutían, ella quería zafarse de él, y tu hermano le decía que ella no se le iba a escapar”.

Los ojos de Osvaldo se abrieron ante esas palabras. Se levantó lleno de ira y comenzó a resoplar por la nariz. Roberto siguió.

“Me quedé un rato escondido detrás de una pared y vi que él la manoseaba, ella, pobrecita, intentaba resistirse, pero Fabio le decía que si gritaba iba a pasar algo muy feo, que no le convenía hablar. Vi cuando la apretó contra la pared, intentó bajarle el short que llevaba puesto y él tenía el miembro afuera. Le había puesto la mano en la boca para que ella no grite y ahí aparecí. Fue una situación muy fea”

Osvaldo no podía creer lo que le estaba contando. Su hermano, su amigo, su cómplice en tantas travesuras, abusando de su hija. Era inconcebible, pero el cambio del comportamiento de su hija podría explicarse con ese suceso y debía hacer algo pronto para cobrarse ese dolor.

“Lo voy a matar, esto no va a quedar así”, gritó furioso.

Intentó salir y Roberto lo detuvo.

“¿A dónde vas?”.

“A matar a Fabio”.

“Pará, a esta hora? De noche? Si vos no tenés vehículo y no conocés el camino para llegar a la ruta!”.

Osvaldo se sintió impotente. Hacía mucho tiempo que no tenía esa sensación. Desde que estuvo a punto de perder su casa por una deuda que no era suya.

“Vení, tranquilízate”.

“Pero quiero matarlo, tío, quiso abusar de mi hija”.

“¿Y qué vas a hacer? ¿Ensuciarte vos las manos con esa basura? Vas y lo matás… ¿y qué ganás? ¿Ir preso y comerte el resto de tu vida en la cárcel por homicidio?”.

Osvaldo lo miró confundido. Sabía que Roberto tenía razón, pero no podía dejar que esa afrenta de honor quedara así.

“Tío, mi hija…”.

” Tu hija lo va a olvidar, quédate tranquilo, pero vos no podés ensuciarte las manos e ir preso por culpa de esa basura”.

Roberto volvió al sillón, tomo el copón con licor que estaba en la mesilla y fumó el puro. Osvaldo lo miraba incrédulo, la tranquilidad de su tío lo enfurecía.

“Cómo se nota que no tenés hijas mujeres”…le espetó.

“No, pero entiendo lo que sentís. Yo adoro a tus hijas y te aseguro que me da la misma rabia que a vos, pero no puedo dejar que las emociones y los sentimientos me ganen de mano y tirar por la borda todo lo que logré”.

Osvaldo se sentó a su vez en el silloncito y lo miraba desesperado.

. “¿Te pensás que no me dieron ganas de matarlo cuando vi esa escena? ¿Qué no me hubiera encantando romperle la cara en ese momento? Pero iba a quedar expuesta la chiquita ante todos, la situación iba a generar una ruptura familiar, vos ibas a pedir que tus viejos se pongan de parte de uno de los dos. Y si ellos elegían a Fabio? No, mejor es evitar enfrentamientos y que las cosas se solucionen de otro modo”.

“¿Cuál?”.

“¿Vos qué querés hacer?”.

“Quiero que Fabio se muera.”

Roberto lo miró. Buscó su cartera y le dio un papel con un teléfono.

“Comprate un chip en cualquier kiosco y poneselo a algún teléfono viejo que tengas y ya no uses. Llamá a este número y deciles qué querés. Deciles que llamás de mi parte.”

“¿Eso es todo?”, preguntó Osvaldo intrigado y confuso.

“Querido sobrino, ¿para qué ensuciarte las manos vos si hay gente que ya está hundida en el barro y hundirse un poco más no le cambia la situación?”

Osvaldo miró el papel. Le quemaba en las manos, pero a su vez tenía un poder hipnótico. Tuvo el instinto de tirarlo al fuego, pero una fuerza superior le impidió hacerlo. Tenía la imagen de su hija siendo forzada por Fabio en la mente, le daba rabia que uno de los suyos hubiera hecho tan solo el intento de abusarla y más rabia le causaba no poder matarlo con sus propias manos.

Pero el tío le brindaba una opción. Una salida segura y limpia. Algo que no afectaría a la familia.

“Matan a tantos por dos pesos o unas zapatillas mugrientas hoy en día…que maten a un tipo que tiene un negocio, que factura plata en contante y sonante, que puede ser asaltado porque sospechan que traslada mucho dinero… no sería nada raro”, le dijo mientras sorbía un poco del coñac.

“¡Pero yo no tengo tanta plata como para pagarle a un asesino!”

“Vos no te preocupes, ¿no te ayudé otras veces? Cuando pudiste me devolviste el dinero…y si no podías, a mí no me afectaba, no lo necesito”.

“Pero estamos hablando de una cifra que desconozco!”.

“Vos llamá y sólo decí el nombre de quien tienen que limpiar. Después tirá ese chip, rompé el aparato desde donde hagas la llamada y tené la precaución de tirarlos por distintos lugares.”

Osvaldo aún no estaba convencido. Roberto dio la estocada final.

“Sobrino, tu hija fue ultrajada, y vos sabés que en estos casos a las chicas nadie les cree, menos cuando Fabio tiene fama de santurrón, con toda esa perorata del templo, que se la pasa hablando de Dios, del bien…y esos son los peores. ¿Qué querés, tenerlo en tu casa y que se te burle? ¿Qué toda la familia diga que Julieta es una mentirosa, que está loca? El cambio del carácter puede dar lugar a que digan que toma o consume algo, que miente porque necesita ser el centro de atención, que busca dividir a la familia, que está enferma… ¿para qué exponer a la pobre criatura? ¿Lo vas a denunciar? ¿Y vas a exponer a tu hija a exámenes, visitas con psicólogos, psiquiatras, revivir todo esos momentos horribles? No, es mejor que esto quede ahí y que ella olvide todo.”

Los argumentos de Roberto eran absolutamente válidos. Si saltaba este asunto en la familia, tenía que matar él a Fabio e ir a la cárcel y no había trabajado toda su vida para perder lo que había logrado. Tampoco podía hacer la denuncia, ya que el único testigo era Roberto, y por los favores que le había hecho no podía exponerlo a esa situación.

Tampoco creía conveniente para su hija todo el manoseo en tribunales, declaraciones y revisaciones que la traumarían aún más. No, Roberto tenía razón, mejor que ella olvidara todo eso y comenzara de nuevo.

Capítulo 20

Tras el homicidio, Kevin sintió que era capaz de todo. Imaginaba a su padre, recibiendo la noticia en su celda, orgulloso de que su hijo había seguido su camino. Se miraba en un espejo, posando con el arma, fingiendo que disparaba a esa imagen que se reflejaba de sí mismo.

Le habían dicho que se quedara escondido. Que descartara el arma. Que desapareciera hasta que los medios dejaran de hablar de Fabio y otro muerto ocupara el espacio en radios, televisión y diarios. Pero no podía tirar esa pistola que le había traído tanta suerte. Había decidido que esa sería su pistola, su compañera de aventuras, como tenían tantos villanos de las películas que había visto, buscando en cada uno de ellos una figura que le hiciera pensar que se trataba de su padre.

Había pasado una semana del crimen y ya estaba aburrido en ese cuarto. Alguien le acercaba algo de comida, una muda de ropa para cambiarse, jabón y alguna que otra cosa. Estaba harto de ver la televisión, en cada canal de noticias aparecía el hermano del hombre al que había matado, exigiendo que buscaran al asesino, que lo encontraran a él. Reía a carcajadas cada vez que escuchaba eso, también cuando los jefes de la policía o los fiscales hablaban de los avances en la investigación. Si supieran que muchos de ellos eran socios en los delitos, que cobraban un porcentaje de los robos que cometían, que todo estaba tan podrido que si él hubiese salido a la calle a gritar a todos que había sido el asesino, nadie le habría prestado atención.

Por primera vez en su vida se sentía fuerte y poderoso. Siempre había tenido que defenderse de otros chicos más agresivos. Su padre se había ido cuando su mamá estaba embarazada y aparecía cada tanto, venía unos días, en los que Kevin y sus hermanos se sentían felices y al poco tiempo desaparecía, dejando un nuevo hermano en camino y la incertidumbre de qué comerían al día siguiente.

A medida que fue creciendo, supo a qué se dedicaba papá. Robos, asaltos, saqueos, las pocas veces que regresaba a su hogar, era porque había logrado un botín lo suficientemente grande como para comprar a los oficiales que olvidaban la búsqueda por algunos días y, cuando se acababa el dinero, debía irse para no ser atrapado. En uno de esos robos encontró a un grupo de policías que no se conformaban con nada. Todo lo que les ofrecía erainsuficiente. En realidad, lo que Antonio no entendía, era que ese grupo de agentes era incorruptible. Que se habían prometido a sí mismos cumplir con su deber, más allá de las tentaciones.

Ahora era Kevin quien lideraría la banda. Tenía un muerto en su haber, al fin, y deberían respetarlo por ello. ¿Por qué debía quedarse encerrado, solo, habiendo tanto por hacer en las calles? ¿De qué le servía haber llevado a cabo su tarea sin problemas si igualmente estaba encerrado, preso en ese cuarto? ¿Qué diferencia había entre esa habitación y una celda en cualquier cárcel?

Tomó el arma que había dejado sobre la mesa de luz, la guardó enganchada en su cinturón, se acomodó la remera, se puso un abrigo y abrió por primera vez la puerta que conducía a la libertad.

Capítulo 21

Clide estaba dividida entre su fe y su marido. Tenía una férrea creencia en que su dios la protegía de todo mal y amaba a su esposo, quizás más por la costumbre que por verdadero afecto. Hacía más de veinte años que estaban casados, más los años de novios. Había sido el único hombre en su vida, siempre había dependido de él, aunque había trabajado a la par suya en todo lo que había podido. No había escatimado esfuerzos. Pero era su obligación de esposa y de madre entregarse y dar lo mejor de sí, por más que nadie lo reconociera.

Para Osvaldo el único que trabajaba era él. Nadie se esforzaba, nadie servía. El único que se sacrificaba, que hacía todo bien, que era útil, era él. Su frase favorita era “estoy rodeado de inútiles e inservibles”, ya sea para hablar de su familia o de sus empleados. Le molestaba profundamente que su esposa asistiese al templo, más que la impulsaban a terminar sus estudios, a superarse. Y él se sentía en desventaja, ya que desde pequeño tuvo que trabajar y la oportunidad de prepararse la dejó pasar de largo. Le gustaba el dinero. Eligió obtener poder y estabilidad económica.

Tras una crisis matrimonial y para apaciguar un poco el ánimo de su marido, Clide redujo sus visitas a la iglesia a la que asistía. Seguía leyendo, buscando horarios para ir a cursos, conversaba con otras creyentes, a veces iba a alguna reunión de mujeres, siempre tratando de que su marido no se enterase o minimizando el tiempo y la importancia que le daba.

Una tarde Osvaldo le propuso viajar juntos. El tío Roberto le había comentado de un campo para cazar y a él le había encantado la idea de ir. Podría ir con Clide, ya que siempre se quejaba de que no iban juntos a ningún lugar. Era una casa antigua grande, con poco personal, y el amigo de Roberto les dejaba la llave para que se manejasen como mejor les pareciera. A ella no le gustaba ni un poco que su marido fuera a matar animales inútilmente.

Aceptó, pensando en que esos días podrían afianzar su matrimonio. Armó su equipaje, dejó algunas cosas preparadas y se aprestó a disfrutar de una casa de campo con su esposo. Juliana estaba algo más calmada, tenía su medicación y Osvaldo insistía en que no había que ahogarla y tenían que dejarla que sintiera que le tenían confianza.

Al llegar, se encontraron con una enorme construcción, antigua, pero acogedora. Las habitaciones tenían grandes ventanales por donde ingresaba la luz del sol en todo momento. Iban a ser unos hermosos días de paz y amor…

Osvaldo se iba apenas amanecía y volvía casi entrada la noche. Se daba una ducha, comían juntos y se acostaba, muerto de cansancio por las largas caminatas que hacía para atrapar sus presas. Conejos, liebres, armadillos, se acumulaban en la cocina para que la mujer del casero las preparase en escabeche y ellos se las pudiesen llevar a su casa. La “luna de miel” no era como Clide se la había imaginado. Se pasaba el día sola, sin nada para hacer. Afortunadamente se había llevado una biblia escondida entre sus ropas, y reflexionaba sobre los distintos versículos.

La tarde del anteúltimo día, Osvaldo llegó más temprano. Los caseros se habían ido a un pueblo cercano a visitar a unos familiares, por lo que no volverían hasta el domingo por la noche. Clide escuchó la voz de su marido hablando por el teléfono fijo. La conversación la dejó helada. Osvaldo había dado la orden de matar a Fabio. No podía comprender el por qué. Osvaldo de repente hablaba entre dientes y apenas se le entendía. Pero si una cosa había quedado bien clara, el responsable de la muerte de su cuñado era su marido.

Horrorizada, intentó volver al cuarto. Se atropelló algo y cayó un objeto de una mesita. Osvaldo advirtió el ruido. Cortó la comunicación y fue hasta donde estaba ella. Clide corría hacia el dormitorio, lloraba incrédula, nerviosa, azorada, impotente. En la puerta de la habitación, Osvaldo la alcanzó y la tomó de los brazos.

“¿Qué escuchaste?”

Ella lo miró espantada.

“Vos…vos mandaste matar a Fabio!”.

“Si, pero fue por una razón”.

“¿Qué razón podías tener para asesinar a tu propio hermano?”.

Osvaldo la miró enfurecido.

“Vos lo querías mucho, pero parece que nunca te diste cuenta de que era un hijo de puta!”.

“¿Qué? Fabio era un buen hombre, trabajador, buen padre”…

”Fabio era un hijo de puta, le rugió, ¿o acaso te acostabas con él para defenderlo tanto?”

“Sos un asesino, le gritó ella, sos un animal, no tenés alma ni corazón, ¿cómo es que pudiste matar a tu propio hermano?”

Osvaldo levantó la mano y le dio un cachetazo a Clide. Ella cayó tras el golpe, su cabeza dio contra el borde de un mueble.

“Tu querido cuñado abusaba de tu hija y vos con la estupidez del templo ni te dabas cuenta, imbécil”.

Clide permanecía inmóvil.

“En lugar de cuidar a tus hijas, vos te ibas a hacer no sé qué, a perder el tiempo, mientras yo tenía que trabajar como un burro, para levantar una casa, mantener una familia, vos te rascabas, te ibas a ver al pastor, de reunión en reunión, paveando y hablando estupideces”.

Clide seguía inmóvil. Los ojos abiertos y fijos en un punto lejano. Osvaldo se acercó al lugar en donde ella había caído y la movió con un pie.

“Clide”.

Ella no respondió. Se inclinó sobre el cuerpo de su esposa. No respiraba.

Capítulo 22

Ese domingo por la mañana Osvaldo se levantó más tarde de lo acostumbrado y encendió un televisor viejo. Habían encontrado el cuerpo de una mujer calcinada dentro de una valija al borde de la ruta. Estaba irreconocible.

No podían identificar ningún vehículo, ya que en el sector no había cámaras de seguridad y por la zona había varios ingresos que daban conexión a otras rutas, para acceder a varias ciudades y pueblos.

Iban a revisar las denuncias por desapariciones que se habían realizado en las últimas horas, para tratar de identificar el cuerpo hallado, pero sería un milagro descubrir quién era. Deberían realizar exámenes de ADN a los familiares de los denunciantes y cabía la posibilidad de que nunca descubrieran de quién se trataba.

Osvaldo se preparó un café, untó mermelada en una rodaja de pan, apagó el televisor y se fue al saloncito a terminar de desayunar. Debía partir antes de que llegaran los caseros y dejar todo ordenado. Tenía que planear muy bien qué le diría a sus hijas. Clide nunca más volvería a su casa. Se había ido para siempre.

Capítulo 23

El matrimonio de caseros encontró la casa vacía. No había rastros de la camioneta de los huéspedes que se habían alojado allí durante esos días. En el lugar reinaba la oscuridad. Al encender la luz del comedor, encontraron una nota sobre la mesa del comedor. Estaba firmada por Clide.

“Disculpen por no haberlos podido esperar, pero nos llamaron de Mar del Plata porque mi madre sufrió un infarto y está internada. Nos fuimos temprano. Les dejamos las llaves debajo del tanque de gas, escondidas entre unas botellas. Aquí está el pago por los servicios que nos prestaron, lo demás es en agradecimiento por la excelente atención que nos brindaron. ¡¡Volveremos muy pronto!! Clide y Osvaldo”.

Debajo había un fajo de dinero con bastante más cantidad que la acordada por el pago del alojamiento. Sabían por otras cabañas que algunos pasajeros que se iban en forma intempestiva, solían robarse algún objeto de las mismas como “recuerdo”. Revisaron la cabaña y no descubrieron ningún faltante. Todo estaba acomodado y limpio.

Capítulo 24

Osvaldo condujo un largo trayecto por la ruta buscando un sector en donde no hubiera cámaras que registrasen su paso. El camino por el que salía se encontraba alejado de los aparatos que registraban la velocidad y las de video vigilancia se encontraban a más de cien kilómetros de distancia. Sin embargo, quería asegurarse de tener la coartada perfecta y que nadie sospechase de él. No podía dejar el cuerpo de su esposa cerca de donde ellos se estaban hospedando.

Al ser día de semana, la ruta a esa hora estaba vacía. A la vera de la ruta había un árbol y un auto abandonado. Se detuvo sobre el asfalto, para que no quedasen huellas de las ruedas de su vehículo marcadas en la tierra de la banquina. Se había quitado los zapatos y se había colocado bolsas de residuos en los pies, para no dejar marcas que pudieran incriminarlo.

Retiró el cuerpo de su esposa de la camioneta y lo dejó al pie de un árbol, roció con combustible al auto abandonado y al cuerpo de Clide y los encendió con un fósforo, con el mismo que había encendido su cigarrillo. Se quedó mirando un rato, vigilando que no pasara ningún otro vehículo. Cuando el cuerpo de su mujer hubo quedado reducido e irreconocible, subió a su camioneta y se fue.

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