Preguntar, por sí mismo, no debería considerarse inapropiado. Preguntar es una forma de conocer, de dialogar, incluso de provocar. Lo que escandaliza a la sociedad no es la curiosidad que despierta la pregunta, sino la verdad que algunas respuestas pueden revelar. Porque, como dice Lord Darlington en El abanico de Lady Windermere de Oscar Wilde: “Las preguntas nunca son indiscretas, las respuestas sí».
Desde la antigüedad, la pregunta ha estado en el corazón del pensamiento filosófico. Sócrates, cuya figura constituye el inicio mismo de la filosofía occidental, fundó su método —la mayéutica— sobre el arte de preguntar. No enseñaba, sino que interrogaba. No buscaba imponer ideas, sino ayudar a que nacieran. La pregunta, en él, no era un instrumento para acumular información, sino para desmontar falsas seguridades, para desnudar la ignorancia que se oculta tras la apariencia del saber. Preguntar, para Sócrates, era desnudar el alma.
Por eso lo condenaron. Porque quien pregunta demasiado no solo piensa: hace pensar. Y quien hace pensar amenaza el orden. En las democracias débiles, en los regímenes autoritarios, y también en ciertos círculos religiosos o académicos cerrados, el gesto de preguntar se vuelve incómodo. Preguntar “lo que no se debe” puede ser un acto subversivo. Preguntar por los desaparecidos, por el poder, por el dogma, por el cuerpo, por el sexo o el placer, por el privilegio: todo eso perturba.
Foucault analizó cómo el saber no es neutro, sino que está íntimamente ligado al poder. En Vigilar y castigar y en La arqueología del saber, muestra cómo las instituciones —la escuela, la prisión, el hospital, la Iglesia— controlan lo que puede ser dicho, pensado, preguntado. Lo que no se puede preguntar, lo que se considera “indiscreto”, “inapropiado” o “innecesario”, no es solo un límite del lenguaje: es una forma de disciplinar el pensamiento.
Ritmos, modos de hacer, estilos, organización del espacio: todo se articula para crear sujetos dóciles que no pregunten, que se limiten a obedecer, a seguir roles, a ocupar lugares preestablecidos en contextos definidos por la relación entre saber poder.
Preguntar, entonces, es una ruptura. Rompe con el discurso hegemónico que dice: “esto no se cuestiona”. Rompe con la obediencia disfrazada de tradición. Rompe incluso con la pereza mental que prefiere repetir lo que ya está dicho.
Kant, en su ensayo ¿Qué es la Ilustración?, defendía el uso público de la razón como camino hacia la mayoría de edad intelectual. “Atrévete a saber” (sapere aude), decía, llamando a no temer al juicio, ni a la autoridad, ni al ridículo. ¿Y qué otra cosa es preguntar, sino atreverse a saber? Preguntar es asumir que no se sabe, pero que se desea saber. Que no se acepta la realidad tal como está, sino que se busca comprenderla y transformarla.
Por eso la censura no solo silencia respuestas, sino que impide preguntas. Y no hay mejor forma de controlar a una sociedad que enseñarle que ciertas preguntas no deben hacerse. Las dictaduras lo saben. Las ortodoxias religiosas también. Pero incluso en democracias modernas, la presión social, el conservadurismo político o los algoritmos digitales limitan las preguntas incómodas y, con ello, reducen los márgenes del pensamiento.
En contraste, nadie pregunta con más libertad que un niño. No por sabio, sino por curioso. No por rebelde, sino por no haber sido aún domesticado por la censura, la costumbre, la escuela. El niño pregunta sin temor, sin estrategia, sin hipocresía. ¿Por qué el cielo es azul?, ¿por qué no se puede decir esto?, ¿por qué no puedo ser astronauta y cocinero a la vez? Conforme crecemos, vamos aprendiendo a callar. Aprendemos que hay preguntas que molestan, que avergüenzan, que desestabilizan las estructuras de lo real. Aprendemos a obedecer antes que a preguntar.
Pero recuperar la pregunta no es regresar a la infancia, sino rescatar su impulso vital. Es volver a ejercer ese gesto esencial que nos hace humanos: no conformarnos. La pregunta no es un signo de ignorancia, sino de pensamiento. No es una carencia, sino un acto de libertad. En ella hay un deseo de saber, pero también una voluntad de no aceptar el mundo tal como nos lo entregan.
Y es ahí, en ese acto simple y profundo de preguntar, donde late la posibilidad más radical del pensamiento crítico. Porque solo quien pregunta puede cambiar. Porque solo quien acepta la incertidumbre es capaz de subvertir los dogmas y transitar desde lo adyecto, con asombro, el placer del propio acto de preguntar.
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