El aire se quebraba sobre las paredes con color a nada, dicen que todas las ciudades nos atraen por algo, pero esta no tenía ningún atractivo visible. Estábamos frente a Porta, la última de una línea de ciudades invisibles de la tercera tierra. La tercera tierra era un planeta igual al nuestro que existía en una dimensión paralela. En tal dimensión el destino de la naturaleza y de los humanos no había sido bello como en los escenarios de otras dimensiones. En este mundo los humanos debieron ocultarse tras el desarrollo de un apocalipsis sanguinario.
En el año 2020 de la tercera tierra murieron millones de personas tras un extraño virus que se propagaba por el contacto humano y posteriormente una explosión atómica diezmó buena parte de Eurasia.
El virus provoco que todos los humanos se encerraran la mayor todo el tiempo en sus casas, quitándoles buena parte de sus vidas normales, alarmados agotaron respiradores para los enfermos y se obligaron a cambiar sus hábitos para convivir virtualmente. Asi las ciudades comenzaron a volverse sitios fantasmas, los terrícolas se hicieron amargados, ansiosos y algunos enloquecieron por el encierro indefinido, ya que nadie encontraba la cura del virus que declaraba la muerte con un solo toque de manos.
Muchas personas murieron y otros invadieron las casas seguras de los sobrevivientes económicamente estables, se robaron a punta de pistola aquellas casas dotadas con aire acondicionado y filtros preventivos, se saqueó la comida y se vendieron electrodomésticos.
Debido al miedo que provocaban los saqueos, las invasiones, la pelea por territorios seguros, la comida y las tenciones políticas, los habitantes más importantes de la tercera tierra decidieron hacerse invisibles para no ser atacados ni encontrados por los ladrones o asesinos, debido a que la tasa de violencia se elevaba durante el apocalipsis en gran medida, al igual que los crímenes políticos.
Los científicos que no estaban encontrando la cura del virus mortal, se dedicaron a hacer seguras e invisibles sus propiedades, las mansiones de los ricos, los supermercados, las motocicletas de los repartidores de insumos, los tanques de oxígeno, el dinero y el oro, porque en la tercera tierra el petróleo no valía ya nada a esas alturas del partido.
Con el tiempo el resto de personas sobrevivientes se dieron cuenta que ser invisible era estar seguro, que si no hacías ruido no te mataban los desesperados ni te hacían daño los locos. Aunque quizás ya nadie estaba cuerdo a esas alturas del partido. Ultimadamente lo único que los científicos dejaron visible fueron los teatros, los cines con las últimas películas en estreno, los panfletos tirados, la basura, los pocos animales heridos y los mares contaminados, ocultando de la vista una serie de ciudades, avenidas y supermercados. Sin embargo, debido a la falta de socialización, el daño en los sistemas de salud y desestabilización económica las ciudades invisibles también fueron muriendo inevitablemente, aunque de manera digna. Tras varias décadas solo quedó la solitaria Porta como refugio final en Canadá.
Cien años después del desastre, los humanos de Porta habían olvidado como era verse cara a cara, lo único que recordaban era como usar las computadoras y los hábitos de supervivencia de sus predecesores, que nunca les dejaban comer sin bañarse antes en alcohol y desinfectante, salir a la calle con cubre bocas y hacer caso de las indicaciones virtuales.
Aunque el virus se había ido la paranoia y el dolor permanecían en las mentes de los terrícolas de Porta, algunos idealistas aun esperaban salir a las calles y acabar con el nuevo modelo que la pandemia había legado por tantos años.
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