Por la ventana

Por la ventana

Marvimont

14/10/2020

Ni bien el sol comenzaba a entibiar las veredas y los porches, salían aquellos niños a jugar.
Salían de sus húmedas casas, con sus húmedos cuartos, a secarse la humedad que el invierno les había regalado a sus huesos .
Heredé esta vieja propiedad de mis abuelos y desde hacía dos meses, momento en que ocupé la misma, apenas había tenido tiempo de conocer a mis vecinos. A decir verdad, prefería mantener cierto anonimato, ya se sabe cómo es la gente en una ciudad tan pequeña como ésta.
Disfrutaba, en cambio, el perfumado silencio de la sala y su enorme ventanal cerca del cual había colocado mi sillón favorito, varios libros en una mesita, el tejido y unas mantas, elementos indispensables sin los cuales mis siestas jamás habrían sido tan plenas.
La primera vez que sus gritos interrumpieron mi lectura, los observé con fastidio. Con el paso de los días, llegué a habituarme tanto que me preocupaba si a las tres no escuchaba el portazo que los ponía en escena. Eran cinco hermanos varones de entre 5 y 13 años y uno de ellos, el menor, me llamaba especialmente la atención. Era muy delgado y muy pálido. Casi no participaba de los juegos; jamás le oí gritar ni correr ni treparse al árbol desde donde sus hermanos, como monos poseídos, aullaban felices con las mejillas rojas, instándolo inútilmente a sumarse a la fiesta.
Lucio, ése era el nombre del pequeño, los miraba desde abajo con sus redondos y enormes ojos grises (demasiado grandes en su rostro y demasiado tristes también), con una mueca de disgusto que apenas podía disimular y optando por sentarse en el cordón de la vereda, de espaldas al árbol, ocultando así las lágrimas que le empezaban a brotar.
Yo vivía enfrente, de modo que esa primavera contaría con siestas seguras de risas, riñas, pelotazos y canciones, hasta bien entrada la tarde. La madre, una mujer de unos 35 años, escuálida y desgreñada, se asomaba alrededor de las 5 y le hacía señas a Lucio para que entrara a la casa. Al rato, el niño reaparecía en el porche y volvía a sentarse en el cordón para observar, aunque con expresión ausente, el juego de sus hermanos.
Tía Concepción vino a visitarme una de esas tardecitas agradables de octubre y nos sentamos a conversar en la sala, mientras yo intentaba finalizar un suéter que había comenzado a principios de mayo y cuya consumación se había visto demorada por mi costumbre de ponerme a observar la actividad infantil que, desde el otro lado de la calle, llenaba el silencio de mi sala, de mi casa entera, de mi alma…
_Qué miras, Julia? – preguntó mi tía, interrumpiendo el relato de su último viaje a Alcalá de Henares, donde aún quedaban unos parientes lejanos con quienes Tía Concepción mantenía un obstinado lazo, no fuese que cayeran las últimas hojas secas de nuestro árbol genealógico, que ni ella ni yo habíamos sabido engrosar.
_ Los niños allí afuera _dije yo, volviendo la vista a mi tejido. _es increíble cómo cinco niños pueden armar tanto jolgorio a estas horas y nadie asoma la nariz para sosegarlos…ni siquiera yo _agregué en voz más baja, consciente de que, en realidad, ése sería el último de mis deseos.
Mi tía me miró con expresión extraña.
_¿Cinco niños? _ el énfasis en la cantidad me hizo titubear y constatar que, como siempre, los cuatro hermanos vociferaban trepados al árbol, mientras el pequeño Lucio los acompañaba inmutable desde abajo.
_ Yo sólo veo cuatro diablos columpiándose como macacos_ dijo, acercándose más a la ventana y acomodándose los anteojos.
_ …y sentado en el cordón está Lucio, el menor…_insistí.
_No hija, allí no hay nadie…
_…pero tía, ahí está ese niño, cómo es que no lo ves?…_Un ademán de impaciencia hizo que el ovillo de lana rodara a mis pies.
Tía Concepción guardó silencio un momento. Vino a sentarse otra vez a mi lado, se sacó los lentes y en un tono entre solemne y compasivo, declaró:
_ Ah, pues entonces es que tú lo ves. Tú lo puedes ver.
_¿Qué dices, tía? Yo…
_Creí que tú sabías la historia, lo ocurrido a esa pobre familia _dijo mi Tía, mirándome todavía con asombro.
Sin dejar de mirar a Lucio a través del visillo, pregunté qué había sucedido mientras noté que súbitamente mis manos se enfriaron y un nudo en el estómago me anunció la respuesta que temía:
_ Hace tres años murió el más pequeño de los hermanitos Mesada _ mi tía hizo un gesto señalando hacia donde jugaban los niños, y continuó _ Dos años antes, el padre perdió la vida en un accidente en la fábrica donde trabajaba y la madre quedó sola, llena de deudas y a cargo de los cinco chicos…Nadie sabe cómo es que se sostienen todavía… Lo cierto es que una tarde, a eso de las 5, una vecina fue a llamarla porque el nene estaba tendido en la vereda, y ella lo había estado observando un rato y se dio cuenta que no respondía al llamado de sus hermanos, que se habían tomado la costumbre de encaramarse en ese árbol y…
Interrumpí con un leve gesto a mi tía, en este punto del relato, y me puse de pié con dificultad. Presintiendo que el desmayo se anunciaba, inminente, alcancé a preguntarle en un hilo de voz, de qué había muerto el pequeño Lucio. Mi tía respondió, al tiempo que se levantaba para sostenerme:
_De esas cosas por las que mueren los niños…_ y agregó: _ Hija, estás tan pálida…te vendría bien una taza de té…!

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