Por fin te atrapo, que ganas tenía de pillarte, folio en blanco, ahora sí, ahora sí que me voy a derramar sobre tu estúpido albor. Derraparé con mi punta afilada en tu vacío, te la meteré entre renglón y renglón, te provocaré una gran sangría hijo de puta.

Ahora sí, estoy en mi mejor momento, para contar, para decir, para recordar cómo era Raquel. La mejor chica del instituto, la más exuberante, metro y medio de rubia con ojos azules y pechos grandes. Quizás los pechos más grandes que habíamos visto desde que nacimos. No había otra cosa, no existía explicación de química ni problemas de mates que superaran aquella visión. Raquel saliendo a la plaza con la carpeta entre sus manos y sus tetas acariciando la foto de Kirk Cameron. Con el paquete de Marlboro en el bolsillo de sus Levi´s ajustados.

Al pasar a su lado, el chicle de su boca te escupía superioridad, te miraba de reojo altiva y su pelo rubio, casi albino, te decía que no podías acercarte a más de un metro de aquel monumento. Era patrimonio del instituto, se contaban por cientos, los susurros nocturnos en las camas de aquellos adolescentes pajinerviosos, que dejaban escapar de su boca Raqueles pezoniles.

Por su culpa, se habían cuarteado calcetines, salpicado baldosas, se habían pegado los párpados de algún chaval, dejándolo completamente ciego. Las hojas de las revistas se habían roto, incluso se llegó a derramar algo dentro de la boca de algún desgraciado. El frenesí en aquellos años tenía nombre de potencia. Una gran barrera de Kleenex usados, permanecía debajo de la cama, detrás de los zapatos.

Cuando nos enteramos de que había tenido un accidente de tráfico, casi nos da un vuelco el corazón. No podía ser, nuestra Raquel, estaba en la UCI, con un gran golpe en la cabeza. Al parecer iba en un coche con su novio de entonces y unos amigos… la lluvia hizo el resto.

Mi amigo Eusebio y yo decidimos ir al Hospital a ver cómo estaba. Era algo que no se ponía en duda ni un momento. Era una decisión papal, no había otro sitio en el mundo más importante para estar en aquellos momentos. Cuando subimos por las escaleras, las piernas nos temblaban, no sabíamos lo que nos íbamos a encontrar. Con nuestras carpetas en la mano nos acercamos a aquel cristal. Detrás de él estaba ella dormida, tumbada en la cama, con una venda en la cabeza y ligeramente destapada. Su camisón de hospital estaba abierto y un enorme pecho se asomaba, totalmente al descubierto.

Nos quedamos paralizados, tragué saliva, y pensé por un momento en llamar a un enfermero para que acudiera rápido a taparle aquella teta. Intenté girar la cabeza, pero no pude, mis ojos seguían clavados en aquel seno. Intenté balbucear alguna palabra, pero se ahogó dentro de mi respiración entrecortada. Un ruido similar se escapó de la garganta de Eusebio, era como un quejido roto, un grito mudo que jamás llegó a salir de su boca. El silencio mío y de mi amigo nos hizo cómplices de aquella situación, permanecimos callados mirándola, estuvimos así durante cinco minutos, y de pronto, empezaron a llover margaritas.

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