“…Espinos y abrojos te producirá, y comerás de las plantas del campo.Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás…”

Cerró la biblia cuidadosamente, repitiendo las mismas palabras que mil veces se había empeñado en recordar los últimos 20 años. “Pues polvo eres, y al polvo volverás”. Con el libro sobre su regazo y el rosario en su mano llevándoselo al corazón, contempló el camino de entrada. Cerró los ojos y respiró una, dos, tres veces. Su actividad diaria consistía en llevar una vida tranquila y metódica. Quien la hubiese conocido años antes podría jurar que eran distintas personas, ¿Quién imaginaría que aquella mujer libre y despreocupada se volvería, al cabo de un tiempo, tan monótona y tenaz?

De vez en cuando tenía ataques de espontaneidad, entonces se levantaba de su sillón, el cual se encontraba de cara al ventanal, y se ponía a remover la gruesa capa de suciedad que cubríasus días más pesados. Llevando un vestido vaporoso, abría las puertas y ventanas, cocinaba, arreglaba el jardín, y entre cosa y cosa, hasta susurraba una vieja canción que tanto solía gustarle en su juventud. En esos días la sagrada escritura era olvidada en el sillón.

Pero poco abundaban ya los días alegres en esa antigua casa de estilo victoriano, las paredes se habían ido descascarando hasta dar un aspecto triste de abandono, las prendas coloridas habían sido guardadas en el fondo del cajón, y las risas le habían cedido el paso al más hiriente de los silencios. Tampoco se descuidaban nunca las oraciones diarias de una vida sumamente religiosa.Fue de esa manera como la linda estancia de vivos jardines y huertos, se perdió aún más en la lejanía de un campo olvidado, mientras su única habitante se perdía más y más en la desesperanza.

Se conocieron bailando. En medio de torpes pasos, y sonrisas contenidas, sus miradas se cruzaron. Eran jóvenes, y como tantos otros, creían ser inmortales. Fue ese mismo sentimiento de libertad que los involucró ciegamente en un amor complicado. Se preguntarían, más tarde, las personas de la ciudadela, que relación podía enlazar a aquellos seres de tan diferente clase. Todo en su camino los agitaba con dificultad, pero la confidencia amena que los unió en una canción supuso a lo largo de los años consiguientes el amor sincero de quienes querían seguir creyéndose jóvenes eternamente.

Es verdad que no todo marchaba a la perfección, porque el rechazo tanto familiar y social era inminente, pero tan desesperados por vivir, se aferraron el uno al otropara siempre. Ella era de familia católica, perfectamente ubicada en los barrios altos de la ciudad, educada en casa y gran amante de las artes y manualidades, como toda buena y respetable mujer de aquella época, también se eximía en la cocina y en las tareas del hogar; “Es lo correcto” le decían “Después de todo, era solo una mujer”. Pero no sería “solo una mujer” para él. Un pueblerino de clase media que había viajado a la capital buscando conocer lo que era vivir lejos del trabajo de campo. La capital prometía felicidad, sueños cumplidos, y novedad.

A la edad de 16 y 20 años se conocieron. Y debieron pasar al menos 5 años más para concretar el merecido compromiso. A falta de bendición, se fugaron, y extendieron a sus anchas un amor que parecía prohibido

Recordó entonces, la mujer, aquella noche de Octubre, no sin cierta melancolía. Se encontraban en un puente, observando cómo se movían las aguas del río, tranquilo por esas partes del trayecto. Si llegaran a ser descubiertos, en su inocencia los podrían confundir por una pareja bien portada y aceptable, ya que en la oscuridad, las obviadas diferencias, notorias con la luz del día, no existían. Para la noche somos todos iguales.

– Me temo, amigo mío, que han de obligarme a casarme en la proximidad con un señor quien piensa llevarme muy lejos de aquí, por lo que es posible, si no tan cierto, que no podremos volver a vernos.

– ¡Pero eso no es posible!

– Con gran tristeza le aseguro lo contrario.

Entonces se acercó más a ella, y tomándola de las manos, le dijo así:

– No sé qué es lo que tome usted por suerte, pero el destino me ha unido a su alma en un acto desesperado por salvarme de navegar sin rumbo. Le pido entonces, por favor, que no se case. Antes de encontrarla, y sin saberlo, estaba inmensamente triste, e indiferente ante las pruebas de cariño cotidiano. Me he sumido, desde aquel baile, en un hechizo a sus ojos. No me deje amor, no me deje, que no sé qué haré sin un día de sus sonrisas. Le ruego me perdone si le parece un errado atrevimiento, pero cásese conmigo, y no faltará más.

Entonces lo hicieron, se fueron. No sintió ella culpabilidad por una familia que la había despreciado inmensamente por ser mujer,y no ser hermosa. A pesar de lucir dones espontáneos, nunca sería tan valorada como su propia hermana. Él la había amado cuando nadie más lo hizo; a sus ojos podría ser siempre la mujer más linda y virtuosa que habitara en el planeta. Por eso, tomando parte de la fortuna que le correspondía legítimamente de su padre, se encaminaron felizmente al campo, dónde estuvieron buscando arduamente un lugar para instalarse. 6 meses duró la travesía, durante los cuales pudieron vislumbrar paisajes de todo tipo, relieve y color. Encontraron al final, una casa grande, bastante desmejorada y con los alrededores descuidados. Ubicada sobre varias hectáreas, con el pueblo más cercano a unos 12km. de allí.

Se casaron en Abril, sin testigos, damas de honor, madrinas, padrinos, ni fiestas. Solo ellos dos, ante la promesa de amor inquebrantable. Apenas terminó todo, volvieron a su nuevo hogar, y comenzaron a trabajar.

Así es como algunos meses más tarde, estarían del todo acomodados. Paredes pintadas, muebles pulidos y pisos encerados. Los cultivos creciendo prósperamente y el ganado, aunque no muy grande, bien cuidado y suficiente. Todos los motivos que alguna vez lo llevaron a él a la capital, ahora parecían no importar en vista de lo que estaban construyendo en su pequeña porción de infinidad.

Ella amaba cada uno de sus rincones, de sus marcas y detalles ínfimos. Cada una de las cosas que nadie podría notar sin conocerlo demasiado.Su mirada taciturna en las mañanas, y como se iluminaban sus ojos en las tardes. Su sonrisa suficiente, y sus aires de fingida superioridad. El pequeño lunar que tenía bajo el ojo izquierdo, y la curva de su nariz. Cómo sus manos encajaban perfectamente con las suyas, así como su gesto de concentración al leer. Amaba su voz y también sus silencios. Su calma y su fatalidad. Cuando al abrazarla descansaba el mentón en su cabeza, y el latido de su corazón, junto con su desacelerada respiración. Admiraba su andar y su forma de vivir. Como arrastraba el mundo a sus pies, y la bondad que existía en su alma. Eso y tanto más de lo que él podía llegar a odiar de sí mismo. Su alegría tan serena ocultaba genialidad.Y a pesar de padecer defectos obvios, como los que cualquier persona puede tolerar, se convertían en virtudes a ojos de ella, porque siempre podía quererlo un poco más.

Cierto día llegó una carta, y desde entonces la felicidad no sería tan imperiosa en aquella casa victoriana. Un telegrama que cambiaría drásticamente el rumbo de su vida. La guerra asolaba el país, y él, como todo ciudadano, hombre, de entre 20 y 30 años por aquel entonces, debía marchar. Repentinamente se cernió un gran desasosiego sobre ellos, el ambiente estaba cargado de tensión. Había días en los que ella rompía a llorar sin razón, buscando consuelo, y difícilmente hallándolo en sus brazos ausentes. Y discutían, lo hacían casi todos los días. Tal vez fuere por el nerviosismo o la próxima separación, pero sentían cómo la partida turbaba sus corazones con anticipación.

La tarde del adiós no fue por poco desoladora. Luego de mirarse largas horas a los ojos, arribó al portón un viejo Jeep, se levantaron sin decir nada, porque no querían que sus últimas palabras fuesen despedidas. Se abrazaron para siempre. El tiempo volaba, y mientras él atravesaba el umbral de la puerta, ella se preguntó si volvería alguna vez. Se sentó en el sillón que daba al ventanal y vió como él cerraba cuidadosamente el portón.

Abrió los ojos viendo desvanecerse las figuras que 20 años atrás habían ocupado sus lugares en el portal de cerco vivo. Sin embargo, la única que parecía permanecer en su lugar era ella. Porque el resto del mundo avanzaba, pero probablemente sería su deber esperar el regreso. Abrió otra vez la biblia, haciendo que caiga de ella una de las tantas cartas que había escrito a lo largo del tiempo y que había esparcido por los libros que en su casa guardaba con gran apego. La razón de porque nunca decidió enviarlas era un tanto incierta, pasando por el miedo a recibir una respuesta inesperada, o ninguna. Había en la carta un poema que ella misma escribió alguna vez, y decía una de sus estrofas:

“Sí, me agobia tu recuerdo en el silencio de la noche;

Y los atardeceres no son tan encantadores desde que te fuiste;

Sí, te espero y quiero verte llegar;

Porque el olor de las flores en los prados han perdido su hechizo,

Por las grises primaveras de tu ausencia”

Con un suspiro guardó una vez más la carta entre las palabras de su Señor. Desde que él se fue, volcó en la fe todo lo que le faltaba de esperanza, y aunque nunca había sido amante de las iglesias, encontró al final donde desahogar su desconsuelo. Porque Dios es un padre bueno y generoso, y a quienes trabajan, les recompensará. Por eso podrá haber descuidado de tantas cosas, pero nunca de su jardín, nunca de su trigal. Y con el pan que se enfriaba en la mesada, se sentaba como todas las tardes a mirar por la ventana, sin más compañía que su propia conciencia.

“…Espinos y abrojos te producirá, y comerás de las plantas del campo…”

Se habían conocido hacía tantos años en la capital, y él, buscando sueños ajenos, olvidó por momentos de dónde venía. Pero la nostalgia lo llamó, junto con el deseo de amar, de volver siempre a sus queridas tierras fértiles, dónde el agua era pura, y mires por donde mires, encuentras libertad. A explorar los extensos campos, tranquilos y armoniosos.

Justo con el rencor que supone otra amarga tarde de soledad, se dispuso a permanecer allí hasta que anocheciera. Pero ella olvidaba algo. No hay retorno más digno que hacia un amor que persevera a pesar de todo.

Lo percibió en su entorno antes de verlo. Escuchó tal vez el ruido de los motores, un extraño sonido que pensaba enterrado en su memoria. Su corazón comenzó a latir desenfrenado. Entonces creyéndose dormida, no atinó siquiera a levantarse de donde estaba, mientras lo veía cruzar el portal.

Saltó, y todo a partir de allí le pareció surrealista. Flotaba, por Dios, volaba. Pero temió decir una sola palabra. Se estremeció junto a la puerta a tiempo de que apretaba sus puños con fuerza. Y finalmente se abrió.

Estaba allí, parado, con un gesto entre compungido y expectante. No podía creerlo. Ninguno podía creerlo. Y las paredes cantaron. El color revivió en sus ojos. El miedo se esfumó de sus corazones. La juventud había desaparecido, dándole el paso a las cicatrices que la guerra había pintado en su rostro con dolor, ahora lleno de marcas, con algunas arrugas alrededor de sus ojos y en su frente.

“…Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado…”

El tiempo había hecho lo suyo con su cuerpo, pero ella pudo jurar que su alma era la misma. Desbordaba de sus ojos, entibiaba el ambiente. Se derramaba por la habitación. Hasta el viento contuvo el aliento.

Él alargó su mano despacio, sin querer despertar, como si al tocarla fuera a desvanecerse. Tocó su mejilla, mientras pasaba el pulgar secando una lágrima que había comenzado a rodar por su pómulo. Al ver que nada desaparecía, comenzaron a reír, comenzaron a llorar. El tiempo se detuvo, y volvieron al pasado, volvieron a ser aquellos quienes alguna vez bailando, se sintieron inmortales.

“…pues polvo eres…”

El frenesí los recorrió de arriba abajo, y con desesperación cortaron el aire que los separaba, llevando el sueño a la realidad. Convirtiendo sus ilusiones y deseos en un abrazo exasperado. Dos antiguos amantes, corrieron tanto por encontrarse, que al verse no reconocieron en sus cuerpos el tacto de una piel que ya no era firme, una cabellera que había perdido su brillantez, y unas manos que no lograban dejar de temblar. Cayeron de rodillas, sin pensar en cómo se levantarían luego, pero lo cierto es que podrían, hoy, abrazarse para siempre.

–Volviste –Logró decir ella entre risas y llantos–Volviste a casa.

–Estoy en casa, mi amor –Dijo él con lágrimas emborronándole la vista–Estoy en casa.

Así la espera había terminado, como el tiempo que atrapaba la angustia de aquella incertidumbre. Él se separó unos instantes, y tomando el rostro de ella entre sus manos, la miró a los ojos con una intensidad avasalladora. Ella profirió un último suspiro, sustrayendo así el alma de su cuerpo. Abandonando los confines del castigo terrenal y dando paso, finalmente, a una canción inmortal.

– ¿Ya es hora?

Él sonrió.

“…y al polvo volverás.”

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