Sentado en un banquillo en el parque, él observaba a la gente pasar; niños, hombres, mujeres, ancianos y animales (desde mascotas junto a sus dueños hasta los pequeños e insignificantes pájaros que se posaban en las ramas de los árboles). Todo esto lo hacía con una sonrisa, una pequeña y disimulada sonrisa, tan sutil que casi parecía no estar ahí, con audífonos puestos en cada oído y mirando la pantalla de su teléfono mientras articulaba sus labios de forma suave, cualquiera que hubiera dirigido la mirada hacia su lejano banquillo no habría pensado nada malo de él (debe estar hablando con alguien, eso pensarían); no podrían estar más equivocados.
Dentro de él había algo tóxico, asqueroso, enfermizo y podrido; una masa mocosa, negra y burbujeante que lentamente se desplazaba hacia cada parte de su ser, sus pequeñas pompas reventaban al compás de la melodía que retumbaba en sus oídos; la melodía de una cajita musical (tin tintintin-tin tintin, tin tin tin tin tin tintin), la cajita hacía eco en la oscuridad con su dulce y lenta melodía, a la par que esa enfermiza masa avanza por todo su interior, engullendo todo a su paso. Empezó con algo pequeño, tan pequeño e insignificante que nadie habría pensado que estaba mal (bueno, tal vez algunos), pero, sin que nadie lo notara (incluso antes de que él mismo se percatara) aquella masa había echado raíces en lo más profundo de ser, y lenta pero segura, empezó a avanzar y a envenenarlo por dentro. Cualquiera habría pensado que aquella “cosa”, aquella masa era mala y debía ser desechada, pero él no, ante sus ojos, la masa era hermosa, dulce y tentadora (como aquel dulce que de pequeño tanto ansiabas probar pero no podías); por lo tanto, la abrazo y la dejo crecer, en la oscuridad de su ser.
Sentado en un banquillo en el parque, él observaba a la gente pasar; niños, hombres, mujeres, ancianos y animales (desde mascotas junto a sus dueños hasta los pequeños e insignificantes pájaros que se posaban en las ramas de los árboles), pero se fijaba especialmente en los niños, sobre todo en las niñas, a través de la cámara de su teléfono, el observaba a los pequeños, jugando y riendo, sus labios no murmuraban nada, simplemente tarareaba la melodía de la cajita de música (tin tintintin-tin tintin, tin tin tin tin tin tintin).
Sentado en un banquillo en el parque, con audífonos puestos en cada oído y mirando la pantalla de su teléfono, bajo la sombra del árbol que le resguardaba del sol de verano, él sonreía, una sonrisa tan pequeña y disimulada, tan sutil que casi parecía no estar ahí; mientras articulaba sus labios de forma suave al ritmo de la melodía (tin tintintin-tin tintin, tin tin tin tin tin tintin), él se pudría, se pudría por dentro.
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