PITILLO, el huérfano de la calle

PITILLO, el huérfano de la calle

Ojitos negros, profundos, tristes. Dos botoncitos enmarcados en una carita morena y enjuta. Su figura denota una alimentación escasa y de poco nutrimento durante gran parte de su corta vida.

Tendrá entre seis y siete años. Quizá algo más. Difícil conjeturar porque la desnutrición seguida por el sufrimiento limitan el desarrollo corporal y mental de cualquier párvulo.

Sus amigos, hijos de la calle como él, lo llaman “Pitillo”. El nombre verdadero es Antonio, o por lo menos, así lo llaman su tía y algunos familiares, de los pocos que conoce.

La madre murió cuando era muy niño y quedó en custodia de Florinda, hermana mayor de ésta, cuando el padre biológico cayó preso para saldar deudas contraídas con la justicia.

Florinda, viuda y pobre, criaba varios hijos propios, todos mayores que Antonio y bastante propensos a enredarse en conflictos delincuenciales. Tal vez herencia de familia. La mujer ocupaba un tiempo considerable tramitando influencias entre abogados y tribunales, para morigerar las penas y evitar, en lo posible, que queden entre rejas. Poco tiempo quedaba entonces para ocuparse de Antonio, y así creció como hierba silvestre a la orilla del camino.

Lo vi por primera vez acurrucado contra la pared descascarada de una casona ubicada cruzando la calle, en diagonal al pequeño café donde desayuno casi a diario. Me llamó la atención su mirada perdida en la nada. Sus zapatillas andrajosas, mostraban un par de deditos sucios y retorcidos, quizá de frío, saliendo por encima de la suela despegada.

Ante mi persistente y atenta mirada dirigida hacia el niño, el mozo, un viejo conocido, que se percató de la observación insistente, me comentó algunas cuestiones sobre la corta historia del chiquilín y su familia. Vivía en una casucha miserable en medio de una villa, a pocas cuadras del café, aunque -según el mozo-, su real residencia era cualquier rincón de la calle.

Por eso, aquel día nublado y fresco que volví a encontrarlo, esta vez sentado en la escalerilla que lleva al portal de la capilla del padre Javier, me entró cierta intriga y, con el ánimo de intercambiar algunas palabras y saber algo más sobre su vida, me acerqué y logré sentarme a unos pasos de distancia. Apenas giró un poco su cabecita despeinada y me miró de reojo, sin ningún interés. Pasaron algunos minutos en los cuales cavilé sobre cual tema de conversación podría despertar su atención, como para romper el hielo, y cuando estuve a punto de pronunciar algo, sentí una voz que lo llamaba.

-¡Pitillo…. he amigo! ¡Pitillo… aquí… soy yo, Manuel!

El niño alzó un poco su frente, que a la sazón la tenía apoyada sobre las rodillas, y saludó levantando su bracito derecho. Apenas le escuché devolver, muy bajito, un ¡hola!

El amigo cruzó corriendo la calle y se acomodó a su lado. Le sacudió un poco la cabeza y le preguntó que hacía allí sentado. Manuel tendría unos doce años, es decir, también un niño, aunque para el ambiente de los hijos de la calle, ya se consideraba un joven adulto.

-Estuve con el cura, – comentó Pitillo- me dio una taza de té caliente con dos tortillitas.

-¿El cura Javier? -preguntó Manuel-.

-Sí, con él, y hablamos un rato. Él siempre me enseña de Dios, el Padre de todos nosotros. El más grande. Vive en el cielo. Es dueño de todo lo que existe y yo soy su hijo. Todos somos hijos de Él-

-¡Bah…! –Dijo Manuel- el cura Javier es un mentiroso, como casi todos los adultos. Cuando era niño como tú me decía lo mismo.

-Pero yo le creo, conmigo es bueno el cura. Además, si soy hijo del Dios de los cielos, confío que no me va a abandonar como mi padre de la villa, porque Él es rico y puede mantenerme-.

-¡Si, si, pavadas! -dijo Manuel.- ¡Y también te dijo que si te arrodillas y le rezas, Él te dará todo lo que le pidas!…

-Oye Pitillo, ¿sabes las veces que arrodillado y llorando le pedí un poco de pan para mi vacía panza y algo para calmar el frío de las noches?-

-Mira toda esa gente que pasa frente a nosotros, con ropa nueva y abrigada y bien comida, y seguro duermen en una buena cama, en una tibia casa. Mírame a mí, años viviendo de lo que la gente tira o me regala, a veces con desprecio, porque soy ¡un sucio andrajoso que huele mal! ¿Crees que el gran Dios del cura Javier les da tantas cosas porque pasan el día rezando?

-Mírate a ti Pitillo, si tienes un padre rico en el cielo porqué solo llenas tu panza con las miserables tortillitas del cura, que seguro te las regaló porque él ya había llenado la suya, jajaja, porque bien gordo que está.-

-Quizá no recé todo lo que Él quiere, como a veces dice el cura. -dijo Pitillo-.

-¡Oh… no me entiendes niño!, si Él es tu padre, si es puro amor, si es dueño de todo, es -como dice el cura-, todopoderoso, ¿para qué necesita de tu rezo y del mío?

-¡Piensa Pitillo!… -¿por qué duermes en un rincón de esa sucia casona abandonada, junto con las ratas y los murciélagos, cuando la casa de Dios es tan grande que bien podría recibirnos a todos y convidarnos con un buen plato de sopa caliente?

Pitillo se encerró nuevamente en su silencio, apretó su carita con sus manitos frías y apoyó los codos sobre las rodillas. Dos lágrimas corrieron por sus mejillas morenas.

Pensó: “mi amigo tiene razón, mi padre grande y poderoso del cielo también me abandonó”.

-Allá esta Carlos, vamos Pitillo, nos llama. Seguro tiene buena comida y abrigo para el frío -dijo Manuel.-

Salió corriendo y cruzó la calle para meterse en un escondido recoveco cerca de la vieja casona.

Pitillo tardó algo más, mirando hacia ese lugar. Luego se levantó y empezó a caminar rumbo al mismo sitio.

Permanecí sentado en la escalera, masticando la conversación de los chiquilines. No me atreví a sacar conclusiones. Algo me oprimía el pecho. Levanté la vista y comprobé la indiferencia total de la gente, para con ellos –los chiquillos- y para conmigo mismo. Nadie se percataba tampoco de mi existencia. Ni del resto de los transeúntes con los que cada uno se cruzaba ocasionalmente en la calle.

En este mundo, poca bola te dan, -pensé- todos estamos ensimismados y metidos en lo profundo de éste mísero cascarón de carne. Indiferentes. Mezquinos. Intolerantes. Quejosos. ¿Será que nos sentimos tan avergonzados, y culpables, que necesitamos ocultarnos para pasar desapercibidos?

Luego me dije… -¿y esta mierda es tu reflexión después de lo que has visto y oído? ¡Qué pobreza!

-Al final soy tan pobre como Pitillo y Manuel. Con algo más de comodidad y algunos pesos en el bolsillo, pero nada más que eso. Pobre… tan pobre como la pobreza mental de los que tenemos la obligación de construir una sociedad que los incluya, que los abrace y alimente y no los arroje al basural de la ignominia salvaje donde están-

Me levanté lentamente y tomé el camino que me lleva a casa. Pasé justo al frente del caserón y dirigí la mirada al recoveco. Allí estaban los tres en cuclillas, como extasiados. Una especie de pipa pasaba de mano en mano. Fumaban “paco”, la mayor basura de las basuras los estaba alimentando y arropando del frío.

Pensé con remordimiento: -el humo de la basura les calma el hambre y el calor de la pipa les aplaca el frío. En la desilusión de la vida y la desolación de sus pequeños mundos, nosotros, solo nosotros, esta sociedad hipócrita y despiadada, te empujamos Pitillo, pobre niño huérfano de la calle, a cambiar el padre del cielo por el fuego del infierno.

José Manuel Brusera

Abril 2018 – Argentina

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