Yo iba andando por la calle. Estaba a punto de pasar por delante de un restaurante tailandés donde hacen envíos a domicilio. Allí me encontré con una persona que no conozco en la vida real, pero en mi sueño parecía ser un muy buen amigo mío. No sé el nombre, así que voy a ponerle Dani. Le llamé.
– ¡Hola, Dani! – le dije al mismo tiempo que levantaba la mano para saludarle.
– ¡Hola! ¿Qué haces por aquí a esas horas? – me preguntó después de saludarnos con dos besos.
Eran casi las 10 de la noche y a esas horas yo no acostumbraba a estar por las calles.
– Nada, estoy volviendo a casa. Y tú que, veo que te toca trabajar, ¿no?
– ¡Tú lo has dicho, amiga! – me dijo medio riéndose – ¿Por cierto, quieres acompañarme en este último servicio? Está muy cerca de donde vives. Después de hacer la entrega te dejo en casa. Así tampoco vas sola…
Sé que eso no se podía hacer. Aun así, asentí.
El destino era un edificio de nueva construcción. Estaba ubicado cerca del polideportivo del pueblo. Era un tanto extraño. Tenía unas paredes muy altas y por encima de estas había una especie de ballado. No podía verse nada del interior, pues las ventanas estaban tintadas. La gente del pueblo no sabía a qué iba destinado. Se rumoreaba que era una especie de laboratorio, pero nadie sabía con exactitud la finalidad de esa «empresa», si así puede llamarse.
Llegamos. Nos bajamos de la moto y él cogió la comida para entregar. Le acompañé hasta la puerta y llamamos al timbre. Una reja corredera se abrió, entramos y se volvió a cerrar a nuestras espaldas. Si os soy sincera, notaba esa sensación de miedo, de inseguridad, más concretamente de qué algo no va bien…
Andamos por un caminito de piedras, subimos unas tres escaleras y nos abrieron una segunda puerta. Esta era de cristal. Al entrar, una persona le cogió la comida a Dani, así dándole las gracias. Acto seguido, lo normal era dar media vuelta e irnos. La cosa no fue así. Dos personas con bata blanca nos forzaron a irnos con ellos. Opusimos resistencia, pero de nada sirvió.
Mientras íbamos andando por ese edificio, me fijaba en que me recordaba a un hospital. Era todo muy blanco, había mucha luz y las dependencias estaban cerradas con puertas de cristal opacas.
Dani y yo nos mirábamos cada dos por tres. Estábamos cagados. ¿Qué iban a hacer con nosotros?
Al final nos llevaron a una especie de ascensor donde había muchísima más gente como nosotros, mezclados con otras personas de bata blanca que les controlaban. El aparato empezó a ascender …
Llegados al fin, nos indicaron que saliéramos todos. Ahora nos encontrábamos en una sala enorme que tenía bifurcaciones. Al inicio de cada una había un bata blanca. Nos pusieron en fila. Raramente esta estaba encabezada por un bata blanca -nótese la ironía- que nos redirigía. A Dani i a mí nos tocó ir hacia la derecha, junto con más gente.
Empezamos a andar por un largo pasillo lleno de habitáculos con puertas herméticamente cerradas. A mí i otra chica nos pusieron en una habitación, mientras que, a Dani, junto con otro chico, le pusieron a la dependencia contigua.
La chica y yo estábamos muy asustadas. El miedo se notaba en nuestras caras, y también las ganas de llorar.
Las habitaciones eran grandes. La nuestra, en concreto, tenía dos camas de hospital, con unas sábanas blancas. Las ventanas eran muy grandes. Des de ahí teníamos una vista panorámica del pueblo y en las cercanías se veía el polideportivo.
Aquella noche no dormimos nada, mi compañera y yo estuvimos todo el rato analizando cada milímetro de la construcción a través de la ventana, para ver qué posibilidad de escaparnos teníamos. La posibilidad era del 0%. Después de nuestro «estudio» nulo, decidimos tumbarnos.
Se hizo de día. Nos despertamos porqué dos batas blancas entraron por la puerta. Cada uno con una jeringuilla. Una para ella, otra para mí. Opusimos resistencia y empezamos a gritar. A ella le pincharon primero. Yo fui la siguiente.
Nos dormimos. Al abrir los ojos, un bata blanca estaba sentado en el lateral derecho de mi cama. Me empezó a hablar. Su voz retumbaba en mi cabeza. Le respondí para preguntarle que qué mierda nos habían inyectado. Cada palabra que intentaba articular me costaba esfuerzo. No podía hablar, intenté insultarles, pero el bata blanca me pegó una bofetada que me dejó inconsciente otra vez.
Del susto, me desperté en la vida real. Deberían ser las 07:00 am.
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