PERDIDO EN LA VILLA VIEJA
En ocasión de haber ganado el primer premio del XI Certamen Internacional de Teatro en Valencia, acudí a hacerme cargo del galardón y me quedé cuatro días en Requena (ciudad anfitriona del premio) disfrutando de sus irresistibles vinos, sus paisajes agricultores, la inesperada predisposición de su gente al cultivo de la amistad y, por qué no, la dulce vista de sus alegres muchachas.
Al cabo de esos días en que le permití a mi propio placer que se tomara las licencias que le venía negando desde hacía tiempo, quedó claro en quienes me frecuentaron durante esas jornadas, que no tenía ninguna intención de regresar a Argentina, mi hogar, sin antes vivir otras experiencias y/o probar otras exquisiteces.
Me propuse hacer pie en Barcelona, más que nada por la fama que la precede como ciudad turística y cultural, antes que como objetivo premeditado. O Granada, de la que me habían advertido que jamás podría ser desconsiderado a la hora de advertir su hermosura y mirar para otro lado. O sea que, en definitiva, estaba dispuesto a calarme una vela en la espalda para que el viento me sorprendiera llevándome a un destino ignoto y al que pudiera usufructuar si reconociera en él, belleza y esparcimiento.
Mi anfitrión José Luis, presidente del jurado que evaluó mi obra y la eligió en consecuencia, me recomendó cambiar Barcelona por Sevilla: es que en esta ciudad se estaba desarrollando la Feria de Abril. No necesitó rogarme ni mucho menos: el martes partí hacia Valencia y el viernes, un AVE me depositó en Sevilla.
Subí a un taxi y al chofer le pedí que me llevara a algún hospedaje pintoresco. No deseaba hoteles de lujo ni tampoco un media estrella. Deseaba dormir en alguna habitación con siglo de historia, quizás contemplando el techo e ilusionándome con que algún personaje destacado del pasado andaluz, se hubiera entregado al sueño mirando a través del tiempo, lo mismo que estaba mirando yo en ese momento.
El taxista me garantizó que había dado con la persona correcta y me llevó directamente a una posada cuyo nombre era tan largo que inmediatamente mi cerebro lo desechó de tal manera, que automáticamente lo olvidó. Se metió en un circuito de calles adoquinadas prácticamente sin esquinas; más bien, el recorrido que hicimos fue en espiral mientras yo me regocijaba sabiendo que me estaba perdiendo en una travesía que no había pedido, pero me satisfacía plenamente.
Me bajé del taxi justo frente a la puerta de acceso a la posada, con mí campera colgando del brazo y sosteniendo la manija de la valija. La vereda era tan angosta, que un auto que pasó por la calle a paso de hombre, dobló el espejo exterior cuando me golpeó en la nalga.
Ingresé a la posada, me presenté y me asignaron una habitación en el tercer piso. Justo lo que yo quería. Me duché y bajé para caminar la villa vieja con la intención de quedar exhausto. La regente que recibió mi llave me advirtió de la fuerte tormenta que se avecinaba, pero así como no quise recordar el nombre del hospedaje, no le di sentido a su recomendación.
Salí afuera, giré sobre mis talones y la vi en todo su esplendor: la Giralda parecía sacarme pecho como una especie de saludo hasta más tarde. Si hasta la escalera parecía que me hacía una venia militar y sus ventanas me sonreían. Calculé tres cuadras de distancia. Con eso sería suficiente para orientarme cuando decidiera regresar.
Tres cuadras después, las primeras gotas comenzaban a humedecer mi ropa. Pero otras tres cuadras y mi ropa se empapó. Aún así, me resistiría a guarecerme: fui hasta el Guadalquivir, la Torre del Oro, la Maestranza y a partir de ahí, ya me comenzó a doler el golpe de las gotas. La lluvia se había tornado furiosa y mi cuerpo estaba pidiendo horizontalidad inmediata.
Se había oscurecido ya de tal modo, que para leer los cartelillos con el nombre las calles, debía acercarme como a un libro que se lee bajo la luz de una candela. Aún así, estaba impedido de entender nada; ni preguntar podía porque no recordaba el nombre de la posada ni la calle en la que se encontraba.
Me detuve en toda ocasión que pude para observar la Giralda y ubicarme, pero en cada punto en que me detuve, siempre calculé que me encontraba a tres cuadras de distancia así que poco podía hacer. Hasta que, ¡Aleluya!, un policía bajo una recova fumando románticamente mientras observaba caer la lluvia.
Me le acerqué y le expliqué. Le reseñé la fachada del hospedaje, la estrechez de la calle, el aspecto de la regente, lo que se veía desde mi balcón, el largo nombre de la posada, las tres cuadras de distancia al Campanario. Me dejó hablar sin interrumpirme. Puso mucha atención. Mientras apagaba el cigarrillo con la suela del zapato, simplemente me dijo: “No tengo idea de dónde puede usted estar alojado”.
Agradecí y así, empapado como un árbol y como sosteniendo el peso de sus ramas sobre mis hombros, di una vuelta más hasta que una señora de cierta edad, cruzó adelante mío llevando una bolsa de red, de esas que se usan para las compras. Y me dije: “¡Esta señora seguro que sabe!”
Lo mismo que al gendarme, le expliqué todo, probablemente con más detalle. Más me envalentonaba en la explicación, cuanto más observaba que su sonrisa se iba ampliando. Al término, me tomó del brazo y me llevó unos pasos más adelante, hasta una bocacalle, donde me dijo: “Mire usted: por esa calle, llegará a una esquina. En la esquina hay un bar. En el bar hay un mozo. Ese mozo, conoce el barrio. Pregúntele a él”. Y se fue.
Triste, cansado y mojado caminé hasta el bar y enfrente descubrí un macetón de 60 centímetros de altura, vacío. Me senté encima; total… ¿A quién hacía daño? Mientras dejaba que la lluvia se regodeara con mi fracaso, levanté la vista y en la pared aledaña a la puerta del bar, veo un dibujo en colores muy parecido a un mapa… ¿Era un mapa…? ¡Era el mapa de la villa vieja! Salté de la maceta al suelo y corrí a tocar el plano con mis manos. No podía creerlo. Me alejé para tomar conocimiento del regreso, pero era tan intrincada la trayectoria que no podría jamás memorizar el camino.
Saqué mi teléfono celular, activé su micrófono y me grabé paso a paso el retorno a la posada, hasta con los tiempos que calculaba tardar para darme espacio a llegar sin zozobras.
Finalmente, encontré la posada. Abrí la puerta y me quedé un minuto dejándome escurrir para no mojar el piso. En ese minuto apareció la regente por detrás del mostrador. Me miró, se sorprendió por mi aspecto y al final me dictaminó:
-Le dije que se venía una tormenta…
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