Alcé mis ojos al cielo, solo logré ver un par de aves de rapiña en un fondo azul y blanco. Las gotas de sudor se deslizaban por mi barbilla y la mano sobre la frente era mi única protección del sol. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Por cuántas horas habré caminado? ¿Cómo podía todo ser tan igual? Los mismos cactus, las mismas piedras, la misma arena que se mezcla con el polvo. ¿Me habré quedado estática, en un único sitio y todo esto es solo una alucinación?

Busqué en mi mochila la cantimplora, esperanzada de que, con tanto calor, el agua no se hubiera evaporado. Tomé un sorbo, teniendo cuidado de dejar para luego. Seguí en mi posición unos segundos más, analizando mis opciones. No había de otra, tenía que seguir caminado.

Mientras iba dejando huellas a mi paso, cada vez más pesadas, me era imposible evadir mis pensamientos:

“¿En qué punto de mi viaje perdí el rumbo? ¿Cuándo me alejé tanto de la civilización? Ni siquiera me di cuenta del momento exacto en el que había comenzado a caminar sin un destino fijo; en el que perdí el mapa, la brújula y todo sentido de orientación; en el que me dejé dominar por la idea de que, deambular sin detenerse era mejor que poner el freno y pensar.”

El calor hacía que cada movimiento fuera insoportable. La vista se me comenzaba a nublar.

¿Será por hambre o cansancio? pensé con desesperación— ¿Será que con cada paso desacertado he ido perdiendo vitalidad?”

Sin fuerzas para seguir andando, me dejé caer sobre la arena con los ojos a punto de llorar por la impotencia. Respirar se hacía cada vez más difícil, mi pulso era perezoso, como si mis pulmones y corazón tuvieran una lucha interna de ver quién se rendía primero.

Di el último sorbo a la cantimplora y, con esas gotas de agua, se iba mi esperanza…

—¿Ya es de noche? —le pregunté a la nada.

En segundos todo se iba volviendo tenue, opaco, borroso, pero el sol seguía magullando mis sentidos, así que, no podía ser de noche.

—¿Qué está pasando? —vociferé, perdiendo los nervios— Ayúdenme, por favor.

Mi voz era una súplica, un susurro que se apagaba como mis latidos. ¿Este sería el final? ¿Moriría en ese lugar rodeada de… nada, cuidada por nadie? Me merecía ese tormento. Esa era mi sentencia.

—Deja de compadecerte —me riñó el eco de una voz familiar—. ¡Levántate y lucha!

¿De dónde venía? Con la poca luz que le quedaban a mis ojos, busqué la dueña de esa voz. La voz de una mujer.

—No me busques a tu alrededor. Soy la parte de ti que te empeñas en olvidar.

Abrí los ojos a penas escuché su afirmación, mis vellos en punta por la sensación.

—Olvidaste quién eras, dejaste que el desierto te tragara y te alejara de tu camino. —Cerré los ojos con fuerza, evitando que las traicioneras lágrimas volvieran a salir—. Te tumbas en el suelo a llorar como una niñita en apuros, pidiendo ayuda, ¿a quién, al cielo?

—¡Ya basta —grité, con el llanto en un punto de no retorno, con mis manos en los oídos, como si así, pudiera callarla—! ¡Déjame sola, deja que me pudra, que la arena me cubra!

Un silencio, ¿se había ido? Mi respiración ya no era lenta. Creo que comencé a hiperventilar, creo que mi corazón trotaba al ritmo de mil tambores.

—Sigo aquí —su voz burlona me provocó náuseas—. No puedes escapar de ti misma, todo esto es tu culpa y nadie, más que tú, puede solucionarlo, pero si tanto lo deseas…

Su última palabra fue un suspiro, se fue. Lo sabía. Se había ido de mi mente, pero aún la sentía. Su voz burlona reprochándome, culpándome de mis desgracias, de que estuviera… de que me hubiera… perdido.

¿Y si…? ¿Y si tenía razón?

Sequé mis lágrimas, me recosté en la arena, cerré los ojos y respiré…

Respiré despacio, tan despacio, que a pesar del silencio, no se escuchaba. Dejé que el ruido de mi cabeza saliera y se escondiera tras las rocas desnudas. Me calmé y por un momento, no sentí el sol ni la angustia; no sentí nada, solo la arena, que ya no se era tan seca ni caliente. Era otro tipo de arena: húmeda y fría. Me abrazaba el cuerpo. Seguí respirando y llegó a mí un ligero olor: olor a olas, a algas, a corales, olor a mar. Abrí los ojos y dejé que el sol me encandilara, aquel sol duro y cruel se había marchado, en su lugar me daba la bienvenida uno más cálido, más benevolente. Con el impulso de mis manos, me senté y quedé impresionada ante lo que veían mis ojos: los kilómetros de desierto vacío ahora eran un paraíso tropical. A pocos metros de mis pies, una enorme playa abierta golpeaba la arena blanca, casi rosada. Las palmeras de distintos tamaños rodeaban la costa y a lo lejos, a mi espalda, se veían casas, personas, civilización.

Solté un suspiro de alivio y me permití sonreír. Estaba a salvo, no dejé que el desierto me tragara, no me perdí.

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