El solo hecho de pensar implica un dinamismo autónomo y privativo. Siempre que asociemos al acto de pensar con descubrir y desarrollar temas desde cierto silencio íntimo, estamos recorriendo el camino de la concordancia en la presencia de la libertad personal.
Sumergidos en la soledad del pensamiento descubrimos la capacidad de llegar a cada cosa, a determinados actos personales y sociales sin cánones ni presión de la moda circunstancial, lo cual nos diferencia y realiza como entes independientes respondiendo a una de las pautas básicas de la condición humana. Al despertar dentro de la propia dimensión tomamos la mano del respeto hacia otra extensión ajena que nos limita, y de muchas otras más vecinas donde no se concibe la invasión, sino el debate inagotable sobre definiciones y cambios de vientos.
Este intercambio se manifiesta dentro de cierta atmósfera cálida, comprensiva, tolerante y transigente, donde se está permitido ser sin vestimentas, un espacio limpio para investigar, comparar, educarse con la multiplicidad y sin definir a veces en el instante, seguir la vida haciendo cabriolas con la imaginación, la lógica y a veces con la ignorancia.
Todo sujeto pensador se satisface en la implementación de sus conclusiones en el medio social que lo circunda, mucho más si se aplica a la sociedad en general, demostrando que se pertenece tanto física como intelectualmente, sin temor al bochorno ni ocultarse a la hora de opinar, ni diferenciarse de manera errónea y sin caer en la banquina de la postergación ajena.
Pero, cuando la sociedad se deteriora con orificios de dudas y preceptos inciertos sin contenido, las situaciones se oscurecen con grises que agreden sin contemplación. Quién intentar abrir caminos esgrimiendo argumentos vacíos de tema –no obstante convenientes o rentables– se descubre que no todos responden al convencimiento absurdo, impidiendo ingresar en ciertas voluntades para sumarlas al ejército invasor, cuya armamento fundamentalista es sólo la supremacía numérica.
La insolvencia de libreto se suele reemplazar con actitudes de soberbia y menosprecio, con burlas y desdenes, y con otras demostraciones actorales, que agreden al enfrentado racional hasta mezclarlo con el barro de la indignidad y la humillación, hasta degradarlo a la mínima expresión social y las palabras de la víctima (o enemigo) resulten no aceptadas por ninguna oreja amiga.
Se destaca la vulgarización del proceso, amplificado en esta futura historia por la facción periodística que asumió a su cargo el arte de la difamación y el desprestigio –con una gran cantidad de adeptos que comparten la metodología– alcanzando a una multitud en aumento, que reúne el deterioro cultural con el orgullo suficiente para denominarlo dignidad social, reclamando así su derecho de participar en el precipicio de la degradación.
La personalidad agresora suele seleccionar en embanderarse con la diversidad de temas disponibles en el mercado donde su presencia puede prevalecer, ya sea político, religioso o sexual, así como utilizar cualquier otro tema de acuerdo al medio que enfrenta en determinada eventualidad. En el común de los casos, el rasgo que prevalece es su avidez de poder, sumando una gran capacidad en vaciar arcas ajenas trasladando la fortuna desde su origen hacia bóvedas propias.
Resulta inusitada la táctica perpetrada y sistemática de práctica, comienza con un simple comentario al pasar, y ya en el segundo acto se politiza el tema, para ingresar en una oposición franca a cualquier otro punto de vista, sin permitir ningún comentario adverso –y ni siquiera una duda–, ya que una mirada ofuscada o cierta expresión belicosa intimida al receptor a ingresar en la categoría de enemigo, tratándolo como tal hasta la derrota verbal, o bien acosando con epítetos e insultos para evitar escuchar a las ruedas virando hacia la lógica racional.
Encontramos que el tema politizado es venerado en su raíz, resulte una persona o un ente o bandera, por lo tanto es incomprensible el concepto de error, todo acto fallido se justifica con la comparación ajena, adjudicando al enemigo lo actuado por uno mismo, demostrando absurdamente que la imitación libera las culpas, y no solo acusando sino hasta castigando, internándose así en el planeta de lo irracional donde las pasiones gobiernan al todo.
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