PEDRO Y LOS CASTILLOS DE ARENA

PEDRO Y LOS CASTILLOS DE ARENA

Martin Sabbatini

04/08/2017

Aquel día Pedro no apreció, el castillo crecía y crecía, pero él nunca apareció. Mientras las torres de techumbres francesas construidas con arena transcribían la esperanza de Lucas de verlo pasar; él, observaba la pleamar que comenzaba a llenar el foso de su castillo y, la poca gente que ya a estas horas recogía sus trastos diarios de playa y emprendían el retorno al pueblo.

A lo lejos, oscuras nubes anunciaban un fin de semana lluvioso, de esos clásicos de tormentas de verano en los pequeños pueblos costeros del sur bonaerense.

Lucas, se aferraba aun a la idea de verlo pasar mientras sus padres recogían los toldos que los habían protegidos de los vientos de media tarde y cargaban el pequeño coche destartalado que los había llevado hasta allí. Prefería pensar que no escuchaba lo gritos de su madre diciéndole que era hora de volver y alargar así su esperanza de encontrarlo unos segundos más.

El camino de regreso a la casa de vacaciones desde aquel punto inhóspito de la playa, fue uno de esos viajes eternos que quedan en nuestras memorias. Lucas, se limitó todo el viaje a observar la costa del mar; sin dejar escapar ningún detalle que le pudiera dar pistas de su personaje.

El fin de semana se presentaba cómo un tiempo eterno de incertidumbre y agonía infantil.

Sus padres, como era costumbre en estos días lluviosos de vacaciones, prepararían la cena con amistades temporales y reirían hasta tarde en el patio de pinos de aquella casa alquilada; mientras, los mosquitos picaban a todo aquel que se olvidara protegerse y, las primeras gotas de lluvia los obligaban a trasladarse con sus platos al interior de la casa.

Lucas, y los demás niños, amigos temporales hijos de aquellos mismos padres, gritaban y corrían jugando a policías y ladrones, hasta que finalmente caían uno a uno sobre las distintas partes mullidas que los acogerían hasta que fueron trasladados a sus camas.

Despertó al amanecer, no había dormido bien; en parte por el sofá improvisado de cojines dentro de la chimenea de la casa, pero también, porque no había podido dejar de pensar en Pedro. Siempre, en sus casi 6 años de vacaciones a aquellas playas, él, jamás lo había visto faltar a sus caminatas de media mañana y atardecer.

Sentía que algo le pasado, no sabía que o como, pero no era característico que este hombre de la edad de su abuelo dejara de caminar un día a lo largo del verano.

Decidió levantarse, armo el desayuno, cogió las botas de lluvia que le quedaban un poco grandes y dejo una nota a sus padres diciendo que iría por pan caliente para los tres.

Las calles que unían la casa de alquiler con el centro del pueblo eran de grava apisonada que, a estas horas, ya se encontraban también amalgamadas por un espeso barro blanquecino calcáreo y pequeños charcos esporádicos propios de la lluvia nocturna.

El camino, por su parte, era un zigzagueo continuo hasta la calle principal, la única asfaltada, que daba la perspectiva de pueblo de trama española clásica; con su plaza central rodeada por edificios religiosos, gubernamentales, policía, centros comunitarios y varios negocios.

A pesar de no vivir allí durante todo el año, hacia tanto tiempo que con su familia visitaban estas playas, que él, ya conocía a sus habitantes permanentes y aquellos esporádicos como ellos.

Eran las ocho y los primeros locales y sus dueños eternos abrían en esos momentos o estaban camino a ello.

Precavido un poco y asustado otro tanto por la extraña relación que mantenían, pensó que sería mejor omitir los detalles de la rutina de su antagonista al cruzarlo; frenar su tan marcado paso firme, levantar la cabeza, su mirada y su sobrero de marinero lentamente; rectificar su espalda y clavar su mirada en él fijamente con sus ojos azul profundo; para tan solo unos segundos después, volver a su estado inicial y continuar su marcha con destino incierto hasta volverse a cruzar.

Siempre, se mantenía el tempo, la calma y el silencio entre ambos, pero sus miradas cruzaban los sesenta metros de vacío que los separaban en la playa y conversaban en el punto intermedio de la distancia para volver luego cada cual a los ojos que les pertenecían.

Lucas preguntaba a unos y otros de los transeúntes adormecidos, mientras cierta emoción y excitación por la repuesta que lo movilizaba a entablar nuevas conversaciones, se contraponía a su tímida actitud y a la desilusión encontrada en las respuestas negativas de todos los pueblerinos.

Todo cambio, sin embargo, al entrar en aquel local de artículos de pesca de antaño; ubicado a pocas calles más allá de la plaza central.

El lugar, de alguna manera adormecido también en el tiempo, fascinaba a locales y turistas por su permanencia eterna y estable, con redes usadas tejidas a mano colgando del techo, anclas despintados por los golpes del mar, maderas desgastadas con nombres de buques ya inexistentes y cientos de fotos monocromáticas de peces trofeos y pescadores victoriosos en todas sus paredes.

Lucas, intimidado ciertamente por la presencia sombría, tosca y brutalista del dueño del local; que parecía más salido de las imágenes que lo rodeaban que existente en el tiempo presente; dudo un par de veces antes de comenzar su ya ensayado repertorio de preguntas curiosas.

– ¿Conoce a aquel hombre bajo y encorvado que camina todos los días la playa?

– Si

– ¿Quién es?

– Pedro, nuestro último pescador; un antiguo cliente.

– ¿Cómo puedo encontrarlo?

– No puedes. No quiere saber de nadie desde el accidente.

– ¿Que accidente?

– Tengo que hacer, adiós.

– Pero necesito encontrarlo.

– Te parece a él, adiós.

Sin más detalles y atónito en parte por un volumen de información desconcertante y en parte por una esperanza recuperada y una intriga aumentada; Lucas, salió de la tienda con la cabeza, la sangre y los pies revolucionados.

Caminaba sin rumbo, mientras el sol comenzaba ya a marcar las primeras sombras de las casas bajas que lo rodeaban, calentaba la atmosfera de lluvia pasada y evaporaba el agua de los pequeños charcos fangosos del fin de semana.

Sin quererlo y sin pensarlo se encontró parado frente al antiguo puerto, mirando al mar y aun procesando todos aquellos datos inconexos que había obtenido en una sola respuesta de su pequeña investigación.

Se quedó allí mirando el vaivén hipnótico de las olas y pensando en el pan caliente que aun debía llevar a la casa, en Pedro y en lo diferente que ya eran estas vacaciones.

Decidió entonces, emprender el camino de su personaje por las playas pensando que tal vez aún podría encontrarlo caminando a aquellas horas.

Desde el puerto, el limite septentrional del pueblo; atravesó a pie las dos playas turísticas, donde ya estaban abiertos los pocos chiringuitos que allí había. Vio a los primeros guardavidas preparar todo para una nueva jornada de temporada, y se cruzó con algunas parejas de jóvenes que llevaban un andar de tumbos típico de domingo por la mañana.

Siguiendo el camino, bordeo el arroyo que separaba el pueblo de la punta verde, camino frente al faro y paso enfrente a la bajada de coches que tomaban a diario con su familia; continuo por las desérticas playas con dunas y plantaciones de fijación, mientras se cruzaba algún que otro pescador de costa esporádico.

Anduvo poco más de ocho kilómetros hasta el caracolero, un cementerio natural de cientos de caracoles y conchas marinas que marcaba un hito para marineros y pobladores.

Un lugar rodeado por dunas y, naturalmente formando una concha de arena, que recogía en su interior una marea seca de exoesqueletos de naturaleza muerta que por decisión propia o movimiento oceánico habían acabado sus días formando una obra de arte natural única.

No fue sino, hasta que estaba a punto de pasar este punto, que, al mirar detrás de esta marea de caparazones, le llamo la atención un elemento abstracto, de ángulos filosos y brillo rojizo que se destacaba por sobre el blanco-amarillento de arena y caracoles.

Lucas, se acercó, precavido pero intrigado. Descubrió, una suerte de tótem rectangular de acero oxidado del doble de su estatura y con escritura en relieve que rezaba:

“monumento a nuestros últimos héroes; en memoria de aquellos, mis hombres y niños que perdieron su vida en las profundas aguas del océano en búsqueda de los sueños de todo el pueblo. su padre, capitán y amigo. QEPD”.

Lucas observo, releyó y contemplo la situación y el entorno del cual era parte.

Intento entender que había pasado y donde estaba Pedro, pero no lograba comprender en totalidad todo lo que ya sabía.

Cansado, con hambre y cierto remordimiento por sus padres, emprendió el regreso a la casa de pinos por la costa de la playa.

Caminaba ahora, con un paso sereno pero un poco más ligero, sus manos en los bolsillos de la cazadora roja, y su cabeza pensativa mirando las olas que de manera intermitente le mojaban los pies descalzos. Intentaba conectar la única imagen de Pedro que tenía al mirarlo cientos de veces con los dichos de aquel poblador de la misma generación que su personaje, con la playa, con los barcos, con su desconocido parecido.

Los minutos del emocionante viaje de ida por la arena, se hicieron horas en el regreso al pueblo.

Los pasos, a pesar de ser más veloces, recorrían de manera inconsciente menos distancia; Lucas no quería regresar sin su respuesta ¿Dónde está Pedro?

Su mirada, su cruzaba en aquellos pocos momentos que salía de la arena, con las nubes borrascosos que a lejos y sobre el mar recordaban el fin de semana lluvioso.

Se sentó, antes de regresar a la rutina de las vacaciones de su casa, al costado del puerto a contemplar el mar eterno al que le hacía frente, mientras el sol calentaba la arena y su cuerpo.

Miro con intriga al infinito y observo el porvenir de los turistas dispersos que sin sentido deambulaban por toda la costa.

Sin quererlo y sin pensarlo, de pronto, sus ojos se vieron atraídos por una figura lejana reconocible que esperaba junto a las olas más allá del límite norte del pueblo; con la cabeza en alto, la mirada perdida y un bañador verde; era Pedro.

Excitado de emoción e inocencia, Lucas, se acerca corriendo para verlo al detalle.

Descubrió, que sus pies estaban arrugados como un papel por su edad y mojados por el mar; que sus ojos marcaban tristeza y que sus manos tenían una capa de arena pegada que las cubrían.

A su lado, un castillo de arena recién horneado, comenzó a ser invadido por el golpe de las olas y destruido desde las más gruesas murallas.

Pedro y Lucas se miraron.

Las miradas dialogaron entre sí, como aquellas tantas veces que se han cruzado, pero conversaron ahora minutos más que segundos.

Lucas quiere hablar, preguntar, abrazar, pero no puede.

Pedro se limita a observar, sonreír y con la más profunda de las calmas expresarse;

-Hola

Sonríe, pero no con su cara, sino con sus ojos.

Baja su cabeza y la coloca en su clásica posición de caminante y comienza así su clásico andar; pero esta vez en sentido mar.

Lucas perplejo por lo que ve, se echó a llorar; agitado sus brazos y gritando con voz apagada al mismo tiempo.

La imagen de Pedro entrando a pie primero, y nado lento luego, en aquellas aguas amarronadas es lo último que vera de su personaje.

Mientras la poca gente a su alrededor comienza a entender que aquel hombre del agua no es otro nadador matutino; él, se sienta en la arena con la cara mojada de lágrimas, el cuerpo quemado del sol, el corazón destruido de dolor y la respiración agitada por la adrenalina propia de la situación, mira a su alrededor y ve sobresalir de las ruinas de lo que antes ha sido otro castillo cualquiera una botella cerrada.

Se acerca, la recoge y observa que en su interior espera a ser leída una carta enrollada y atada con un delicado nudo marinero.

Hola hijo;

Quince años llevo esperándote y buscándote. Quince años de agobio, agonía y desilusión de no tenerte a mi lado; he sido actor, director y capitán de tu tragedia.

Cuatro años hace que te me apareces en época de calores infernales y tormentas esporádicas.

Tal vez por el destino, por el karma o por enseñanza; es esta, la misma época que en algún momento nos aventuró al mar en tu ultimo día de sueños y aventuras.

No puedo dejar de lado mi culpa, negligencia y obsesión; no puedo seguir viéndote construir tus castillos de arena en nuestras playas como solías hacerlo mientras; día a día, crece mi delirio.

Hoy cumples años, hoy te regalo mi presencia contigo en la eternidad y me regalo paz al compartir allí contigo.

Hoy te pido perdón, te abrazo junto a las estrellas en la inmensidad del océano y te digo hola y adiós.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS