¡Pedos tristes!, así me decía mi padre.
Al escuchar parte de ese relato, yo no dejaba de sonreír pensando en ese apodo tan peculiar que mi abuelo había dado a mi madre…mientras tanto, ella, en su afán de mantenerse animosa, daba vuelta al tema evitándolo mientras su mirada se tornaba tan vacía como una vieja y abandonada estación de tren.
¿Por qué te decía así? Insistía yo con el interés propio de cualquier persona que quiere saber más sobre el pasado.
Ella, observándome indecisa, queriendo disimular lo mucho que le dolía abrir esa inexplorada caja, y mientras para disimular, vociferaba algún modismo de su particular acervo, decía…-Seguro era porque yo nací con la mala estrella…
Nunca hubiera imaginado que una expresión tan aparentemente coloquial y que podría ser motivo de una calurosa y divertida anécdota, encerraba tantas emociones duras que con el paso de los años, cimentaron e influyeron de una forma tan voraz en su personalidad, acrecentando sus depresiones y sumando para sacar adelante una vida con forzados intentos de felicidad, siempre matizada con ese toque insolente de desaprobación propia.
La vida de mi madre no fue para nada fácil, creció en un entorno donde aparentemente los privilegios era la suerte de unos cuantos; en una familia donde mi abuela, una auténtica matriarca con un sumiso disfraz, pasó casi 20 años de su vida pariendo y luego, navegando a sus hijos mientras el crecimiento escalonado de los 12 le daba la obligada responsabilidad al que tenía mayor edad, como si fuera designio divino y una labor encomendada por la moral y las buenas costumbres, de hacerse cargo del nuevo miembro de la estirpe, mientras mi abuela, seguía dedicándose a aquello para lo que alguien le dijo que había venido al mundo, atender al hombre que le fue destinado por costumbre o por despecho y seguir pariendo, pienso que, seguramente en las noches cuando la soledad llegaba a su mente rogaba a la gracia del cielo que pronto la menopausia le atravesara una daga invisible en la matriz y pudiera parar, ante el temor de poder decir ¡basta! O bien, de no saber que su existencia, podría haber tenido para ella, mejores caminos que el de perder la firmeza de sus senos amamantando a los 12 hijos y a algunos que debido a ciertas circunstancias y como se acostumbraba en esos tiempos, eran extraños llevados a lactar, porque la comadre o la vecina, no habían nacido con esa fortuna.
Atinadamente mi abuela parió en división de género, 6 hombrecitos y 6 mujercitas, muy bien distribuidos para que siempre hubiera una mujer para atender la casa que seguía creciendo en tamaño y necesidades y hombres suficientes para apoyar las labores del campo y el ganado que no daban tiempo al desperdicio de tiempo ni a las ansiedades propias de la falta de que hacer. Mi madre, fue de las de en medio, no suficiente para pasar desapercibida ni tanto para tener más obligaciones que el resto.
¿Cómo sería que el abuelo eligió a mi abuela?, yo la conocí cuando él ya había muerto y siempre me pareció una señora muy bravía, en cada ocasión aprovechaba la oportunidad de demostrar su disgusto hacia la liberación femenina (pienso producto de todos los años en los que se compró un papel socialmente impuesto) y cuando se le permitía, sacaba su fajo de billetes que siempre guardaba sigiloso en un rinconcito olvidado entre uno de sus senos y el pedazo de tela del sostén que la edad ya no le permitía llenar y solicitaba a alguno de los nietos que fuera a conseguir alrededor del pueblo (uno dedicado a la música del que luego hablaremos) una banda de viento para que le tocaran algunas canciones, entre ellas unas que se destacaban por hablar toscamente del amor y desamor y de cómo a veces hay saber cuándo abandonar o mandar lejos, a ese lugar que rima con la nada…
En otras ocasiones, cuando los nietos hombres de mayor edad, se reunían en su casa ya más caída la tarde aprovechando para llenar el vacío del estómago que acumula el trabajo duro y la prolongada jornada y hablar de las ocupaciones del día a día, ella demostraba su apoyo hacia el triunfo del machismo, del permiso que ellos tenían per se, de poder compartir, por su simple existencia, varias camas (siempre sin ser demasiado obvia) y de lo mal que hacía ver a la familia un hombre mandilón, como se acostumbra llamar a aquellos que disfrutan de compartir las labores de la casa con su pareja.
Recuerdo cuando le llevé a presentar a Christian mí hoy esposo,
-Carmelita- como yo la llamaba,
-Él es Chris…es mi novio, ella ya se encontraba postrada en su cama en el último año que disfrutaríamos de su peculiar existencia, volteó a verme, regresó la vista a él y le preguntó sin más preámbulo.
-¿Es peleonera?
Chris sin saber si decir no y desalentar el interés de la abuela dado lo importante que yo le había contado era ella para mí, y sin saber si decir si y soportar mis reclamos al salir de su casa durante todo el camino…solo asintió discretamente con la cabeza diciendo…
-Solo cuando debe serlo.
Nunca olvidaré la cara de mi Carmelita que volteo a verme orgullosa mientras decía
-Así debe ser.
En ese momento pensé, que tal vez mi abuela hubiera querido ser hombre, no por el género en sí, sino porque en su idea, a un hombre se le permitían muchas más cosas a las que ella hubiera querido y no pudo acceder, eso lo aprendí casi al final de sus días.
Seguramente a eso se refería mi mamá cuando decía…-Porque yo nací con la mala estrella- seguramente ella hubiera querido tener las oportunidades que eran exclusivas de sus hermanos, el poder elegir sobre algunas cosas, el contar con cierto consentimiento para otras y no tener que soportar la imposición incluso, al momento de consumar su primer acto involuntario de amor.
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