Por. Karol Bolaños
Candela está en una encrucijada terrible, un encierro mental incomodo, un sufrimiento insoportable, una prisión indefinida, un hastío desgastante, un espejismo que se desvanece y un sistema que deja de estar a su servicio.
Vive la necesidad de liberarse de tanta presión, sabe que, tiene que hacer algo desesperado como siempre lo ha hecho para mantener el equilibrio de su existencia. Como siempre, ve como única salida la necesidad de entregar sus heridas a los peces para que coman lo podrido y dejen sólo lo vivo.
Es fácil, por mecanismo, por poder, por acción u omisión siempre funciona. En últimas y según criterio de vida, es solo cuestión de relaciones, imbricaciones y destinaciones. No es un misterio, todo su ser, toda su vida, la colección de sus memorias y la predicción de que todo estará mejor depende de las cuerdas que siempre logre controlar.
Aunque es simple porque lo que se necesita siempre está ahí y es un acto sencillo que solo implica tirar de la cuerda, de lo que se sospecha es una relación simbiótica nutrida a base de alimento.
Un día, cualquiera de ellos, sucede lo inesperado, lo único que sí es un llamado de atención frente al frenesí de risas, enojos y distracciones. Los peces están empalagados de tanto desecho, sus colores se han ido perdiendo, el gris incoloro, inodoro y aburrido ha empezado a cubrir su piel, lo cual, a este punto, empieza a ser insoportable hasta para ellos.
Es cierto que necesitan alimento, aquel que viene de la naturaleza misma de la vida, y porque no, de la muerte que hace parte de ella; pero es evidente que siempre muerto, solo es cuestión de una actividad carroñera, y de ninguna manera, su nacimiento ha sido anclado a esta tarea.
Ellos ya no quieren comer lo mismo o hacer la misma tarea de separar lo que sirve de lo que no, esa carne tiene las mismas heridas; es como si su dueña buscase siempre el mismo golpe. Tal vez, siempre se va contra la misma piedra porque, aunque presume con fiereza que ya la vio, la ve demasiado y obvio su destino es ella.
Esta muy golpeada la pobrecita, todo el mundo debe socorrerla, sufre mucho la pobre Candela y no sabe como sanarse; por eso siempre va a su terapia de peces en busca de aquel cosquilleo que sienten sus pies y les dan alivio a sus heridas.
-Veo- dice la pitonisa – hasta los huesos están astillados, noto que usted siempre se cae en el mismo hueco y se golpea con la misma piedra. Incluso, sabe cómo repararlo, porque busca una y otra vez aquello que la logra levantar de su caída; de manera singular, ha comprendido que existe una forma de sanarse temporalmente sin necesidad de ir a la profundidad de su encrucijada ¿será usted un coral? ¿un tiburón? ¿tal vez un hongo? o ¿porque no un virus? –
Candela no siente nada, no dice nada, no piensa nada.
Sus heridas son grandes, todo el mundo lo sabe, lo reconoce; pero ha llegado un punto que nadie puede hacer nada para calmar el dolor, para sanar la herida profunda, para luchar una batalla que no le corresponde. En fin, ha llegado un punto que solo depende de ella misma.
Pero Candela no sabe cómo utilizar las herramientas que le han sido otorgadas, entonces, al verse perdida entre la bruma del dolor, la existencia y la soledad; se desespera, busca luz donde sabe que esta; arremete contra los peces en río revuelto, busca desesperadamente entre las rendijas, intenta abrir puertas cerradas, espía por entre los claros que dejan las cortinas y se mete con las fragilidades de sus servidores. Ofrece su carne viva, el tuétano de su hueso y prefiere ahogarse husmeando que nadando.
A este punto, nadie quiere ser pez de mil colores en un centro de terapia basado en hacer cosquillas a quien sabe qué tipo de pies, mucho menos ser un pez que separa la carne podrida de la carne sana ¡mi alma! Si los peces tuvieran voz esa esclavitud acabaría de inmediato.
Por otro lado, eso significaría que Candela, finalmente alzaría su mirada, la fijaría en el hacia dónde va, hacia el frente, fijaría su camino, tendría en cuenta sus obstáculos a tiempo y los evitaría suavemente. Controlaría su destino.
¡Ojalá!
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