No esperaba una llamada de la residencia esa mañana, estuve visitando a mi padre la pasada tarde, y le vi como de costumbre, no parecía estar enfermo. Cogí el teléfono adormilada, y me costó reconocer la voz de la auxiliar.
—Buenos días, ¿eres Vera Baeza?
—Sí, soy yo, ¿con quién hablo?
—Disculpa la hora, te llamo de la residencia La torre, es sobre tu padre, hace un rato avisamos al médico porque le vimos muy alterado, le han estado valorando y han decidido trasladarlo al hospital San Nicolás.
—De acuerdo, gracias por avisar.
—No es nada, ¡buen día!.
Colgué el teléfono. Mi cerebro pasó de estar adormilado, a acelerarse por completo.
En quince minutos ya estaba duchada, con un café a cuestas, y sentada en el coche dispuesta a salir hacia el hospital. Hice un par de llamadas, una para avisar a mi marido que estaba de viaje, y la otra a mis jefes para comentarles la situación. Arranqué el coche y puse rumbo al San Nicolás.
Mientras conducía, intenté calmar sin éxito el estado de nervios en que había entrado mi cuerpo. A mis cuarenta y dos años, no recordaba haber visto alterado a mi padre. Sabía que la demencia que sufría desde hacía ya un tiempo, habían hecho de él una persona distinta, pero su semblante siempre era calmado, e incluso más risueño de lo habitual en él, que hasta entonces se había caracterizado por ser un hombre serio, y taciturno.
En cuanto llegué al hospital, me dieron el número de habitación, y me dijeron que el médico se pondría en contacto conmigo.
Encontré a mi padre en la cama, con correas de sujeción en las muñecas y tobillos, y completamente sedado. Me impresionó tanto verle así, que no pude evitar ponerme a llorar sin consuelo. Era un hombre alto y fuerte, aunque la enfermedad le había mermado un poco, su aspecto seguía siendo robusto, y tenerle delante, en esa situación, me rompía por completo. Me senté a su lado, y en pocos minutos, un médico entró en la habitación.
—¡Buenos días!, soy el doctor Santana. ¿Es usted familiar de Fernando Baeza?
—Sí, soy su hija
—Bien, su padre ingresó hace un rato con un brote de ansiedad severo, tuvimos que sedarle, y aún estamos a la espera de los resultados de un par de pruebas. En principio, suponemos que todo es debido a su enfermedad, pero vamos a esperar a ver como responde, quizás, si vemos que los episodios se repiten, habrá que cambiar la pauta, y añadir algún tipo de tranquilizante a su medicación.
Salí a tomar un poco el aire, la conversación con el médico, me había dejado con muy mal cuerpo. Me había costado mucho asimilar la demencia de mi padre, pero a pesar de su pérdida de memoría y de autonomía, parecía estar tranquilo, no me encajaba para nada la agresividad y ansiedad de la que el médico hablaba, suponía que formaba parte de su deterioro, pero para mí, era otro varapalo más.
Decidí llamar a la residencia, por si podían haber visto algo inusual, algo que lo hubiese podido alterar, y me contaron que no dejaba de repetir una frase.
“—Paseo de los robles… Paseo de los robles doce.”
Volví al coche, necesitaba aislarme, el ajetreo del hospital estaba empezando a molestarme demasiado y decidí ir a casa de mis padres.
El piso llevaba cerrado desde que mi padre ingresó en la residencia, pero yo iba de vez en cuando, a echar un vistazo y a sentirme en paz.
No estaba anímicamente bien, el fallecimiento de mi madre, y poco después, la enfermedad de mi padre, había dejado mi ánimo por los suelos, y uno de los sitios donde me encontraba más tranquila era aquella casa, que además, me traía recuerdos de una infancia feliz.
Necesitaba fumar, acababa de caer en cuenta de que en otro intento más por dejarlo, llevaba unas semanas sin coger un cigarrillo, pero la ansiedad comenzó a recorrer mi cuerpo, y mi cerebro me pedía nicotina.
Mi padre había sido también fumador, y recordé que los últimos tiempos, cuando su memoria empezaba a nublarse, le había dado por esconder cajetillas por todo el piso.
Me puse a rebuscar como una yonqui, impulsada por el mono de tabaco.
Revolví cajones, baldas, hasta que me dió por mirar bajo la cama.
Sabía que mi padre guardaba unas cajas de almacenaje allí, que contenían básicamente calzado, supuse que no habría tabaco escondido dentro, pero de paso, echaría un vistazo para llevar a la residencia otro par de deportivas para él.
Efectivamente, no había tabaco, pero ví una caja preciosa, de esas de madera, tipo vintage, con dibujos de personas con ropajes de época. Me llamó la atención, no recordaba algo así en casa. Tenía un cierre, una especie de candado diminuto que no me costó demasiado forzar.
La caja contenía cartas, escritas a mano, y una bolsita de tela con una medalla de oro dentro, donde rezaban unas iniciales. “M. L”. En cada sobre, el remite sin nombre, pero con una dirección. “Paseo de los robles. Nº12”
“Málaga a 21 de Enero de 1964.
Mi querido Fernando, me mata pensar que no te volveré a ver. Sé que has tomado tu decisión, y que tu mujer, y ese hijo que esperáis, son lo primero para tí. No me queda más remedio que aceptarlo e intentar seguir adelante. No sé si seré capaz, me atormenta saberte en brazos de otra persona, sabes que daría todo lo que tengo por cambiarme por ella. No hace más que unas horas que te has marchado, y ya me ahoga tu ausencia. Tan solo me queda el consuelo de tus palabras, cuando decías que no podrás amar a nadie como a mí, recordaré de por vida nuestros momentos y tus labios diciendo que me querrás por siempre . No te olvidaré nunca.»
Tu amor escondido.
Me senté en la cama con el corazón bombeando a un ritmo frenético, no entendía nada, bueno, sí, pero no quería entenderlo.
Mi padre, ese hombre recto, severo, y por supuesto muy reacio a muestras de cariño, guardaba cartas de amor, que además mostraban claramente una infidelidad a mi madre.
Me recompuse como pude, cogí las cartas que mi padre había escondido dentro de aquella caja, y las guardé en mi bolso. Me marché totalmente aturdida, no sabía cómo encajar aquello, me había quedado completamente tocada, y por supuesto con ganas de leer esas letras con más calma y saber más.
Pasé dos días dando vueltas a todo, por fín veía claras algunas actitudes en mis padres. Siempre se comportaron más como dos buenos compañeros de piso, había mucho cariño entre ellos, eso lo tenía claro, y me consta que habían sido felices, pero faltaba algo, y ahora había descubierto por qué podía ser. Aquellas cartas hablaban de una persona que yo no reconocía, pero que claramente era mi padre. En ellas, se mostraba la relación amorosa que ellos tenían , que debió de ser tan intensa como para que mi padre se planteara dejarnos.
Yo me sentía confundida, con sentimientos encontrados, por un lado, la rabia por el engaño, y por otro, el saber a mi padre en esa tesitura, me hacía sentir ternura por él.
No lo pensé más, en las cartas, la amante contaba que ella siempre lo esperaría, y me dispuse a buscar a esa persona. Necesitaba ver cómo era, mirarle a los ojos, conocer si todo eso era real, y saber por qué mi padre seguía nombrando esa dirección.
No sabía si ella estaría aún viva, o si finalmente olvidó a mi padre y formó su propia familia, pero yo tenía una dirección, unas iniciales, y necesitaba respuestas.
Pedí unos días libres en el trabajo por asuntos propios, y ante el asombro de mi marido, decidí viajar hasta Málaga para conocer qué quedaba de esa historia.
En cinco horas estaba ya entrando en la ciudad, lo había estado mirando, y sabía que el “Paseo de los robles” pertenecía a una especie de urbanización, una barriada de casas unifamiliares, de clase acomodada.
Al entrar en el barrio, empecé a sentirme descompuesta, no sabía muy bien qué me iba a encontrar, ni cómo me iba a presentar, no tenía nada claro, y para una persona a la que le gusta tener todo totalmente organizado, como yo, el tema era un sin vivir.
Las casas eran una especie de adosados, así es que decidí aparcar, y seguir andando hasta el número 12.
Llegué en unos minutos, el corazón me iba a mil, y mis piernas no avanzaban. Eché un vistazo rápido al exterior de la casa, pero no ví nada llamativo, tan solo un jardín bien cuidado, con un par de hamacas bajo una pérgola.
Me armé de valor y toqué a la puerta, tardaron un poco en abrir, pero finalmente un señor se presentó ante mí.
—¡Buenas tardes!, sé que le va a sonar raro, pero… busco una señora, sé que ella vivió aquí en el año sesenta y cuatro, a lo mejor se mudó. —me pareció imprudente preguntar si seguía viva.
—¿Una señora?, ese año esta casa ya era mía, y aquí la única señora que vive es mi madre.
Me sonó un poco raro, porque por la edad que ese señor aparentaba, su madre tendría que ser muy mayor, pero no tenía ningún dato más, así es que, decidí intentarlo.
—Disculpe, sé que todo esto le puede parecer una broma, pero le aseguro que no lo es. Soy la hija de un viejo amigo de ella, y para mí sería muy importante poder verla y que pudiéramos charlar un momento.
—¿Eres hija de un amigo?, ¿quién es tu padre?.
—Soy hija de Fernando Baeza.
La cara de aquel hombre cambió de repente, tuvo como una especie de vahído que hizo que tuviera que apoyarse en el marco de la puerta de entrada.
—Será mejor que pases dentro. —dijo con voz temblorosa.
Pasamos al interior de la casa, después de cruzar un largo pasillo llegamos a una estancia que parecía ser una salita comedor. En una butaca, una anciana prestaba atención al televisor que tenía frente a ella.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, el señor debió de intuir alguno de mis pensamientos, y me dijo:
—Es mi madre, no te preocupes por ella, hace ya mucho tiempo que no es consciente de lo que pasa a su alrededor.
Me ofreció un café, y me invitó a sentarme. Él se sentó frente a mí.
—¿Cómo has encontrado esta casa?
—La dirección venía en el remite de estas cartas.
Saqué los sobres y la medalla de mi bolso. Abrí una de las cartas y la puse abierta en la mesa, esperando a que aquel hombre la leyera, pero él tragó saliva visiblemente afectado, me miró y dijo:
—No hay ninguna señora, la persona que escribió estas cartas, fuí yo.
Mi cara debía de ser un cuadro, me quedé sin habla, intentando procesar en mi mente lo que acababa de escuchar.
No fuí muy consciente del tiempo que estuve allí escuchando la historia que Miguel me contaba, con todos los detalles, o al menos los que se pueden contar a una hija.
Me habló de cómo se conocieron, del romance que vivieron, por supuesto a escondidas de todos por su condición homosexual, en aquellos años, dentro de una sociedad totalmente retrograda e inquisitoria, que en contra de los deseos de ellos dos, tuvieron que tomar caminos distintos, y que años después, el destino volvió a unirlos, donde finalmente, mi padre tomó la decisión de seguir adelante con la vida que ya tenía junto a mi madre.
Me dejó algunas de las cartas que él también guardaba, escritas por mi padre, prometí devolverlas en cuanto tuviera el valor de leerlas, y con el corazón encogido por todo lo sabido, me fuí.
Tardé semanas en digerir toda la historia, leí varias veces las palabras escritas entre ellos. Ví que el amor que se tuvieron fué completamente real, que no pudieron, o no les dejaron ser felices juntos. Llegué a empatizar con esos dos jóvenes que sufrieron un infierno y que no consiguieron lo que deseaban, y finalmente, tomé una decisión.
En la conversación con Miguel también hablamos de la demencia de mi padre, y de su estancia en una residencia, así es que decidí mandarle un mensaje.
“Residencia La Torre.
Avenida Santa Marina 21
28774 Riobajo
( Madrid )
Por lo que Miguel me contó sobre sus visitas a mi padre, este, que aún seguía teniendo pequeños ratos de lucidez, pudo reconocerlo en algún momento.
Por fin, después de mucho tiempo, pude sentirme en paz. Al fin y al cabo quién era yo para criticar a mi padre. Además, después de saberlo todo, sentía que le debía algo, porque él había sacrificado su vida por nosotras, acallando lo que sentía, y dejando de lado la oportunidad de ser feliz, tan solo por estar a nuestro lado.
No sé si fué totalmente consciente de tener a Miguel frente a él, o si su mente estuvo clara durante unos pocos segundos, minutos, u horas. Pero si en alguno de esos momentos él fué feliz, yo ya me daba por satisfecha.
Silvia Moré.
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