Juan Cruz corría por el húmedo túnel, persiguiendo la risa de su madre que se había desvanecido entre ecos. La estación de subte de la línea A «Pasco Sur» lo recibió con un frío que no parecía pertenecer a un subsuelo, sino a otro lugar que no lograba comprender. Los carteles oxidados aún marcaban destinos imposibles: «Trenes a 1951, solo ida». El silencio se quebró cuando escuchó pasos detrás suyo. Giró, esperando encontrar a otro joven, pero lo que vio fue su propio reflejo: la misma ropa, la misma mirada… solo que con los ojos vacíos, como muertos. Revivió la escena que había experimentado, como creyó deducir, no hacía mucho: un hombre extraño se acercó y, sin mediar palabras, atravesó un cuchillo por su corazón y él cayó al piso mientras el agresor se alejaba. Juan Cruz pudo sentarse y sentir cómo el frío del filo del arma se extendía por todo su cuerpo, sus ojos adquirieron el color de la muerte. Juan Cruz intentó estirar la mano para tocarse, pero no pudo. A lo lejos, las luces de un tren aparecieron, frenó a su lado. El joven entendió que ya no volvería a la superficie y decidió subirse al tren.

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