Si lo hubiera sabido, pedía licencia. Me faltaban pocos días para jubilarme. Toda una vida fabricando cuchillos. Nunca un problema. Pasamos intervenciones, cambios de jefes, sueldos en picada, épocas bravas, pero mi hoja estaba limpia. Siempre.
Hasta ese día.
La máquina soltó el molde. Lo agarré como siempre, con guantes, pero la punta me cortó. No lo noté en el momento. Fue un compañero el que señaló la mancha oscura en mi bolsillo. Me saqué el guante. Tenía una línea roja en el dorso de la mano, precisa como una incisión quirúrgica. Llamaron a asistencia.
—Nada grave (dijeron). Antitetánica y una venda.
Me prometieron que en una semana iba a estar cerrada.
No pasó.
Sangraba poco, pero todo el tiempo.
Un hilito constante, un reloj perdiendo minutos.
No coagulaba nunca, como si la piel no supiera cerrarse.
El médico de la obra social me revisó. No era hemofilia, ni diabetes, ni nada que pudiera explicar eso. Me mandaban de un consultorio a otro. Nadie sabía nada. Me dieron licencia.
Presenté los papeles para la jubilación. Me acuerdo de estar en la fila con la venda ya empapada. Una señora me ofreció un caramelo con gesto de velorio. Un tipo me dio un nombre anotado en un papel mugriento.
—Curandera. Vive por el Mercado Central (susurró).
Fui.
La mujer era mayor. Ojos secos. Me pidió una colaboración a voluntad y me escuchó sin interrumpir. Se quedó un rato largo en silencio, luego habló, despacio, con voz ronca, sin titubeos:
—Ese metal no era de acá. Lo trajeron de una montaña vieja, del otro lado del mundo. Lo usaban en guerras que nadie recuerda, para matar lo que no debía volver.
—¿Quién?
—Alguien con odio. Tranquilo. No era para usted. Ya estaría muerto si lo fuera.
—¿Tiene solución?
—Podría. Pero no hay garantías.
—Dígame.
—Dos gotas de esto cada noche, en un vaso con agua. No vuelva a la fábrica. No se acerque nunca más al metal.
El frasco era opaco, frío al tacto. Lo llevé a casa.
Cobré mi primera jubilación hace poco. No volví a tocar cuchillos, ni tijeras, ni tenedores. Ni siquiera abro latas. Me acostumbré al pan con la mano. A comer fruta entera. A romper los sobres de azúcar con los dientes.
Hoy me sentí muy mal, tuve que llamar y los de emergencias están en mi cocina.
Estoy pálido. La herida ahora parece un surco, y la sangre no da tregua.
Uno de los médicos le dice al otro:
—No entiendo. Se está yendo y no hay razón física.
El otro lo mira.
—Parece cosa de mandinga (dice).
Lo escucho como un eco.
Estoy mirando el frasco. Sigue sobre la mesa, cerrado.
Nunca lo abrí.
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