Viví cautiva en una gran torre,
Bajé por mi cuenta,
Luché contra el feroz dragón;
Aprendí a romper el hechizo de la malvada bruja.
Y aunque también anduve sola por el frío bosque, siempre me creí fuerte, libre, sin ataduras en mis manos o piernas.
Al llegar al reino más cercano, hallé a un príncipe de corazón salvaje, libre y temerario, tanto como el mío que, aún en la oscuridad de las costumbres podría atreverse a conquistar tierras igual a él.
Lo observaba, en silencio, tal vez esperando que sus misteriosos ojos liberaran de la cárcel física de la piel, a aquella muestra inmortal de la esencia misma de la luz y la pureza, su alma y viniera directo a la mía, quién le alegaba al supremo por ese momento.
Su espada reflejaba a aquel hombre libre, un hombre sin armadura, sin casco, un Adán tan puro y claro como el agua que quería gritar al viento, demandándole por su cruel destino: morir en combate.
Mi pecho se oía crujir,
y mi corazón, rujir,
¿por qué rujir?
De melancolía,
Lanzando un alarido de inusual origen, uno que provenía de las lágrimas que una vez mis ojos veían caer, así como yace él sobre mi regazo en sangre.
Un final trágico para tan bellos ojos, que en sus últimos instantes presenció el unir del sol y la luna, el estallido del cosmos, el choque de las estrellas del amor no declarado con el dios de la muerte.
Pero fue en sus últimos suspiros cuando sentí que al vernos por primera y última vez, nuestras sublimes almas se encontraron aún en los inmensurable del universo del amor de donde no saldrán, pues, también he de morir yo, herida por su espada en mis manos siendo clavada en mi pecho, conservando la esperanza de que esto que hoy escribo sea izado en los himnos de los amantes del mañana.
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