Ahí estábamos, sentados en el grass de ese parque pequeñísimo a un par de calles del campus de la Facultad. Julio abrió su billetera y extrajo de ella una cajita en donde se asomaban, curiosos, papeles para armar cigarrillos de textura sabor a chocolate. –Acá se debe sentir más rico- me dijo Julio, sonriendo cuidadosamente; yo hice un respingo y él me alcanzó uno. Procedí a sacar una bolsita tipo ziploc donde guardaba la hierba y empecé. Mientras yo tenía los ojos clavados en el aire sobre el papel y la hierba, Julio me contaba la historia de su tío, un señor interesantón que era medio artista y siempre estaba con un cigarrillo colgando de su boca; que él lo influenció, decía, y que quizás por él también es que Julio escribía con tanta intensidad y, sobre todo, para mí, con un estilo al escribir que reflejaba mucho placer al hacerlo.
Más allá, sobre la pista, pasaban en dos filas como si fueran trencitos, infantes de como cuatro años de edad, tomándose el de atrás del mandil de su compañero de adelante, así, consecutivamente todos dando pasos pequeñísimos y como quien no sabe hacia dónde va. Sus profesoras, una adelante y otra detrás de la fila, caminaban junto a los niños. Estos nos descubrieron expectantes de su tierno barullo, nosotros con una mueca en la cara como a punto de sonreír, con un rasgo de alerta en la mirada. Solo cuando un heladero pasó tocando su corneta, todos los nenes, sincronizados, voltearon a ver al comerciante uniformado y se olvidaron de nosotros. Luego de eso, los niños se perdieron de vista y Julio y yo nos reímos negando ligeramente con la cabeza, quedándonos en un silencio que decía muchas cosas, vaya a saber qué cosas.
Como yo lie el cigarrillo en el papel de fumar, fui yo el que procedió a prenderlo, cosa normal, regla tácita entre quienes andan inmersos en la cannabis. Luego de darle un par de generosas caladas al puro, y ya en estado ligero, por ponerlo así, le explico a Julio que a veces mientras fumaba el primer troncho del día, sentía o pensaba que no valía la pena odiar a nadie; pensaba que yo no odiaba a nada ni a nadie, y que sentir esto era reconfortante, aunque solo lo pensara cuando estaba fumado. Julio, recibiendo el cigarrillo y dándole su primera calada; antes que le hiciera efecto, me dijo un poco apresurándose que intuía que yo debía escribir, que debido a que no lo hacía habían cosas incompletas que jamás resolvería. Ambos nos quedamos unos segundos apoyados en el grass, solo sintiendo, hasta presintiendo quizás; -Ese es tu rollo- Le dije, finteando un enfado a Julio, -A ti te encanta escribir, y creo que a mí no se me da así, al menos por ahora-. Julio sonreía y, ya fumado, me dijo –…Tiempo al tiempo- mientras arrancaba el pasto con sus manos delgadas y huesudas.
Después que pasaron dos años de este día en el parque, Julio y yo ya andábamos en los últimos cursos en la Facultad, y habíamos llegado a la conclusión que la hierba era como gustar de comer helados de chocolate, y que siempre llega el día en el que comerlo es insoportablemente aburrido. Ya no fumábamos. Y yo, tal y como había sugerido y vaticinado Julio, andaba escribiendo cada noche al llegar a casa de las clases en la Facultad. Julio vivía un romance con una chica seis años mayor que él, cosa que me parecía súper, solamente percibido como una aventura, un affair oportunamente concluido luego que se pusiera complicada la cosa. Julio pensaba que pensaba distinto, pero unos buenos meses después, luego de nuestra graduación, él ingresó a una maestría en España y terminó con su conquista sin voltear atrás.
Los años que siguieron; ser un egresado; ocupar puestos que a medias me mantenían interesado, pensando en salir de la oficina a partir de las dos de la tarde, así todo el tiempo, me tenía insatisfecho, y algo de toda esa rutina laboral no me terminaba de cerrar. Después de todo seguía un orden lógico y consecutivo: Creyendo que había algo mucho más elevado que estudiar en clases, y volver a casa a introducirme en los textos hasta perderme a mí mismo dentro de todo ese conocimiento, sentía que vivencialmente no me llevaba a ninguna parte, fue el motivo por el que busqué en una droga recreativa un halo de profundidad del que, solo durante un lapso de tiempo, disfruté como si estuviese en un continuo viaje, aunque fuese solo intelectual y sensorial. Y ahora trabajando no había espacio para algo transgresor, después de todo. Supongo que el papel del cannabis lo ocupaba, recargadamente, el tren de vida que disfrutaba incipientemente, consistente en momentos placenteros que refrescaban mi vida; y que me hacían sentir la esencia más ligera, estética y segura. Siendo coherente, no estaba dispuesto a rechazar ni abandonar por ningún trance existencial en la oficina, a partir de las dos de la tarde, claro, ésta nueva dimensión del placer que, francamente, me llenaba de más, cada vez y mejor.
Varios años más adelante, aquellos deseos miopes e intuitivos que guardaba en mi mente, y sobre todo aquellos rasgos que se asomaban incipientes en mi personalidad, con la fortuna que tuve de encontrar la rama de mi carrera que me exigía tanto como me recompensaba, y con el confort que mi dinero podía pagar, fueron mostrándose nítidos en mí, creciendo en una dimensión estética, íntima y personal en la que el placer era fecundo en mi relación con los demás y en mi trabajo. Ciertamente no era más el muchacho desprejuiciado y casi contestatario que empezó una carrera universitaria. Aquello del tren de vida que tanto empezó a gustarme al comenzar a trabajar, esculpió en mí a un hombre socialmente seguro, arrogante a veces, pero de pensamiento afilado y refinado. Con esto no manifiesto que en ésta época que cito, mi vida, mis actos y mis emociones fueron felices o perfectos siempre, no. Obviamente este tema de la felicidad a ningún hombre del planeta le funciona con intensidad infinita; así somos: Imperfectos, hechos de un material maleable, vulnerable y mayormente impredecible; y creo que es la regla general.
Mis cosas, las cosas, andaban muy sobre llevables y, por una cuestión de placer personal, nunca dejé de leer continuamente y, por supuesto, tampoco de escribir. Quizás uno de mis mayores falencias se concentró en mi actitud frente al compromiso. Manejé varios romances sin mucha profundidad con algunas mujeres, salvo por la regla real de estar, de veras estar, el tiempo que duraba lo nuestro. Fuera de eso, no me casé y menos aún tuve algún hijo; y aquello que constituía una de mis falencias, contradictoriamente se me revelaba a solas como un gran triunfo personal.
Lo también paradójico, fue la noticia de Julio que, luego de su maestría en España, y con la cínica facilidad de un hombre de mundo, atravesó solo a medias esto de la nostalgia por su terruño, y radicó felizmente en España donde se casó con quien fue su compañera de curso en un diplomado de Gestión Medio ambiental en la universidad de Barcelona. Beatriz y Julio, casados y, a pesar de no ser la mujer que uno sueña de veinteañero, sino profundamente, una versión más honda y sincera de lo que uno espera, aunque intuitivamente, sobre cómo sería una mujer que solo diera felicidad y nada más que felicidad.
Julio y Beatriz no tienen una vida opulenta, pero sí dos nenitas y un niño, y cada vez que converso con Julio, su serenidad y sabiduría de las cosas simples, que son el material del que está compuesta gran parte de la vida, me estrellan ante mi soledad, ante esta neurosis que de a ratos aparece y que solo puedo despejar con una copa, y pienso que todo… es muy curioso, es inexplicable, y también descabellado, pero por sobre todo, es hermosamente absurdo.
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