Trabajan de pie,
ocho, diez, doce horas,
con delantal o uniforme prestado,
bajo luces frías de supermercados,
cafeterías donde el aroma del café
no alcanza a despertar sus sonrisas.
Entre cajas registradoras y bandejas,
cobran, limpian, sirven,
mientras piensan en matrículas,
en préstamos que pesan más que las mochilas,
en el futuro que se compra caro
y promete poco.
La amabilidad —dicen— es la primera lección,
pero sus labios aprenden gestos mecánicos,
expresiones vacías,
miradas cansadas que esquivan el contacto,
como si el corazón se hubiera mudado
a una pantalla brillante
donde todo parece más fácil.
Hijos e hijas de internet,
primeros nativos en las redes,
conectados al mundo entero
y, sin embargo, tan lejos de sí mismos.
Hablan en emojis,
responden con pulgares,
sustituyen abrazos por notificaciones
y el silencio por auriculares.
Generación Z,
construida en un océano de información,
pero náufraga en empatía;
expertos en tecnología,
pero aprendices en la ternura.
Se baten entre la esperanza y el cansancio,
entre la velocidad de lo inmediato
y el deseo de ser escuchados.
Quizá aún no sepan sonreír
como dicta el manual del cliente,
pero en sus ojos hay una fuerza distinta:
la de quienes buscan un lugar
donde no haya que fi

ngir
para poder vivir.
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