Se mantuvo oculto y en silencio. El pueblo se enteró todo el mismo día. Lo increíble del hecho nos dejó en un desconcierto tan espeso que por un tiempo no supimos ni qué sentir, ni qué pensar.
Algunos se negaron a creerlo. Aseguraban que debía tratarse de un error, que no podía ser, no después de tantos años, y justo ahora, por qué salían con esto. Los más cínicos se encogían de hombros y decían que daba lo mismo, que hicieran de cuenta que todo lo que hizo fue por buena voluntad, y listo.
Los más rígidos estaban furiosos. Buscaban culpables entre los que debían haberlo controlado desde lo administrativo. Preguntaban si alguien había tenido alguna “mala experiencia”, y la palabra flotaba en el aire como una amenaza muda: abusos, tocamientos, algo. No encontraron nada.
No es que no me importara. Comprendo la gravedad. Pero lo que más me perturbó no fue el delito, sino la reacción del pueblo: el pánico callado, la vergüenza colectiva, el repentino silencio en las calles. Entiendo que no era como si hubiera trabajado en salud (ahí sí el daño podría haber sido irreversible), aunque hubo familias enteras que se quebraron al pensar que todo lo vivido, todos los rituales, todo lo construido, había sido una mentira. En ese temblor nacieron cosas terribles. Supimos de un caso de incesto, y no fue el único.
Si uno deposita la esperanza en una persona, cualquier derrumbe ajeno se vuelve ruina propia. Deberían haber actuado por convicción, por comunidad, por amor al prójimo. No: lo hacían porque él los entusiasmaba, porque les decía las palabras justas, porque sabía guiar. Ahora que se desmoronó, quedaron sin ancla.
Vino gente de la ciudad. Nos dijeron que lo investigaban hacía cinco años. Causas penales, falsificación de documentos, estafas varias. Era un maestro del camuflaje, o tal vez los investigadores eran torpes. Es extraño que busques durante cinco años a alguien que vive en un pueblo cercano.
Lo vi irse en el auto, justo antes de que lo atraparan. Me saludó con una sonrisa. Me atravesó la vergüenza como una flecha. Ese hombre sabía mis secretos más oscuros. Se los había confesado. Como todo el pueblo.
Imaginen el poder de alguien que, durante cinco años, se hizo pasar por sacerdote.
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