Ya no puedo escuchar el rumor del aire

serpenteando entre las ramas.

Mientras desciendo a oscuras por esta ladera,

la noche se alarga, el espacio se extiende

por las sombras y no adivino la salida.

A ciegas, anhelante, voy en busca de la aurora.

Corrientes circulares me elevan en su impulso,

giro y giro como una marioneta de hilos de cristal

y de repente soy empujada, a merced de las ondas,

hacia el horizonte de un fuego sin llama.

Las tijeras del tiempo mis alas cercenaron;

sin embargo, es ahora cuando puedo volar.

Aún recuerdo los días de mi infancia,

tierna y frágil candelilla, asida con firmeza

al poderoso brazo de la comunidad.

Así aprendí la danza de la brisa en la mañana

y a saludar, festiva, la llegada del atardecer,

al compás del canto de un ave nocturna.

Soporté en calma la violencia de la tempestad

y aguardé, paciente, la llegada del calor.

Maduré al ritmo de las estaciones

sintiendo correr en mis venas

el flujo de la vida y con su latido me dilaté,

palma extendida, hacia el cielo y el sol.

Conocí dichas crepusculares,

me bañé en el agua y la luz. Saludé el aleteo

de los patos, que marchaban para nunca volver.

Disfruté con el cantar de las cigarras

que celebraban, al caer la noche,

en un eterno presente, su soledad.

Intensa y breve ha sido la senda

que las Parcas trazaron para mí.

De un lado a otro, meciéndome en silencio,

atenta al susurro de las nubes,

flotaba como pajarita de papel.

¡Qué lejanos quedan ya aquellos recuerdos!

Puñales de bronce sajaron mis manos,

al dictado de energías equinocciales

que sellaron el fin de los días, el ocaso

de la vitalidad. Es Natura quien fija

el devenir de todas las cosas

en su eterno retorno, capricho de un dios burlón.

Desde entonces mi sino no es otro

que sumirme y alzarme. Ahora veloz,

ahora más lenta, me limito a dejarme ir

hasta fundirme en un beso con la eternidad.

Y solo me resta caer para no levantarme,

ver cómo nace mi último día y, al oriente, morir.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS