-Supe que tenía que superarlo cuando Pedro me dijo que me había escuchado llorar la noche anterior.

-¿Quién?

-Pedro, mi marido. Pero es que él no sabe lo duro que es que te digan que a tu madre le queda muy poco de vida, y pensar que se va a ir de este mundo sin acordarse ni de que tiene una hija.

-¿Qué es lo que pasó?

-Todo empezó cuando mi madre cumplió los sesenta y siete años, había estado recordando que era su cumpleaños casi un mes antes y nos había invitado a todos a comer como cada año hacía. El día previo al ocho de febrero me llamó para decirme que yo me tenía que encargar de llevar las velas, que era muy importante para que pudiera pedir un deseo antes de soplarlas. Nos levantamos y mientras yo vestía a Noelia y Estefanía, Pedro se encargó de ir a buscar unas velas que le pudieran gustar.

Cuando llegamos a casa de mi madre sabíamos que algo no iba bien porque la ventana del comedor seguía bajada. Pedro se adelantó para llamar a la puerta y cuando salió mi madre en pijama le preguntó que qué es lo que hacíamos allí. “Loli, ¿es que te has dormido? ¡Felicidades!” fue lo primero que Pedro le dijo al verla.

Mi madre no sabía dónde esconderse y se puso roja como un tomate, ¡se le había olvidado que era su cumpleaños! Todos nos reímos mucho, ¿sabes? Le dijimos que había puesto una excusa para no cocinar y le invitamos a comer a su restaurante favorito de la zona. Sólo era el principio de la pesadilla.

Los pequeños despistes cada vez eran más comunes, se le olvidaba bajar a comprar el pan o regar sus preciosas macetas. Eran cosas sin importancia.

Un día Estefanía se quedó a su casa a comer y cuando llegó por la tarde me contó la pelea que había tenido con la tortilla que había hecho la yaya. Decía que le había hecho una tortilla francesa y se ve que se le había olvidado que le había echado sal, de forma que le estuvo añadiendo a saber cuántas veces. Cuando Estefi se puso a comérsela decía que podía masticar la cantidad de sal que llevaba la tortilla y que la escupió corriendo. ¿Sabes lo que dijo mi madre? “¡Uy Señor, si no le echado sal!” Y cogió un puñadito y se la echó por encima.

Llorábamos de la risa mientras me lo contaba y no le echamos más sal al asunto, nunca mejor dicho.

Pero los pequeños despistes cada vez iban a más, empezó a olvidarse de cosas como ir a por mis hijas al colegio o el camino para ir a llevar flores a mi difunto padre como hacía todos los meses desde que falleció.

Nos empezamos a preocupar cuando se dejó el gas abierto, que menos mal que Pedro fue a buscarla a su casa y lo olió, porque podría haber ocurrido una desgracia. Ese día decidimos pedir cita en el médico y yo misma me ocupé de recogerla de su casa y llevarla a la consulta, después de varias revisiones y pruebas nuestras peores intuiciones se hacían reales: Mi madre tenía Alzheimer.

Para nosotros era una enfermedad totalmente desconocida pero, por suerte, la doctora que nos trató y que desde ese momento llevaría todo el proceso nos explicó todos y cada uno de los detalles de lo que le estaba pasando a mi madre. Sabíamos que iba a ser un camino difícil pero lo haríamos juntos.

Mi madre se vino a vivir a casa con nosotros, aunque la enfermedad estaba en un estado leve creímos que era lo mejor puesto que no se orientaba bien y teníamos miedo a que se perdiera o a que le ocurriera alguna desgracia en casa por un despiste.

La doctora le mandó un tratamiento paliativo con el que, a decir verdad, al principio notamos bastante mejoría. La Loli, como le llamaba la gente, dejó atrás sus cambios de humor y volvió a querer salir con nosotros de casa.

Desde el primer momento mis hijas le acogieron como a su mejor amiga y a ella iban a contarle todo lo que les había pasado en el día, el chico que les gustaba e incluso para consultar la ropa que se iban a poner para sus citas. Mi madre era feliz estando con ellas y mi marido y yo disfrutábamos viendo el vínculo familiar que se había formado.

De vez en cuando tenía algún despiste, se olvidaba del nombre del amigo del que le acababa de hablar Noelia o le ponía a Estefanía el plato de comida dos veces, nada grave.

Así fueron pasando los años, cada cierto tiempo llevábamos a la abuela a revisión y su doctora le iba modulando la medicación de forma en que la enfermedad estaba controlada. Pero un día nos llevamos un susto muy grande: Eran fiestas en el pueblo y mi madre decidió ir a comprar unos dulces para celebrarlo, de modo que salió de casa sin avisar a nadie.

Mi madre tenía una amiga desde el jardín de infancia, Laura había pasado con ella todos los momentos importantes de su vida. Siempre iban juntas a todas partes y habían aprendido a quererse como si fueran hermanas. Laura tenía una pequeña confitería en el pueblo, la típica de toda la vida que abre mientras tiene producto que vender. El olor de esa confitería era único, ¿sabes? Es que nada más entrar se olía a leña y azúcar. Allí hacían los pepitos favoritos de mi madre y, antes de tener la enfermedad, mínimo una vez a la semana iba a desayunar allí con su amiga mientras que disfrutaba de su dulce y un café.

Nos alarmamos al recibir una llamada y ver que Laura era quien estaba al otro lado. “Hola guapa, ¿sabes dónde está tu madre? Es que hace ya un rato que me ha llamado para decirme que iba a venir a comprar unos dulces y que le guardara unos pepitos pero aún no ha llegado. Sé que tendría que haberte llamado desde el principio pero me ha insistido mucho en que no lo hiciera, que quería daros una sorpresa y demostraros que se vale por sí misma pero al ver que no viene estoy asustada por si le ha pasado algo… Perdóname”.

Me tembló todo el cuerpo y avisé a todos para que la buscaran pero mi madre no estaba, se había ido de casa y no nos habíamos dado ni cuenta. Salimos corriendo a buscarla, Estefi se vino conmigo y Noelia se fue con Pedro pero después de horas buscándola decidimos llamar a la policía porque no conseguimos encontrarla por ningún sitio.

Eso ocurrió a las diez de la mañana y no fue hasta las seis de la tarde cuando un vecino nos llamó para decirnos que mi madre estaba sentada en un banco en la plaza de la iglesia llorando, tardamos menos de diez minutos en llegar hasta allí.

Mi madre, temblando, nos dijo que lo sentía, que ella sólo quería ver a su amiga Laura que la echaba de menos y que tenía muchas ganas de darnos una sorpresa. Nos contó, a duras penas, que no sabía muy bien dónde estaba y que había pasado por calles en las que jamás había estado antes.

Somos de un pueblo muy pequeño y mi madre ha estado toda la vida en él, no había lugar que no conociera como la palma de su mano. El momento más duro creo que fue cuando llegó su amiga Laura, con una bandeja repleta de pepitos, diciéndonos que la perdonáramos.

Mi madre le preguntó que quién era y que por qué no había ido Laura a llevarle los pepitos, se me partió el alma de ver que mi madre trataba a la que había sido como su hermana toda la vida como si fuera una auténtica desconocida.

Supimos entonces, gracias a que la doctora nos había hablado de las diferentes fases que tenía la enfermedad, que el Alzheimer estaba abriéndose paso en el cerebro de mi madre y que probablemente ya había pasado de la fase leve a la moderada.

Fue tan solo dos días después cuando, en una consulta, la doctora nos confirmó que la enfermedad había avanzado y que había que cambiar el tratamiento. Nos volvimos a adaptar a este estado en el que mi madre ya no reconocía a la gente del pueblo, con la que se había criado, pero que por lo menos aún se acordaba de nosotros.

El tiempo fue pasando y cada vez necesitaba más una atención que nosotros no podíamos darle, Pedro y yo estábamos trabajando y Noelia y Estefanía no tenían porqué llevar sobre sus hombros la vida de una persona mayor a su cargo.

Aun así nos adaptamos y supimos sobrellevar la situación, aunque mi matrimonio cada vez se veía más resentido: No podíamos viajar, no podíamos salir de casa a cenar ni pasar tiempo los dos juntos… Vivíamos encerrados en nuestra propia cárcel.

Con el paso de los años la temida fase grave de la enfermedad llegó. La cosa empezó confundiendo a Noelia y Estefanía, olvidándose momentáneamente de mi nombre e incluso asustándose al ver a Pedro por casa al pensar que era un ladrón.

Habíamos hablado de esto cuando le diagnosticaron la enfermedad a mi madre hacía ya casi diez años, y desde el primer instante me pidió que cuando el momento llegara y ya no nos pudiéramos hacer cargo de sus necesidades la metiéramos en una residencia especializada en éste tipo de cuidados. Mi madre había decidido incluso hacerse cargo de elegir a cuál iría en el caso de que fuera necesario.

La residencia estaba en el pueblo de al lado, lo que nos permitiría ir a verla todos los fines de semana. Era un centro pequeño con cuidados especializados para personas con una enfermedad con las características de la de mi madre.

Nos costó muchísimo tomar la decisión, para Noelia y Estefanía la abuela ya era como una madre más, pero no podíamos seguir manteniendo la situación.

El día que fuimos para que ingresara en la residencia ya no caminaba, le costaba comer y hablaba muy despacio. Me acuerdo perfectamente cómo me miró con los ojos llenos de lágrimas y me dijo que de mí nunca se olvidaría.

Nuestra casa perdió un trozo de vida y nuestra familia con ella. Como prometimos cada fin de semana íbamos a la residencia, le contábamos todo lo que habíamos hecho durante los días que no nos había visto y hablábamos con ella durante horas.

Cada semana que pasaba la enfermedad iba haciendo estragos en el cerebro de mi madre, era muy duro ver como la Loli perdía su energía, su fuerza y su vida. Llegó un fin de semana en el que ya no nos reconocía, notaba en sus ojos la mirada de aquel que mira a un extraño y no entiende que hace a su lado.

Mi madre, lo más importante que había tenido en mi vida, se había olvidado de mí.

Un día me llamaron de la residencia y me dijeron que mi madre estaba empeorando mucho de golpe, que el médico de la clínica y su doctora habían determinado que no le quedaría mucho tiempo puesto que muchos órganos de su cuerpo habían empezado a fallar.

Me volví loca, lo reconozco, pero la pesadilla no había hecho más que empezar. Mi cabeza no era capaz de concebir el hecho de que mi madre se fuera de este mundo sin saber quién era yo, necesitaba que me recordara aunque fuera por última vez.

Empecé a buscar cosas por internet, gente que dice que va a ayudarte y lo único que va a hacer realmente es sacarte el dinero. Dejé de ir al trabajo y me gasté una auténtica fortuna para que se llevaran a mi madre a otra residencia más cara para que tuviera una tecnología más avanzada, no me importaba que mi madre estuviera enganchada a una máquina mientras que viviera para que me viera como a su hija por última vez.

Las peleas con Pedro cada vez eran más constantes, estaba perdiendo mi trabajo y todo nuestro dinero por mi obsesión. No comía, no dormía y prácticamente no vivía con la angustia de sentir que esta vez sí que perdería a mi madre para siempre y que se iría sin saber que se dejaba aquí a una hija, a una familia.

Los días fueron pasando y la situación cada día era más insostenible, no pasaba prácticamente por casa y mis hijas tenían que ir a pedirme a la clínica que por favor me fuera a descansar.

Y entonces llegó el momento que más temía, mi madre se moría. Estaba ya muy débil, su corazón estaba fallando y era cuestión de horas, o minutos, que dejase de latir para siempre.

Me senté a su lado, tenía la mirada perdida en un mundo del que no podía regresar, la radio estaba puesta de fondo y entonces sonó aquella canción:

“Chiquitita dime por qué tu dolor hoy te encadena, en tus ojos hay una sombra de gran pena. No quisiera verte así y, aunque quieras disimularlo, si es que tan triste estás ¿para qué quieres callarlo?”.

Por un instante pensé que había enloquecido pero no. Mi madre, a duras penas, cantaba mientras sonreía. Había leído que la música era buena para personas con Alzheimer pero, a decir verdad, mi madre nunca había sido mucho de escuchar canciones.

Fue en ese instante cuando me di cuenta, ¿cómo no había caído antes? “Chiquitita” era la canción que mi madre siempre me cantaba de pequeña para que me fuera a dormir.

Mi madre intentó apretarme la mano y me miró a los ojos, no necesitaba que me dijera nada para saber que estaba reconociéndome después de años de verme como a una desconocida. Aun así, los ojos se le llenaron de lágrimas y pude intuir entre sus labios como me decía: “Andrea, perdóname, te quiero”. Se durmió por última vez.

Había pasado el peor año de mi vida pero, en el último instante, mi madre me miró como a su hija una vez más.

Y ahora… -Andrea no pudo contener más las lágrimas y rompió a llorar.

-¿Ahora qué? Andrea tienes que confiar en mí, soy tu psicóloga.

-Tengo miedo –dijo- miedo a perder a mi familia para siempre por todo lo que ha pasado. Miedo a no superarlo y miedo a que me pase a mí lo mismo. Siento pánico de pensar que pueda olvidarme de mis hijas para siempre, ellas que son mi vida. ¿Qué es de alguien cuándo no le quedan recuerdos? ¿Cómo tiene que ser un mundo en el que no sabes dónde estás, quién eres ni quienes son las personas que viven a tu alrededor? ¿Te imaginas no tener momentos del pasado a los que aferrarse?

Me paso las noches llorando y cuando consigo dormir sueño que me caigo en un pozo en el que estoy yo sola y donde poco a poco van desvaneciéndose todos y cada uno de los momentos que he vivido.

Y luego está Pedro, creo que no será capaz de perdonarme.

-Pedro te quiere, seguro que comprende por todo lo que estás pasando. Tener miedo es lo más normal del mundo, has pasado por una etapa muy dura que ha marcado tu vida para siempre y ahora poco a poco vas a superarlo. Ya has dado el primer paso.

-Voy a perder a mi familia –Andrea había comenzado a temblar, le podía dar otro ataque de ansiedad.

-Ven conmigo –dijo Marina dejando a un lado la libreta donde había ido tomando notas durante toda la consulta con su paciente -ésta será tu mejor terapia.

Andrea se aferró a la mano de su psicóloga para levantarse de aquel diván y salió de la sala sin soltarla en ningún momento. Noelia, Estefanía y Pedro estaban al otro lado de la puerta con los ojos rojos de contener las ganas de llorar.

-¿Cómo sabíais que estaba aquí?

-Fui yo mismo quien metió la tarjeta de Marina en tu bolso, necesitabas ayuda y yo no sabía cómo dártela –dijo Pedro.

-Lo siento tanto…

-No tienes nada que sentir –Estefanía cortó a su madre- somos una familia y vamos a superar todo juntos.

-¿Pero y si me olvido de vosotros?

-¿Y si no?- Noelia se levantó la manga de la blusa para mostrarle a su madre un tatuaje que se acababa de hacer, e invitó a su hermana y a su padre a que hicieran lo mismo.

-¿Qué pone ahí? –dijo Andrea, que no sabía muy bien lo que estaba pasando.

– Ohana –dijo Pedro- Ohana significa familia.

-Y la familia nunca te abandona- siguió Estefanía.

-Ni te olvida –terminó Noelia –tenemos ya cita para que te lo hagas tú también, para que siempre nos tengas contigo en la piel y sólo con verte el brazo te acuerdes de nosotros.

-Vamos a estar juntos en esto cariño –dijo Pedro –y vamos a disfrutar todos y cada uno de los momentos que nos queden por vivir, unidos.

Andrea corrió a abrazar a su familia.

-Supe que tenía que superarlo cuando me dijiste que me habías escuchado llorar la noche anterior, Pedro –dijo Andrea –y ahora estoy segura de que lo haré, por vosotros.

-Cariño ahora vete con las niñas al coche-dijo Pedro -yo me quedo con Marina pidiéndole cita para el próximo día.

Andrea, Noelia y Estefanía cogieron sus cosas y salieron de la consulta.

-¿Cómo va? -preguntó Marina.

– Los despistes cada vez son más frecuentes… ayer, por ejemplo, se olvidó de recoger a nuestras hijas. Ella aun no se da cuenta de nada.

– He estado consultando el caso con un compañero especializado en este tipo de enfermedades y estamos de acuerdo en que tu mujer puede estar sufriendo Alzheimer hereditario, cuando esto sucede las células cerebrales se ven dañadas genéticamente, y es por eso que le está dando la cara la enfermedad a una edad tan temprana. También estuvimos hablando de que la propia obsesión con su madre, las faltas en el trabajo… todo puede estar relacionado con el principio de la enfermedad.

Pedro se echó las manos a la cabeza, luchando por mantener las lágrimas dentro de sus ojos.

-¿Has hablado ya con Noelia y Estefanía? -continuó la psicóloga.

-Sí, de hecho la idea de los tatuajes fue de ellas… Pensaron que sería un buen signo que ella no olvidaría.

-Es verdad, llevar un recuerdo en la piel en un sitio que ella constantemente se ve puede hacer que su cerebro directamente lo relacione con vosotros. Tenéis que hablar con ella también, es necesario que reciba un tratamiento paliativo.

-Es que no sé cómo decírselo.

-Habla con ella, haz que entienda lo que le está pasando y se su apoyo durante todo el proceso. El cerebro tiende a borrar primero lo malo así que tienes que intentar que todos los recuerdos de ésta etapa sean felices. Viajad, disfrutad de la familia que habéis formado, haced que ella os hable de sus propios sueños ahora que aún está bien y que escuche mucha música, que relacione una canción con cada uno de vosotros. Es una enfermedad que, aunque muchos son los estudios sobre el tema, por desgracia no sabemos cómo ni a qué velocidad va a avanzar así que debe disfrutar todo lo que pueda de vosotros y vosotros de ella. Seguramente llegará un momento en el que no se acuerde de nadie y se sentirá muy sola rodeada de personas y lugares que no reconoce así que mientras ese día no llegue, si yo tengo que darte un consejo, haz que viva cada instante como si fuera el último de su memoria.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS