Tomás vive en Nueva York. Bueno, en realidad, sería más acertado definir que disfruta viviendo, trabajando, escribiendo y creando personajes en esa ciudad. Y no deben ser mayoría las personas que pueden jactarse de tales cualidades reunidas. Junto a Daniel, construyen día a día una relación que tiene características internacionales. Porque ambos son de distintas nacionalidades, porque hasta ahora los rodea la mayor y cosmopolita ciudad que nunca desde Babilonia existió y porque la van a exportar a Bangkok, donde un clima radicalmente diferente no debiera ser óbice para que siga fraguando. Decía un amigo mío ingeniero que al cemento la humedad le hace bien. Parece que mejora su dureza.
Cada mañana sale de su apartamento y camina dejando tras su espalda el maravilloso parque vecino High Line. Creo que debiera usarlo y disfrutarlo más. Claro que también es verdad que su destino laboral hacia la sede de la ONU podría por sí solo justificar tal decisión de no hacerlo. No obstante es allá donde se plasman los grandes acuerdos mundiales que permiten al resto de los mortales disfrutar, a nivel microeconómico, del paseo al que él cada día da la espalda. Sacrificio de pocos para disfrute de muchos.
Tras la caminata, toma el abigarrado, antiguo y desmejorado, pero eficiente «subway». Toda la mala impresión que le genera ingresar lo compensa el descubrimiento y observación de la colección de pequeñas esculturas de Tom Otterness regadas por la 14th st. station y el crisol de variedades humanas que ahí se funden como en ningún otro lugar. Cóctel de culturas. Mezcolanza de lenguas. Pieles que mutan del ébano al marfil. Arco iris de cabellos. Extravagante desfile de ropajes. Museo de piercing. Mentes y ojos que «guasapean». Oídos simbióticos con auriculares. Es tanta la variedad y representatividad que casi podría llamarse la ONU popular. Todos comparten, solo que no negocian. Pero por lo menos conviven y comparten el espacio en paz. Ya es algo. Lo mínimo que se le puede pedir a una ONU cualquiera.
Tras una larga jornada de oficina, cafés, charlas, ordenadores, reuniones y negociaciones, retorna a su casa. Mirando hacia arriba, como lo hace también en la mañana. Extasiado ante lo que la mayoría ignora. Porque a todos les cuenta que Nueva York merece levantar la vista, y no solo para ver sus rascacielos. La mayoría de los detalles arquitectónicos de cada edificio, casa, fábrica o construcción merecen una flexión de cuello para reflexión y recompensa de los sentidos, por el solo hecho de disfrutar de la belleza de ideas que tantos arquitectos plasmaron: gárgolas, balcones, rejas, ventanales, escaleras, áticos, frisos o iluminación.
Nueva York merece a Tomás y a Daniel tanto como ellos a la ciudad. Son tales para cual. Podemos certificarlo. Hemos sido tratados como nativos por dos que lo son. Porque en esta ciudad se es nativo por el hecho de solo llegar. Amarla es cuestión de segundos. Odiarla imposible. Agobiarse es la última opción. No importa como luzcas, hables, pienses, camines, vistas o rías. Nueva York te abraza, besa y acepta como una madre lo hace con cualquiera de sus hijos. Tanto, incluso, que es capaz hasta de perdonar, hacer la vista gorda e ignorar que Tomás no sienta la obligatoria admiración que una diva como Barbra Streisand merece.
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