No me atrevería a negar
la trascendencia implícita
en la delicada escena
que ofrece una tarde de otoño
y su helada brisa.
La cerámica acompaña a mi piel
en un gradual
descenso de temperatura,
precedida por la amarga sustancia
en ella contenida;
en paralelo, hipnótico
se distingue el eco impulsado
por el resquebrajar de las hojas,
ahora cumpliendo su ciclo
bajo un par de suelas desgastadas.
Comienza su rumbo de travesía
la luna deseosa de protagonismo,
apenas menos brillante
que aquella otra vez, pero
suavemente entrelazada con las ramas
de un tilo alborozado.
A la par que entierro
en la frescura de las estrellas
todo ambicioso anhelo del pasado,
revuelvo cada rincón, cada recuerdo,
en un esfuerzo
por acreditar mi sonrisa.
Intento, naturalmente, asimilar
cada centímetro de la actual coyuntura,
rogando sutilmente
su eterna repetición.
Ya entrada en sintonía
con el vasto escenario
del que ahora soy parte,
disfrutando de un café
aunque frío, reconfortante,
y abrazando el viento de frente,
encuentro ese sentido
que dicen imprescindible para seguir;
no distiendo la sonrisa,
ahora entiendo algo de eso que llaman felicidad.
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