Ya las agujas del reloj resonaban, tan incandescentes en aquellos oídos carentes de percepción en su esencia. Era el sonido que daba pie a esa oscuridad; esa que, en su propia naturaleza, se enarbola de poseer tanta belleza. Y está claro que aquel que niegue una afirmación tan veraz como esta debería ser castigado al exilio: ese lugar donde no hay esa tan aludida oscuridad, donde ese millar de estrellas que la adornan —cual pecas dibujadas en un rostro tan solemne— solo debería ser acechado por seres que, en su misma percepción, aprecian aquella beldad.

Tan delicada, tan sosegada, tan soberbia, se da el lujo de esperar sentada en un banquillo, con un cigarrillo en las manos; porque, al final, ella siempre será el gusto culposo de aquellos que, en su desborde de vanidad, elijan la penumbra total.

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