Con la mayor concentración posible, y analizando en profundidad con un toquecito de ironía mi paupérrima vida, entiendo que, después de todo, si me voy a morir abandonado y solo en este planeta. Es extraño, morir sin nadie más que siquiera me sepulte.
Cuantos años que estoy solo, cinco sí, bregando para sobrevivir al apocalipsis, sufriendo inmensidad de penurias, al horror de recordar siempre que estoy solo, aplazando las visitas del miedo, y sobretodo combatiendo el hambre. Aunque prefiero estar sólo. Me siento seguro conmigo mismo. No confío en nadie más.
Recuerdo bien ese día, o algo así, domingo catorce de abril de hace ya seis años, aunque me atrevo a aseverar que ese día debe ser el más recordado por la humanidad, incluso por encima del día del nacimiento del bebé judío que dividió la historia; y repaso con detalle momentos míos de ese día domingo.
Me levanté pasadas las once de la mañana gracias a mi vecina Ana. A esa hora todos los seres humanos ya estaban enterados, los más jóvenes por la web, los más adultos por la televisión, y pensar que había culpado a los puños de Juan por el hilarante lloriqueo de su «amada» Ana, otra tunda me dije.
Yo aún desconocía la noticia lamentable que se esparcía rápidamente por todas las bocas, o en textos, en todos los idiomas, en diferentes tonalidades o emoticones cargados de furia, o tristeza, de indignación, o llanto, o un amasijo de todos. Que fastidio era el llanto de un ser vivo, de cualquiera, pero el de Ana ese día: era vulgar, era una retahíla imparable de ‘¡Aaaaa!’ y pequeñas pausas para tomar aire y seguir con su ‘¡Aaaaa!’. Lo extraño fue oír además, un tímido gimoteo que hacia dueto con Ana, ¿era Juan?, mi vecino de al lado, quien en dos años, no había mostrado fragilidad en ninguno de sus cinco sentidos ni cuando operaron a su pequeña Juana de sinusitis, hasta Yo – enfermo ególatra- lloré cuando la vimos salir del quirófano con su carita hinchada hace poco menos de un año, pero el súper homo sapiens de Juan Garrido ni se inmutó en lo más mínimo.
Recuerdo que a pesar de tener que encender el televisor, o al menos poner a cargar el celular, (fui un idiota esa mañana) sentí mucha hambre y decidí comer primero para luego recibir la mala noticia. “¡Joder, que se acabe el mundo!”, predije. Además, me preparaba para tomar mi primera taza de café y nada más olisqueé ese aromo, mi espíritu mundano emigró por los aires hasta el Monte Olimpo y desde su punta rodeada por nubes cual colchón, grité a toda la sociedad hipócrita: “¡Soy el Rey del Mundo!”. Mi cerebro estaba en una fiesta psicodélica por solo sorber unos cuantos mililitros; me imaginé junto a Dorothy y Totó, volando desenfrenadamente en su épico tornado, esperando el descenso, para vivir junto a ellos una aventura fantástica. ¿Quién estaba llorando al lado?. ¡Ba!. ¡Que se jodan!, yo lo que quiero ahorita, es tomarme mi café, y ya mismo me preparo mi súper desayuno, me dije. Ay, la mente transmitiendo el hambre a cada sentido de tu cuerpo y aupando tanta parafernalia, razona poco.
Mientras desayunaba, Juan comenzó a tocar mi puerta y a gritar mi nombre. No le abrí, tampoco le contesté un decoroso: ‘¡ya salgo!’, pero el puto olor del tocino me delataba. Puedo asegurar que Juan me sintió en casa y por supuesto que se encabronó cuando le ignoré. Oí alejarse el ruidoso motor de la camioneta de Juan mientras me engullía mi último pedazo de tostada untada con los restos de huevo que pretendían quedarse en el plato, ¡rico!.
A pesar de que mis vecinos huyeron de su casa como si una horda zombie se aproximara, el silencio no volvió, los duelos se continuaban en las casas adyacentes, que hacían amplificar el sufrimiento colectivo. Los vehículos seguían rechinando sus neumáticos en singulares salidas desde sus casas. Me asomé por la ventana con acomodado morbo para intentar entender aquel extraño caos. Una manguera de la casa de los Bermúdez lanzaba con desdén chorros de agua límpida por los aires y la culebra danzarina casi golpea por la canillas al viejo Chacón, quien por cierto, iba por la acera algo desorientado caminando sin ropa. El joven Javier Cortés, llegaba presuroso en su bici, gritando como a la casa: ¡Mamá!, todos vamos a morir!. Si, definitivamente algo muy loco estaba sucediendo.
Ya no debía ignorarlo, ni hacerme el freaky que se encuentra en la nebulosa más alejada de la realidad, tuve que salir de mi excéntrica apatía, esa que te hace inmune hasta del frío cañón del revólver puesto en tu sien. Necesitaba concentrarme, tocar tierra. No me drogaba, pero a veces parecía estar tocado. Lo que pasa es que cuando sufres de un trastorno denominado por los eruditos del coco, como: “Desorden de la Realidad Presente o D.R.P.”; y no te gusta tomarte el medicamento porque andas todo el día meando como perro marcando su territorio, y para colmo te hace ver como un chico apuesto y de lo más interesante, pues el trastorno perenne es que la realidad del mundo no existe, lo que haces a diario se convierte en la realidad, Tú realidad; entonces tus acciones, tus necesidades son lo que importan y nada más. La gente que no te conoce, te confunde con un ególatra empedernido, con un ser detestablemente egoísta, y lo soy, aunque claro, no es mi culpa, el culpable es mi trastorno y bueno, algo mía por no querer medicarme. ‘Debería tomarme una pastillita a ver si’… cerré la persiana y fui a bañarme para salir al supermercado.
Otra de las situaciones que me obligo a recordar de ese largo y fatídico día, fue el gentío que conseguí en el supermercado. Todas las personas querían como comprarse todo el súper, pero para los compulsivos compradores no había mil supermercados. Se tuvo que llamar a la policía para que el control, el orden y la sensatez volvieran a reinar en la larga y fastidiosísima cola de impacientes compradores. Pero en ese largo y fatídico día no se pudo controlar nada, cuando los excelsos clientes notaron que los uniformados de policía no estaban controlando a nadie, sino que estaban llenando sus camiones con la comida del supermercado, se alocaron y… primero fue una botella lanzada a los pies de los uniformados, lo que fue respondido con un disparo al aire. Después… pues no sé qué ocurrió, hui de ahí a un pequeño abasto que conocíamos a lo sumo diez personas del pueblo. Así que allí la guerra sería reducida, pensé. Dada mi condición (D.R.P.), no tenía licencia para conducir vehículos y a regañadientes pude obtener la de bicicleta. Por lo que, en todo ese embrollo vehicular, con choques y riñas en cada esquina, descubrí –como premio de consolación- que yo era el Amo de las Calles. Que ridículo me veía extendiendo el brazo derecho para doblar la siguiente calle, sin algún asomo de autoridad y en una aparente anarquía, pero la costumbre se convierte en norma, al menos a nivel individual. Por un instante de lucidez pensé en averiguar de qué rollo iba todo esto. ¿Por qué el lloriqueo aturdidor de Ana?; ¿qué me quiso decir Juan cuando se acercó hasta mi puerta?. La intempestiva salida de sus vecinos. El deprimente desnudo del viejo Chacón. El grito irreverente de Javier de que todos íbamos a morir. Sin embargo, recordé que no tenía leche para el cereal y apresuré a mi bici en dirección al pequeño abasto olvidado del pueblo.
Compré de todo un poco para las próximas dos semanas, sin colas y sin guerras como lo supuse. Me prometí volver a la semana siguiente. En esa promesa tampoco fallé, como le prometí también a mi madre (de chico) en ser el hijo más especial del mundo entero… ¿Qué hijo no lo hizo?. Al regresar al abasto me tocó claudicar. Los regresos siempre fueron malos y ese día el minisuper a punta de trompadas y saqueos, ya no existía.
Con los años comprendí, que mi huida furtiva a las montañas abruptas del pueblo, para alejarme de un caos que no entendía, me había convertido en el Rey de mi destino. Era un Rey sin súbditos, pero Rey al fin. La sociedad ya no existía en apariencia ni en camaradería. Mi pueblito ya no existía en apariencia. Faltaba su gente. Sus ruidos. Todos se habían trasladado adonde no me importaba. Yo solo pensaba en comer y no en quien dejaba de hacerlo conmigo.
En poco tiempo me volví agricultor o algo parecido. A cinco kilómetros del pueblo hallé el lugar de mis sueños, el nuevo hogar de mi vida. Una casa abandonada y varios metros de tierra que comencé a sembrar. La verdad es que sembré como media hectárea de alimentos varios, que con los años hizo disminuir mis viajes al pueblo, hasta que una mañana, no recordé la importancia de volver a esas ruinas, y más nunca regresé.
ME QUEDÉ SOLO
Vinieron por miles. Cruzaron el vasto Universo para salvarnos. Eran unas naves inmensas color verde militar envejecido, que expulsaban de sus entrañas una bruma acerada, asomando el cansancio por el largo viaje. Sus tripulantes no venían a una conquista, sino en misión humanitaria o más bien a deshumanizar a la Tierra. Tengo pasajes en mi mente de su llegada y de su huida. Se llevaron a todos. Hasta a los animales. “Misión Arca de Noé” recuerdo. Los humanos y sus estúpidos clichés.
Me duele la pierna. Busco cerca de mi sofá una caja que contiene medicamentos. El ibuprofeno será suficiente. Ocurrió el año pasado, cuando me subí a un árbol de mi granja para revisar un nido. Lo había visto semanas atrás, mientras holgazaneaba una mañana en mi respetable sembradío. Duré varias noches soñando o imaginando su contenido. Pensaba y casi sentencié que tendría huevos de pájaros. Mi estómago me estaba volviendo loco. Casi me hablaba. Tenía que subirme al árbol a verificar si había huevos. Quería comer huevos. Tenía años sin degustarlos. Una tarde de lúcida cordura me dirigí al árbol donde descansaba el nido. Llovía, temí que se cayeran mis huevos. ¿Mis huevos?. Eran de su madre pájaro, pero al quedar yo solo en la Tierra, asumí con el tiempo que todo era mío. «Precioso». Parafraseando a Golum. Me subí al árbol a tomar mis preciosos huevos. Y ¡plac!. Se partió una rama, así como al caer se partió mi tibia y peroné. Preciosa caída. No me fui con ellos. No estuve lúcido cuando pidieron mi presencia para llevarme a no sé dónde. Y antes de golpearme en el suelo observé que no había huevos. El nido fue una representación sincera de mi hoy. Aquí estaba yo solo, en todo lo que estuvo alguna vez ocupado.
SILENCIO
El silencio es lo que más asusta, a veces me dan unos ataques de ansiedad por no oír nada vivo y solo palpar los saltos de mi corazón. Claro que oigo el rumor del viento y su paso al chocar por mi ventana, asemejando cánticos grupales de brujas del bosque. O cuando pasa entre las ramas de los árboles y les arranca aplausos de felicidad. O con su fuerte ira arranca las piedras de la tierra. También de vez en cuando percibo otros sonidos de la naturaleza, como el del espeluznante traqueteo del relámpago o el tronar de las nubes de lluvia. La caída intempestiva de un árbol, el goteo constante de la lluvia sobre el techo de mi casa, sin embargo, no se oyen ruidos de seres vivos. Eso me asusta. La gente nunca me importó, no me metía en conversaciones en las que no era invitado y mucho menos las propiciaba. Las personas siempre discutieron sus puntos de vista sobre como veían el mundo y daban consejos sobre cómo vivirlo… Voy a buscar leña, tengo frío.
Una noche me despertó una pesadilla, de esas que se olvidan con solo abrir los ojos. Me levanté dando gritos agónicos que me dieron lástima. Esos gritos los oí afuera de la casa, aunque más tétricos, pero ¿quién gritaba conmigo?. ¿Quién estaba fuera?. Salí semidesnudo al porche a averiguarlo. Grité: – ¿Quién es?… La oscuridad del mundo no me dejaba ver el horizonte. Ni siquiera a unos cuantos metros cerca de mí. Sin embargo, obtuve respuesta casi de inmediato a lo lejos. Y era mi misma interrogante: ‘Quien es’. A pesar de no ver nada avancé unos doce pasos hasta donde escuche oír esa voz. No vi a nadie. Se estaba escondiendo. ‘No tengas miedo’, dije. ‘No tengo miedo’, me respondió, lo oí cerca. Era un hombre. De voz serena. Corrí a su encuentro. Después de unos cien metros de carrera no lo avisté. ‘¿Dónde estás?’, pregunté con súplica. ‘Dónde estás’, respondió la voz serena. Abrí mis ojos por la sorpresa, no lo podía creer, se me fueron las piernas y caí de rodillas al comprender que estaba persiguiendo al fantasma de mi eco.
MAS RECUERDOS
Con veintiún años me ascendieron a Jefe de mensajeros. Era ¡Jefe! Lo irónico del cargo era, que no había más nadie en el departamento de mensajerías. Inventaron ese cargo para que no renunciara, aunque no hubiese pensado en ello. En el Diario La Verdad donde trabajaba, en la población de Palmira, en los andes de Venezuela, había mucho trabajo esos últimos meses de últimos trabajos. El periódico comenzó a salir en dos tandas. En la mañana (como siempre) y en vespertinos. Es que se desarrollaban muchas noticias a cada instante, eso me decían. Nunca leí ni una letra de La Verdad. En un pequeño edificio de dos pisos, a un costado de la Plaza Bolívar, funcionaba La Verdad, con sesenta trabajadores entre periodistas, oficinistas y accionistas. A mi oficina llegaban cientos de cartas para el periódico y para su personal. Me ocupaba la jornada laboral entera repartiendo toda esa correspondencia.
Muchos compañeros del trabajo lloraban, a diario, casi a cada instante. Muchas pizarras de corcho tenían clavados almanaques inmensos con días tachados con X, casi siempre de color rojo. Periodistas escribiendo notas de prensa en sus laptops, con un teléfono en sus orejas, casi releyendo lo que iba de primicia ese día. Mucho humo de cigarrillos en el ambiente, alcohol, drogas. Ahora todo se permitía en las oficinas. Una mañana fui a dejar mis recados a la oficina del señor González, el editor de La Verdad y Susuna, la secretaria, masajeaba su pene sin discreción. Por recuerdos como ese dejé de medicarme. Medicarme me dejaba imágenes, sonidos, personas que no deseaba rememorar. Eran recuerdos inútiles para alguien que pensaba solo en sí mismo.
TENGO UN REVOLVER
Después de caerme del árbol, al intentar revisar el nido, comprendí que el arma que tomé «prestada» en una casa abandonada de Palmira, después de ejecutar mis decenas de visitas al pueblo para aprovisionarme, constituía un plan B. Ese revólver no era para protegerme de alguien o algo. Era para destruir mi mala vida. Estoy claro que si me sucede otro accidente fuerte del cual no pueda curarme, o tengo síntomas de alguna enfermedad incurable, o que me ataque una depresión fuerte el revolver puede… Tengo sed, quiero agua, ahora que lo pienso bien, lo que deseo es una merengada de chocolate bien cremosa y combinarla con un poco de cereal y comerlo de inmediato. El cereal blando lo detesto. El cereal blando me recuerda al espagueti que le das demasiada cocción, son un amasijo repugnante. Ahora también me dio hambre.
VESTIGIO DE HUMANIDAD
Es mi premio de consolación material. Cuando muera, seré el último ser viviente que deje de respirar en la Tierra. Además que voy a ser también el último ser pensante que deje algo escrito. Este pequeño diario será un gran aporte para… Escucho un ruido, es un golpe seco en algún lugar lejano, luego siento un temblor bajo mis pies que hace retumbar el techo de mi casa.
A veces me pongo nostálgico por el pasado y con mi mirada repaso el terreno baldío cerca de mi casa con el ridículo aviso inmenso que escribí al cielo con la palabra: VUELVAN…
Era una tarde seca, tanto que la sentía hasta en mi garganta. El sol abrazaba mis tierras y la alta temperatura me puso desorientado y quejoso. Molesto por todo, quería irme de este lugar. No quería estar más solo. Reuní todas las rocas medianas y grandes que podía levantar y comencé a formar las siete letras de unos veinte metros de largo. Me imaginé estar volando a veintisiete mil pies por encima de aquella palabra. Y me burlé de mí mismo, al pensar que no se vería ni el riachuelo que pasaba cerca de la cabaña. Me sentí pequeño y nuevamente desorientado. ¿Quién coños en todo el Universo podría verme o al menos saber que me dejaron?. Bueno, está bien lo acepto: «¡Me quedé!». No quise ir. Pero ahora no estoy contento con aquella decisión. Estoy solo aquí en este pequeño hogar remoto del universo, llamado Tierra… Debo ir a regar la siembra.
ULTIMAS HORAS
A pesar de haber trabajado en la siembra con una fuerte brisa que casi tumba el maíz, tengo calor. Es un extraño calor que viene del oeste arrastrado por este viento feroz que nunca sentí, y para mi asombro no amaina sino que con los minutos aumenta en fuerza y temperatura.
Raquel siempre me dijo – sí, tuve una novia – que si dejaba las pastillas no entendería nunca lo que ocurriera en el momento. Oí pequeñas explosiones en la cocina. Me asomé. Las inofensivas balas blancas caían sin violencia al suelo y saltaban alegres a todas direcciones. Cogí varias de ellas y las comí. Era un glotón, gasté unos pocos segundos en aglutinar cientos de ellas y depositarlas en una bolsa para más tarde.
‘Quiero que te vayas conmigo’.
Aquel recuerdo de voz me despertó un poco. Era Raquel. Miré a todos lados. Mi planeta moría. ¿Qué pasaba?. El sol se había ocultado haría una hora y todavía seguía claro, pero con un velo escarlata. Mi casa estaba que se partía en mil pedazos. Una incandescente luz se acercaba con fuerza suprema que derretía la noche. Ya el mortal soplo había arrancado de cuajo los pocos arboles circundantes… Tengo sueño… ‘Quiero que te vayas conmigo’. Raquel, déjame por favor quedarme en mi realidad secreta, dije al viento. Allí no habrá calor ni vientos desastro…. Se voló el techo de la casa.
Ya no soporto el calor, me escudo debajo de la cama. A lo lejos se oye un ruido repentino. Algo que cae con fuerza detenida.
Recuerdo la bolsa de palomitas. Aún tengo hambre. ¿Dónde las dejé?.
Oigo pisadas en mi casa y voces metálicas diciendo: ‘¡Humberto!, ¡vámonos ya!’
Esos intrusos no me ven, sigo oculto, arrastrándome por el suelo bajo mesas y sillas, para llegar a mi bolsa de palomitas. Buscan a un tal Humberto, tengo chance.
Ya lejos de la voz metálica estoy a pocos metros de la bolsa.
– Humberto quedan pocos segundos para salir. – insiste la voz metálica.
Reconozco la bolsa de palomitas, mi hambre se ciega. La tengo a pocos metros. ‘Humberto, quiero que te vayas conmigo’.
Me paraliza esa olvidada voz, se escapa de mi mente y se posa en mi realidad.
Soy Humberto. La voz metálica me avista y quiere cogerme. Soy Humberto y Raquel es mi novia que me espera no sé dónde. Oigo pasos extraños que se acercan a mí. Quiero dejarme tomar. Ya el calor y el ruido de destrucción total son inminentes.
– Humberto ya no queda más tiempo, elige… – Dice la voz metálica.
Me acerco a la voz para…
Tengo hambre, voy a buscar mis palomitas…
FIN.
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