Al cruzar la puerta y subir la escalera, allí estaba, sentada en la penumbra, en una silla fría, envuelta en soledad y temor.
Extendí mi mano y, suavemente, le dije que todo estaría bien, que había hecho lo que podía, porque eso hacen los niños: hacen lo que pueden con lo que tienen. Le prometí que jamás volvería a estar sola. Ella, con esa mirada tan tierna y llena de inocencia, no dijo nada. Simplemente sonrió y me abrazó. Dudé un instante, pero le devolví el abrazo, sosteniéndola como si al hacerlo nos quedáramos ambas en paz.
Al final, me despedí, murmurándole otra vez que todo iba a estar bien. Me alejé con calma, descendí las escaleras y crucé la puerta. Frente a mí, un bosque comenzaba a desvanecerse en la nada. Respiré hondo, abrí los ojos y, en ese instante, me sentí más acompañada que nunca, porque por fin, estaba a mi lado.
Chan D.T.
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