No estarás sola

No estarás sola

Emma Amelier

17/01/2025

1. Eva



Pues sí, ya es oficial: mis pechos andan a la altura de la Patagonia. Esta es Eva quejándose mientras examina su cuerpo desnudo frente al espejo del baño. Y es que hace ya un puñado de años que, para poder contemplarlos a gusto, primero necesita cruzar ambos brazos bajo el pecho. Con este sencillo truco consigue dos cosas: la primera, elevar ambos senos a la altura desde la que colgaban tersamente en su época de estudiante de psicología y hasta los veintitantos, que fue cuando comenzaron a caerse, las muy guarras (Eva otra vez); la segunda, disimular la grasa abdominal que nunca consigue rebajar, ni con deporte, ni con dietas extremas en las que dura no más de una semana. Y con esto ya puede proceder al examen físico al que se somete cada vez que va a zambullirse en la ducha y que suele terminar con un Bueno, podría ser peor. Quién dice que la psicología no ayuda…

No, nunca ha estado delgada. Ni siquiera en forma. Siempre le han sobrado unos kilos, lo que graciosamente se conoce como ‘estar rellenita’. Y, sí: siempre se ha sentido culpable por ello. En la adolescencia, cuando se encontraba llena de inseguridades; en la veintena, cuando fue descubriendo que tenía otras formas de llamar la atención de los hombres; e incluso ahora, recién estrenada la treintena, cuando hace ya tiempo que tendría que haber superado todos sus traumas y, sin embargo, no hace más que ganar miedos según va cumpliendo años. Muy probablemente, morirá sin haber dejado nunca de sentir vergüenza por sus curvas talla XL. Siempre se acuerda, cuando se mira al espejo, de sus amigas Carol y Tania, con las que cursó el bachillerato de Ciencias Sociales y con quienes se sentaba durante la asignatura de Historia del Arte, una de sus preferidas. Su cuadro favorito era «Las tres Gracias» de Rubens y, cuando se aburrían mucho, perdían la clase decidiendo quién era quién en aquellos cuerpos curvilíneos y generosos que tanto gustaban en la época barroca, pero que en la suya eran objeto de mofas y burlas constantes de sus compañeros.

Claro que, en ella, sus kilos pasaban desapercibidos por otros atributos más elementales. «Mis delanteras favoritas, Ronaldo y Rivaldo», bromeaba Miguel cada vez que la veía pasear por los pasillos, un compañero de instituto que, pese a su gran imbecilidad, únicamente equiparable a su maestría en fútbol, conseguía inspirarse momentáneamente y componer una metáfora.

Eva no sabe lo que habría hecho para ligar todo lo que ha ligado en esta vida de no haber tenido este par de melonares, nos indica, orgullosa, mientras se señala los pechos con mirada pícara. En realidad, cuando he dicho que en la veintena Eva tenía otros métodos para conquistar a los chicos, me refería únicamente a este ―aunque Eva me está mirando con cara de pocos amigos mientras escribo estas líneas, porque a ella le hubiera gustado que dijera que liga por sus ojos claros, o por su seductora elocuencia, o por su deslumbrante sentido del humor, pero no: Eva liga por sus tetas talla 115, ni más ni menos (más no, ¡por favor!). Venga, va, en algo le tengo que dar la razón a Eva, porque también ha calado bastante lo de que sea simpática (para ser del norte, claro). Y es que no hace falta mucho para eso, teniendo en cuenta la mala fama que se gastan los del norte de España. A Eva eso le viene de lujo, porque «Eres bastante abierta para ser de Bilbao» es una frase que le encanta oír y una más que posible antesala al sexo. Y a Eva el sexo le encanta. ¿O no? Que sí, que en eso tienes toda la razón. Pues eso…

De hecho, Eva ha tenido temporadas en que se ha planteado seriamente la posibilidad de ser ninfómana. Lo ha pensado gran parte de la veintena, cada vez que se subía al metro con su libido desbordante y con su mente calenturienta imaginándose a todo el vagón desnudo y retozando unos con otros como si aquello fuera la escena final de «El perfume» (una de sus novelas preferidas, algo que posiblemente os sorprenda cero). Lo ha dudado cada vez que cometía una nueva infidelidad hacia aquel pobre novio de la infancia que tardó demasiado tiempo en dejar (y también demasiados cuernos, aunque este detalle Eva habría preferido que me lo hubiese guardado para mí). Lo ha dudado, también, cuando en la carrera le subían los calores por el cuerpo cada vez que su profesor de Corrientes de la Psicología les explicaba la teoría del psicoanálisis y ella sentía cómo le aumentaba la temperatura con tanto deseo reprimido y no tan reprimido (ni confirmo ni desmiento que nuestra querida amiga Eva se dejaba caer en el horario de tutorías por el despacho del buen profesor para que le explicara, una vez más, en qué consistía exactamente aquello del complejo de Electra). ¡Serás chivato!

Ni que decir tiene que Corrientes de la Psicología fue la única asignatura que Eva no suspendió al final del primer curso de la licenciatura. Porque la promoción de Eva fue la última en llamarse licenciatura, antes de incorporar los grados del Plan Bolonia que incluían, entre otras cosas, la obligación de que los estudiantes asistieran a clase. Menos mal que Eva y el resto de sus compañeras pudieron disfrutar del último año de libertad, de la posibilidad de saltarse la aburrida asignatura de Estadística Aplicada a última hora de la tarde e irse al bar que hacía esquina en la misma calle de la facultad, donde Eva enseñaba a los estudiantes asturianos las reglas básicas del quinito (con mucho éxito, nos puntualiza Eva), un juego de dados usado en Cantabria y el País Vasco como excusa para beber y también para ligar (sí, allí necesitan excusa para flirtear, no es algo que les salga solo, qué le vamos a hacer). El juego era tan divertido que acababan todos borrachos como piojos, jugando una y otra vez con unos dados y un cubilete cada vez más manchado de vino, y que tanto ascazo le acababa dando a su amiga Alba, la más sobria de todas sus amigas. En realidad, asco les acababa dando a todos, pero aquellos eran otros tiempos, que diría Plácido Domingo. Hoy probablemente ninguna de ellas se atrevería a volver a jugar. Ya no son edades, piensa Eva. Ni para esa ni para tantas otras cosas que sí sigues haciendo, bonita, añado yo. Touché.

En cualquier caso, la Eva de hoy en día está pensando que una parte de ella desearía haber realizado el grado en Psicología y no la licenciatura, porque seguramente se habría enterado más de los contenidos de las asignaturas si hubiese asistido a clase con regularidad; así no le sonaría todo a chino cada vez que relee algo de la materia, que a veces se le asemeja tan ininteligible como si estuviera leyendo sobre física cuántica. Claro que no se lo habría pasado tan bien, eso es cierto, si no hubiera asistido a todas aquellas espichas, esto es: fiestas universitarias organizadas por los alumnos de tal o cual facultad en las que se reunían en parques públicos y en los campus universitarios para beber sidra. Mucha sidra, especifica Eva. En una de aquellas espichas Eva conoció a Mario, el primer asturiano que pasaría por su vida (y, también, por sus piernas). Mario había quedado embelesado con… ejem, sus ojos claros (Eva está sonriendo toda triunfante ahora mismo) y no paraba de repetirla lo mucho que «me prestas» cada vez que llevaba unas sidras de más. «¿Te presto el qué? ¿Dinero? ¿Un cigarrillo?», le preguntaba Eva en cada ocasión, sin saber muy bien a qué se refería. Tardó semanas en averiguar que el verbo prestar, en asturiano, era sinónimo de gustar. Para cuando quiso darse cuenta, Mario ya era historia.

El problema era que no le habían avisado de que se iban a caer, es en lo que anda pensando Eva cuando sale de la ducha. Nadie te avisa de que la piel se cae, se destensa, se vuelve flácida. Bueno, todos sabemos que vamos a acabar envejeciendo tarde o temprano, pero pensamos que va a ser a los cincuenta o a los sesenta, como pronto. Nadie espera que sus pechos se empiecen a descolgar antes de la treintena. Eso se avisa, protesta Eva, aunque en realidad nuestra protagonista debería haberlo esperado, pues nada de semejante tamaño aguanta más de veinte años sin venirse abajo. Y es que Eva ha sido muy precoz a la hora de desarrollarse (como muy probablemente para todo lo demás, a lo que Eva me contesta con un nada gracioso ja, ja). A los once años, cuando sus compañeras aún llevaban camisas interiores y desconocían lo que era la menstruación, ella despertaba una fatídica mañana de martes sangrando. Al principio dudó de si se había dado algún golpe, ya que había tenido algún episodio de sonambulismo. Luego se acordó del día en que a su hermana le había bajado la regla, los lloros y los gritos de «¡Me voy a morir!» con los que despertó a medio vecindario. Así que Eva sabía que, al menos, no se iba a morir, pero que comenzaba una nueva fase en su vida.

Y así fue: un mes después, coincidiendo con la llegado del verano, Eva empezó a notar cómo se le iban formando y agrandando dos bultos allí donde antes no había habido más que dos minúsculos pezones. La tragedia llegó al volver a clase en septiembre, ya que fue la comidilla durante todo el curso. Al igual que algunos compañeros habían pegado el estirón, otros tenían pelusilla en el bigote o se les había agravado la voz, ella había vuelto a clase con dos poderosas amigas. Lo de poderosas aún lo desconocía, hasta que llegó el baile de final de curso y todos y cada uno de los compañeros de clase le pidieron que fuera su pareja. Al parecer habían hecho una porra para ver quién conseguía ligarse a la tetona de la clase. La tetorras, me corrige Eva, aunque automáticamente se arrepiente, porque sabe que eso me va a recordar una anécdota que no puedo dejar de contaros. Y es que así la habían bautizado sus compañeros, la tetorras, por la famosa broma que le hacían tres o cuatro veces diarias y que ella tardó tantos meses en entender: «Jolín, Eva, hoy hace un calor… ¡que te torras!». La pobre Eva no pensaba que hiciera tanto calor, sobre todo cuando llegó el invierno y no supo bien el porqué le seguían insistiendo con el mismo comentario (debe de ser que fue precoz en todo menos en lo de la inteligencia, y tal). Muy, pero que muy gracioso. Perdón, es que hay que ver si eras ingenua…

Eva lleva semanas flirteando con Eduardo, un compañero del Máster. Edu es un perroflauta de actitud optimista que le pone un montón. La lleva unos cuantos años, pero no le importa demasiado. El sexo no tiene edad, que dicen. ¿O era el amor? En fin, dejémoslo en rollo. A Eva le encanta su alegría contagiosa, su predisposición a la felicidad con la misma facilidad con la que otros se instalan en el quejismo diario. Quiere pensar que ella es de las primeras, pero la verdad es que quejarse se le da tan, tan bien. Y no me mires con esos ojos, Evita, que sabes que tengo razón.

Ha quedado con unos compañeros del Máster esta noche para tomar unas cervezas, entre ellos, Eduardo, y esa es la razón de que Eva se haya duchado por segunda vez este viernes y esté eligiendo vestuario con similares dosis de regocijo y nerviosismo. Sabe que en Edu esto es lo de menos, porque ella le ha gustado a él por su buen rollo, o eso le ha dicho a ella, claro (Eva está poniendo los ojos en blanco ahora mismo). «Ya, si es que yo siempre ligo por maja», le ha contestado Eva a Edu cuando se lo ha dicho, con toda la seguridad y el morro del mundo. Cállate, que te veo venir, me advierte Eva. Pero si no he dicho nada…

Los nervios los tiene porque todavía no se han acostado, pero sabe, presiente, que de esta noche no va a pasar. Siempre andan con prisas, compartiendo algún momento improvisado después de las clases, pero que acaba unas pocas horas después, cuando Eva tiene que irse a trabajar a la academia. Aunque les ha dado tiempo a enrollarse varias veces en la caravana de Edu, después de irse de picnic al monte o tras unas cañas en la cafetería de la facultad de Educación. «¿Sabes? Te confieso que nunca pensé que me enrollaría con una psicóloga», le había dicho la última vez que se habían visto fuera de clase. Eva se había reído con ganas, pues nunca, desde que se había licenciado, le habían dicho algo así. De hecho, las frases más habituales cuando eras psicóloga eran las de «Hala, ¿entonces puedes leerme la mente?», «Uy, yo contigo no hablo que juegas con ventaja» y la fabulosa «Tú que eres psicóloga, ¿qué opinas de…?» con la que empezaban todas las frases de amigos y familiares que necesitaban consejo. Así que le cogía por sorpresa que alguien expresara malestar hacia su gremio, cuando lo que solía haber era un exceso de misticismo. «Pues no lo sé, siempre os he tenido a los loqueros por demasiado chulitos, con toda esa palabrería moderna que os lleváis a la boca y que en realidad significa lo mismo que otras palabras que llevan existiendo miles de años, pero las modernas suenan mejor y os hacen parecer más interesantes, o eso creéis». Eva había soltado una sonora carcajada. «¿A ver, y qué palabras son esas, si se puede saber?». Edu había dado una última calada al porro antes de contestar. «Pues… no sé, resiliencia, por ejemplo. O proactivo. ¿Quién narices usa proactivo? ¿Y qué se supone que significa? Si es exactamente lo mismo que decir activo, de toda la vida». Eva le había callado con un beso y él se había echado a reír mientras la correspondía. A Eva le encantaba, también, la rapidez con la que los dos habían establecido, desde el primer momento, que no querían complicaciones, y la comodidad que aquello suponía.

Así que Eva se ha tomado unas cervezas obligadas con sus compañeros de Máster y en algún momento de la noche ha hecho bomba de humo con Edu, que la ha llevado hasta su casa. Eva está disfrutando de los nervios previos al sexo, la excitación y adrenalina corriendo por sus venas, la lujuria instalada en su mirada ansiosa, el condón preparado en uno de los bolsillos de la chaqueta. Para cuando a ellos se les «olvida», explica Eva. Y es que, sí, se les «suele» olvidar nueve de cada diez veces (diez de cada nueve, más bien, me corrige Eva). Para ver si cuela. Pero Eva es más lista que todo eso: la pasión le hará perder la fidelidad, pero al menos no le hace perder del todo la cordura.

Así que Eva disfruta muchísimo de los minutos anteriores al sexo, aquellos en los que la conquista ya está ganada, en los que saborea el placer que está por llegar, en los que fantasea recreándose con las posturas que tiene pensado practicar. Se podría decir que Eva es una yonqui del sexo, aunque ahora mismo el yonqui es más bien su compañero Edu, que va ya por la tercera raya de cocaína desde que han subido a su piso. A Eva le ha sorprendido, y no precisamente para bien. Sabía que Edu fumaba bastantes porros, pero desconocía aquellos otros vicios. Eva nunca ha sentido demasiado interés por las drogas, ni cuando hubiera sido su momento, a los veinte, ni desde luego ahora que se acerca a la edad de Cristo. Pero Edu le ha ofrecido una vez tras otra, con las manos temblorosas y rehuyéndole la mirada, esperanzando de que en una de esas veces Eva diga que sí. Desde luego que Edu está muchísimo más nervioso que Eva, y ella no tiene ni la más remota idea de por qué, con lo seguro y confiado que se ha mostrado siempre.

Tras la raya número cinco, Eva decide ir al grano, porque teme que se le acabe bajando la libido si posponen demasiado el sexo. Así que le lanza sobre el sofá en el que su compañero lleva sentado media hora esnifando cocaína y comienza a desnudarle con urgencia. Como nota que Edu sigue con los nervios encima, decide centrarse en él para que se relaje. Ya le devolverá el favor él más tarde. Eva desabotona el pantalón de Edu, baja los pantalones y el calzoncillo de un tirón y coge el pene entre sus manos, que a estas alturas de la película anda más erecto que el brazo de Hitler en el saludo fascista. Pues parece que sí que hay ganas, después de todo. Su idea era empezar a juguetear con la lengua, pero antes de poder hacer nada, antes de sumergirse ambos en faena, un escupitajo amargo y salado le da de lleno en la frente. Sí, Eduardo se acaba de correr. Sí, en menos de treinta segundos. Sí, antes siquiera de que haya empezado la acción. «Perdón, no sé lo que me ha pasado», se excusa él, avergonzado, mientras le acerca a Eva un paquete de clínex. Que te has corrido en mi puñetera cara, eso es lo que te ha pasado, piensa en contestarle Eva, pero decide cambiarlo, a última hora, por un cortés «Tranquilo, le puede pasar a cualquiera» que pretende hacerles salir a ambos de aquella horrorosa situación. Di que al menos ha conseguido su cometido porque, de toda la libido que manejaba antes Eva, ya no le queda absolutamente nada. Objetivo conseguido y en muchísimo menos tiempo de lo que habría esperado. Son todo ventajas. Ni puta gracia tiene. Perdón, ya lo dejo.

Eva tuvo clarísimo desde el principio que la clínica no era lo suyo, y menos mal, piensa ahora, porque está claro que no tiene un buen ojo clínico. Lo ha demostrado ahora y ya lo demostró en su momento cuando se pasó medio mes tirándole los trastos a su compañero de pupitre en Psicología del Desarrollo para descubrir, semanas después, que era gay. «¿Pero tú no sabes que los hombres que estudian psicología son todos gays?», le había reprendido Carmen. Toma estereotipo, en una futura psicóloga clínica, ni más ni menos. Y ahora acaba de descubrir que el que parecía el tío más seguro del mundo está tan lleno de inseguridades que no ha sido capaz ni de llevar un polvo a cabo. Dime de qué presumes y te diré de qué careces, dice el dicho, pero Eva no había sabido verlo. Joder, si monto una consulta, se me suicidan, piensa Eva, y tal vez no le falte razón.

Edu ya se ha vestido de nuevo en lo que Eva se ha limpiado la frente con toda la dignidad que se puede tener en esa situación. Ni una teta, no le ha tocado ni una mísera teta, está pensando Eva con pesar y malhumor mientras Eduardo ya está preparando su sexta raya. Quizás, si te metieras menos rayas, podrías metérmela un poco A MÍ, le dan ganas de soltarle cuando él vuelve a ofrecerle un chute. Pero finalmente responde con un cansado «Sí». No sabe si lo hace por decepción, por impotencia o por despecho, pero es la primera vez que consume cocaína. A sus treinta añazos.

Mientras esnifa la raya, Eva piensa que ya no tengo edad para estas cosas. Y tanto, Evita, y tanto. Que no son edades.

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