He vivido en la misma casa desde que tengo razón, una casa blanca de ventanas grandes que se encuentra en la esquina de lo que podría haber sido antes una colina. Digo esto, no porque el paisaje sea prominente, sino porque la calle está tan empinada que si no usas el freno de mano la gravedad podría hacer de las suyas.
Uno podría creer que el vivir cerca une a las personas.
No todas las calles son como Stars Hollow, donde nada cambia y las mismas personas van y regresan y saben que no les gustaría estar en ningún otro lugar.
No conozco bien a nuestros vecinos, puedo decir poco sobre ellos. Sé que el vecino de la casa de al lado está peleada con el vecino de enfrente y sé que podría pensar que es una exageración el pelearse por algo tan trivial como lo es el fútbol, pero aquí en Monterrey es un asunto bastante complicado.
Esta misma calle separa su rivalidad, ya que apoyar a equipos contrarios puede romper amistades y en el caso de mis vecinos quebrantar esa diminuta plática que por pura cortesía llegaban a entablar.
Me corrijo, esta no es la única casa en la que he vivido. Me mudé a Oaxaca por cinco años, donde diferentes personas tomaron nuestro lugar; una familia que entró completa y salió hecha estragos, una diseñadora de vestidos de novia con un esposo de nombre de presidente y después, nosotros.
Me agrada el hecho que al dar por sentado cosas habituales, nos dejamos sorprender por gestos que nunca habíamos notado. Insondablemente, vivimos en una constante rutina.
Día tras día, casi de madrugada veo al vecino con sus camisas de cuadros sentado en el patio de su casa admirando lo interesante que puede lograr a ser su pasto; y al llegar, horas después, se encuentra exactamente en el mismo lugar. Tiene un cierto parecido a Luke, la típica persona que normalmente no logras ver sonreír y viste con gorras para disimular el pequeño hoyo que la edad ha dejado en su cabeza.
Llegué a esta calle en el 2003, tenía tres años y la tecnología todavía no era claramente visible. Ahora, las nuevas colonias no tienen rasgos de los cables arcaicos que se utilizan para conectar la señal. Viéndola así, la calle sin salida donde vivo puede parecer anticuada ante los ojos de otras personas, con cables colgados que rebosan los postes y una que otra antena parabólica para poder visualizar los partidos de fútbol; pero para ellos no se ha vuelto costumbre.
No somos los mismos de cuando nos mudamos. Mi vida se divide en dos etapas: antes y después de Oaxaca. Es ese pequeño “y” el cual nos define, esa pequeña conjunción que abarca el momento en el que decidí que estudiaría arte pero no ballet (como todos imaginaban); el momento en el que mi padre dijo (momentáneamente usándolo como contraargumento) que el hogar es donde los seres queridos están; y momentos después, cuando me dí cuenta que tenía razón y es el hogar nos sigue a nosotros, no al revés.
Sin embargo, algunas cosas permanecen iguales: los tonos crema de la pintura de la casa, las flores que inexplicablemente brotan en medio de la calle pavimentada y el árbol del vecino, siempre podado simulando una emoticón sonriente.
Ahora no solo somos tres en la casa, sino que también se nos añaden los pajaritos que diariamente vienen a comer alpiste a la colorida casa que les pintó mi mamá.
La vida gira en torno a la rutina, eso no signfica que me agrade. Aún así, me da tranquilidad encontrar algunas cosas imperecederas. Después de cinco años, el vecino se sienta en su misma silla, solo que ahora con su nieto en su regazo; su árbol en forma de emoticón ha floreado en forma de copete; y a él, se le puede ver sonreír. Mi casa sigue siendo la misma, con las mismas lámparas que adornan mi cuarto y la calle donde vivo sigue igual de empinada, con algunos baches de complemento.
Puedo decir que vine y regresé, y que Stars Hollow nunca me había parecido tan extraño.
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