Viví en Buenos Aires toda mi vida. Soy un porteño, aunque me duela decirlo e incluso me averguence frente a personas que hace poco conozco. Porteño hoy en día es casi un insulto, sin embargo me resume perfectamente.
En la Ciudad de Buenos Aires no hay nieve. En diciembre no hace frío. Es costumbre alcanzar los 30° grados centígrados desde la segunda semana de diciembre en adelante. Sin embargo, como en todos los países del mundo, el 8 de diciembre se empieza con las decoraciones navideñas.
La relación con la navidad es distinta en este hemisferio. En mi familia, más. Nosotros nunca creímos en Papá Noel y nunca le pedimos regalos. Desde niño, siempre supe que mi mamá y mi papá estaban detrás de cada uno de los envoltorios abajo del árbol.
Cuando veo un Papá Noel no pienso en una entidad mágica, ni en un semidiós. Pienso en un ícono, un símbolo que representa felicidad, unión. Pienso en las reuniones familiares en la casa de mis abuelos. Ese rojo y esa nieve que cae es una invitación a llegar a un momento específico en la vida. Unas sensaciones que difícilmente llegan en otro momento del año.
No existen decoraciones navideñas realmente “apropiadas” para este hemisferio. Es una especie de vista gorda la que hacemos en Buenos Aires. Jugamos a ser parte de una cultura que no nos representa, a compartir una historia que no existe, y reunirnos en honor a algo que ya no importa.
Sin embargo, el condicionamiento juvenil demuestra ser eterno, y el esquema mental está irreversiblemente formando en mi cabeza, donde asocio navidad con felicidad y nostalgia. Al llegar el 26 de diciembre, no puedo evitar sentirme melancólico.
Las casas son decoradas con luces, circulos de hierbas y papás noeles junto a sus ayudantes y sus regalos. Algunos, incluso, decoran con adornos que aluden a nieve falsa, y que nunca podría existir en esta parte del mundo.
Nos une un sentimiento de pertenencia que no deja de omitir la identidad de nosotros como ciudad, pasamos a identificarnos como otro grupo, bajo otra costumbre, y bajo otra temperatura incluso. Cuando se termina el día y las luces se apagan, solo tenemos calor y recibos de compras infladas en precio.
Pero quien tiene la suerte de tener una familia a su lado, también tiene una memorable cena, fotos, sonrisas y abrazos que enmendarán el corazón para el año porvenir.
Adorno mi casa para una vez más esperar tener una feliz navidad.
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