«…Creería que fue el aguardiente lo que la hizo pedirme un cigarro; en la sobriedad jamás hubiese tenido razones. Yo, entretanto, empiezo tembloroso a hurgar en mis bolsillos. El trasero de la izquierda, el trasero de la derecha… Llaves, celular, billetera. Nada. No aparece mi cajetilla de Lucky. “Maldita sea, aquí están”, y un berrido de placer rebota entre las paredes de mi cabeza cuando por fin reparo en que los estoy empuñando, como aferrándome a las mieles de la muerte.
Reviso. Veo un par de filtros blancos asomarse tímidos por entre las luces estroboscópicas y las nubes de glicerina. Jesús, juro por un momento llego a creer en ti. Justo los que necesito. “Hágale”, le digo.
Salimos y nos sentamos en el bordillo. Son casi las tres de la mañana. Ella se quita sus tacones, había pasado quejándose de ellos toda la noche. Ya yo estoy dando las primeras bocanadas mientras mis ojos inamovibles ven sus manos hacer combustión para quemar el tabaco y ese discurso barato sobre cuidarse y tener hábitos que no vayan en detrimento de la salud. Ese montón de babosadas que balbucean los de su gremio. Como si uno no viniera a este mundo a hacer más que morir. Estoy expectante. No sé, simplemente me encanta ver a las mujeres fumar.
Así empezamos entonces a dar cuenta sobre lo pequeña que es esta ciudad. Conoce a mi hermana, a mi sobrina, se tienen en redes sociales… Diablos, ¿y ahora qué? Pero termino tomándolo como una triquiñuela más de la vida. Hablamos del amor. De que mi último intento serio de relación había sido con una loca promiscua con Trastorno Límite de la Personalidad que no hizo sino traerme problemas. Y de su novio, un tal Pedro, José, Jose… Qué importa. La cuestión es que está haciendo su rural en Medellín y apenas llevan 2 meses. Sin embargo, lo quiere un montón y regresará en un mes o algo así. Hipócritamente asiento y le digo que menos mal, que eso está aquí mismo, a la vuelta de la esquina. Pero qué va, la sangre me hierve y la hiel -o el trago- hacen mi hígado crujir. Para cortar el tema me hago el interesante hablándole sobre mi vida y mis filosofías rebuscadas: que uno debe hacer las cosas que lo muevan, que mi mente no es cuadrada, que soy un hombre de ciencias sociales, que lo uno, que lo otro. Todo excusado bajo las ganas de contarle mi historia -algo patética- de cómo me cambié 2 veces de carrera. Lo que sea con tal de distraerla. Y de distraerme.
Y así. Ya no sé por dónde vamos cuando de repente suena su teléfono. El brillo en sus ojos la delata y enseguida miro al suelo maldiciendo para mis adentros. “Amor, ¿cómo estás? Yo bien, aquí con Meza y unos amigos de él”. “Ay, ¿en serio estás vuelto nada? Mejor vete para la casa”. “Ay ay, ay…”. Carajos, ya cuélgale, ¿no? Y por fin, como si mis gestos amplificaran mis pensamientos, un “te quiero” cierra la línea a ambos lados del teléfono. “Era mi novio. Dizque está tomando con unos amigos de él por el parque Lleras y la están pasando de lo más chévere. ¡Qué show!”, dice. Río para ocultar el agrio olor a cólera. Ni siquiera de ella. Mío. Llego a creer que todo el esfuerzo que le había puesto esa noche al tener un momento los dos solos, iba a parar al traste. “Ya qué, igual me cae bien, vamos a seguir escuchándola”, pienso.
Nuevamente comienza a hablarme maravillas de él, como si esa llamada hubiese sido un trago de Vodka que le diera temple y la hiciera parar tras un atril a recitar con descaro poesía de la mala. Que compaginaban, que si el tocaba la guitarra en una orquesta vallenata, que era lindo el que hayan estado toda la carrera juntos y ahora se fueran a graduar, que hacía mucho había querido estar junto a él, que no podía aguantar por su regreso. En mi garganta se desbordaba ininterrumpido un Niágara de arcadas.
Pasan diez, quince minutos. Ella hablando cursilerías. Yo escuchándole sus cursilerías. Pero pasadas las cuatro llega ese segundo divino, el preciso momento, la que pensé era la perfecta oportunidad para lograr lo que en el fondo quería: “¿me acompañas a mi apartamento?”. Como es lógico, accedo, pero marcando un cierto desinterés: sí, va. Cogemos el primer taxi que se atraviesa.
Acomodados en el sofá de su vestíbulo, guardamos silencio por unos segundos. De golpe me doy cuenta que no solo me ha abierto las puertas a su apartamento, sino a la desvergüenza. Estaba encima de mí llevando su pelvis hacia adelante y hacia atrás con el vestido recogido hasta la cintura. Vaya que para este momento el trago me tiene mal. Veo todo pasar en cámara rápida. Siento su boca clavándose en mi cuello, sus manos presionando las mías contra la pared, sus carnes, mis carnes, el olor a cigarro, a sexo. Cada movimiento sucede al anterior con mayor rapidez. Sangre, gemidos, putazos. Yo arriba, ella abajo, sus piernas enrollándome, duro, onomatopeya, ¡más duro! Fundidos en el otro.
Ya acostados y mirando al oscuro vacío en derredor, empiezo a sentir un escozor que se extiende a lo largo de mis extremidades y una jaqueca tan intensa como el orgasmo que minutos antes tuve. Intento deslindar mi mente del dolor corporal y no puedo evitar -en parte también para ver cómo justifica su infidelidad- hablarle de su novio. “Oye, y Pedro, José, Jose… Qué importa, ¿será que También estará en estas ahora mismo?”, bromeo. Se molesta, pero solo un poco. Deja escapar una pequeña risa culposa. Siguen los chistes. En esas se nos va el tiempo. Barro la sala con la mirada en busca de algún reloj. Cinco para las siete. Nos despedimos sin más protocolo que un “luego te escribo y vemos si hacemos algo en la tarde”.
Llego a mi casa y directo a mi habitación. Creo que he conseguido dominar el hacer encajar una llave dentro de una cerradura aún con un menjurje de alcohol flotando dentro de mí. Enseguida mamá advierte mi presencia y para corroborarla gira el pomo de mi puerta verificando que la he trancado; que mi ebrio cuerpo reposa en cama y no en un andén. Intento conciliar el sueño. No puedo. Todo da vueltas. El televisor, mis libros, mi mente, la vida. Escribo un pequeño poema sobre lo que pasó -¿qué mas hace uno borracho?- y lo publico en mi blog.
Dan las dos de la tarde. Despierto encima de mi escritorio. Nado en flujos. Me doy un sacudón y camino por el cuarto. El suelo está hecho un desastre. Ropa por doquier, latas de cerveza, frituras. Nuevamente siento una horda de termitas comerse mi cuerpo y que mis sienes van a colapsar dejando derramar mis sesos por todo el lugar. Decido bañarme para al menos librarme de la primera sensación. El agua cae y junto con ella, grumos enormes de piel y vello. Parezco estar deshaciéndome lentamente. Se van al piso mi cabeza, los dedos, las piernas, tejidos. Termino por taponar la rejilla con mi masa gelatinosa. No entiendo qué pasa. No siento aflicción alguna, tan solo me noto más débil y ligero. Como puedo consigo abrir la división del baño para llegar hasta el lavabo. En frente, el espejo. Definitivamente este no soy yo. Tengo ojos compuestos, un par de largos filamentos sobresaliendo tras de mí y algo así como 6 patas. No siento el impulso de alarmarme. Mucho menos de buscar ayuda. Aún cuando mi fisionomía revela lo contrario, extrañamente me siento más persona.
Salgo del baño. Camino por las paredes, el techo. No me mareo. No hay nadie. Me echo a dormir… Plácidamente.»
Se estremece y se lanza en mi contra. Me siento vilipendiado. ¿Debería escucharla? Finjo hacerlo. La critica a ella; evidentemente más a mí. Empieza el escozor, la cabeza, la sensación. No interesa. Yo callo. Espero.
Pero pasadas las cuatro llega ese segundo divino, el preciso momento, la que pensé era la perfecta oportunidad para lograr lo que en el fondo quería: “¿me acompañas a mi apartamento?”. Como es lógico, accedo, pero marcando un cierto desinterés: sí, va. Cogemos el primer taxi que se atraviesa.
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