
Él tenía siete años y apenas recuerda.
Fue un 24 de Mayo. Un cumpleaños el cual marcó su niñez y el resto de sus días. La continuidad de su existencia dentro de cierta celda narcisista en lo que respecta a la famosa humanidad.
La noche había descendido caritativa pero no era competente en distinguir la estimación en ello, y la mayoría de su atención se distribuía sobre cierto material moldeado a base de oro muy acendrado, relevando balances entre sus dedos untados en sangre reciente.
La habitación estaba muerta. Eso era sencillo de expresar. Su pijama tenía una contextura demasiado afilada, y así temblaba instintivo con su mirada absorta en oscilaciones superficiales.
Algunas personificaciones se rehuían de su comprensión, por ello aclaraba la razón de darse cuenta muy tarde de que el cuerpo tumbado en el lecho, no despertaría, otra vez. Sin embargo, si quiera hubo de haber experimentado dolencias agudas porque sin llorar, se mantuvo aguardando a que dieran las ocho para desayunar. Faltaban nueve horas, y en esa madrugada el pequeño tenía hambre, rozado por el haz lunar filtrandose como polillas sonámbulas.
Tanta paz cohibida generó una rareza interna en cuatro paredes bruñidas y amparada en tapiz macrame, y hasta podía esto encantarle, como alma de cántaro hacia su progenitora. Al final consigue quitarse de los hombros su presencia, manteniendo inclinada la cabeza como ese títere atascado entre sus propios hilajes. Tuvo gélida la piel debido a estar fijo, en posición de loto para fingir ser el preferido niño dócil.
La puerta del cuarto seguía abierta, y se mecía balbuceante hacia adentro y hacia afuera junto a un gruñido que se expande añejo. Esto no funcionaba como el truco de un filme terrorífico, en cambio servía de calmante al corto pensamiento de antipatía a sombras bailarinas en su círculo de reclusión.
Su elocuencia respiratoria reía petizo pero sacaba a confirmar que existía tanto en el plano verdadero como en sus sueños inabordables. Su escenario puede ser considerado una pintura de óleo al lienzo, un noveno retrato lleno en romance absorvido por marejadas corruptas, que van como matorrales rechinantes de mucha amargura, y el niño con agudos luceros flameantes dejó farfullar enclenques suspiros que anduvieron presos en la carcajada de la suspensión. Cada parpadeo ofusca su atractiva mirada, más vistosa que la misma sangre aferrada en vano al suelo y es debido al intenso fuego y es una broma pesada el detalle de odiar ese tinte primario. Tiene pestañas con ilusiones lluviales que se curvan finas de forma linda como plumas puestas en una línea horizontal y estrecha. Él representa lo racional y la carencia de sensaciones poco útiles en el ser vivo, jugando entre nociones temporales con el instrumento que atesora como si se tratara de la primera vez.
Un gato acogía su papel de espectador con ojos afilados y de color miel dulce mientras ronronea versátil porque en el fondo de su alma acaricia los gustos de un magnicida. Zarandea su cola ya olfateando los perfumes del cuarto, y está atraído por el niño porque es una criatura humanizada, comprometida hasta el alba con la fiel soledad de esta década. Gesto ruborizado, implicaría el contoneo que presenta inconsciente ante la especie desigual y goza mucho al mantenerse fijo en tal estimulante bocadillo. Bosteza al dividir el hocico en dos mandíbulas, dejando colmillos expuestos que han mancillado carne.
Repetidas ocasiones.
Este dichoso gato negro, en verdad es un aliado del demonio perezoso, y no se llega a tal conclusión por rumores o fantasías históricas que tienen tanta falsedad como sinceridad; sino por la curiosa noticia de quizás haber visto al culpable o saber a profundidad esta sigilosa página criminal, ejerciendo el trabajo igual de narrador omnisciente con pelaje malévolo. Parece que curva las comisuras, y enviando un permiso a sí mismo brinca distinguido hacia el niño dentro de toques frívolos, que se sosiegan en la indumentaria cobriza y maullar ‘¡Anímate!’ bastante febril sin apartar pizcas insolentes. Definitivo; está sonriendole, teniendo como paga su atención longeva.
Recibe admiración genuina. El niñito emerge de su trance fantasmagórico, y conducido por los comportamientos pueriles, chilla fascinado al apreciar la hermosura enigmática del felino. Es vivaz su expresión moldeada al acto y envicia al compañero debido a que le ofrece mimos adictivos que son una fortuna virginal para el receptor. Ni el marco de la sangre estropea este gran goce dilatado. Azota la cola contra las curvaturas del ventarrón enmudecido para confirmar el efecto positivo de su buena acción. Tiene una movilidad ágil que junta una vibración taciturna asi que se desplaza con cierta sombra obscena, e incita al niño a seguirle.
Según se dice, es común sentir lástima por aquellos fallecidos. Dar sinceros pésames para curar últimos vestigios del registro dejado y cortado al azar.
Regularmente sería apropiado. Sería tradicional decir ‘lo siento’, pero dada esta ocasión, ese respeto no sostiene estatus aquí. El niño no genera alguna empatía afectuosa por la madre suya, la que exhaló moribunda y marcada por desdén nefasto hasta que el brillo se extinguiera en su tez empalada. Si habría preferido que esta tuviese una muerte horripilante hace años. Silba cuando se alza animado, procurando avanzar casi con pasos artísticamente confiables al tener sus pies calzados en sangre declinada y abandona fácil y faltante de remordimiento la tumba superficial. Que esa figura petrificada duerma en significado de metáfora, le brinda júbilo extenso, de manera que el adiós alaba inservible.
Da seguimiento al minino sombrío. El niño acepta a este forastero en la casa de sus padres. Adora el esplendor gris ajustado entre los vellos de su ropaje, como gemas sagaces encadenadas por hebras. Quedaban ocho minutos para que el día 24 se apagara fugazmente.
Iba detrás de su consuelo a cambio de arrastrar holladuras con figura sólida hasta que la tinta sea gastada a causa del uso puesto; el sendero es dirigido, donde el cuerpo de padre obstáculiza bajo el marco de la primera puerta en la cocina, y es notorio el cuchillo que incrustado, rasgó su limpia camisa y la dejó impregnada de perfume rojizo además de una grotesca contusión en el abdomen. Abundante es la comedia porque el difunto sigue embelasado a su maletín de cuero. Lo agarra recio.
Gracias a esa acalorada disputa entre marido y mujer, entre vuelcos y duras palabras, el contenido del maletín fue desparramado sobre las cerámicas de vinilo, sacando reluciente la evidencia que expone a otro drogadicto más en la sociedad de día a día. Ciertamente la ‘PCP’ o ‘fenciclidina’ o ‘angel dust’ es mortífera en su consumo obsesivo, lo chistoso es que aquello causó su ruina pero no su punto final. Bolsas tamaño bolsillo, con sustancias blancas en el interior que no representan inocencia con este matiz. Sustancias ilegales en la residencia son una falta de respeto.
El charco nulamente pudiente, forma su reflejo con patrón de muaré que va adornado por el alumbrado zig-zag. Se queda a observar, y adentro de sus flamígeros ojos el sentido pésame sale para memorar que su padre no había sido más que un tarado.
Rodea y como dulce presente, el felino ha traído ante él un postre para saciar su hambre, o en este caso, su sed. Deja cerca de sus descalzos pies un conejo que se hubo de abrigar con chaquetas blanquecinas en inviernos anteriores, y respira bajo aturdimiento a lo que contonea también las blandas orejitas sabiendo del peligro viviente. El niño se ve hechizado. Traga imaginando el exquisito néctar descender y besar su interior porque, como otras personas tiene igualmente su manía favorita.
Es ser humano después de todo. Traga con el ideal cristalino. Podría esta ser su extásis, una golosina que incentiva a pulir sus sentidos y sufrir espasmos en su sistema que nutran la fuente de su beatitud. Mientras el gato negro se mofa maquiavélico, este niño sujeta el moldeable cuerpo peludito, relajado.
Hunde los colmillos en la carne suave. Muerde, comenzando a succionar con mucho enfásis el líquido a sabor sal y metal. La textura mansa besando sus labios mejora mucho el acto de beber.
Al ponerse de cuclillas, incrementa la presión en ambas mandíbulas, que su dentadura profane más a lo recóndito dada su idoneidad de no acabar hasta dejar deshabitado este saco orgánico.
Tenía ansias pecaminosas de añorar un trago extenso y sabroso, el que sea un regalo divino para su condición. Es tan abominable, sin embargo, es sólo una copa que abraza su garganta con emociones sucias pero dulces. Beber debería ser un delito para esta especie humana que ronda entre los que son sanos aunque esta idea la aparta ante su afán peculiar. Quiere mucho, más que nada sangre que lo guíe al deleite.
‘Guru guru guruguruguru. Guruguru.’
Su regalo de cumpleaños; un vajra de oro. Oro puro que está purificado de las blasfemias terrenales. Tan especial que es un amuleto protector para los días futuros con vino agrio. Tal objeto se deja magullar por los golpecitos del gato negro, quien agitando sus garras contra el pelaje compacto, se divierte como otra bestia común que no tiene razonamiento e interpreta el sucesivo personaje naciente de la tierra cálida, el característico personaje que burla y humilla a torpes existencias. Maulla. Concentrado en su juego improvisado no ignora que ha logrado un cuidado aceptable en este breve período y aún así, piensa que este niño se ha ganado su afecto en un santíamen. Al mirarlo, sencillamente le gusta todo de su ser.
La muerte es un ejemplar formidable en esta casa, gran gusto para el felino luciferino y rehusa ocultar su aroma infame. Acortando la lejanía, el vajra se aloja entre sus colmillos tóxicos y él arrulla al niño subiendose encima de su espalda para restregarse amoroso y ronronear como sensación sedante. Las manecillas del reloj impactan una detrás de otra, dando aviso que Mayo 24 ha expirado con el estridente y voluminoso ruido relojero y teniendo ecos fantasmales a través del viento.
Pero, se aclara nuevamente un detalle.
Él tenía siete años y apenas recuerda.
Él tenía siete años, y es un monstruo.
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