Momentos tontos

Momentos tontos

Lola Páramo

07/06/2021

Mi relación con los bancos fue siempre lejana e inaccesible. De pequeña, cuando acompañaba a mi madre a alguna oficina bancaria, observaba el vaivén de los empleados, entonces casi todos hombres, muy pulcros y eficaces. Desprendían un aroma a eficiencia, a seguridad y a gente muy habituada a lo material, algo que a mí se me presentaba ya como un enigma que todavía no he resuelto, puesto que sigo, a mi pesar, viviendo en alguna dimensión paralela a ésta que nos asalta cada día y que me parece cada vez más descabellada. 

Cuando abrí mi primera cuenta bancaria para ingresar una nómina low cost, el empleado, muy afablemente, pretendía obsequiarme con una vajilla, previo cumplimiento de ya no recuerdo qué requisitos. La pregunta me brotó del alma: «¿para qué quiero yo una vajilla?». El hombre me miró desconcertado y en aquella mirada pude leer mi poco sentido práctico ante el vil metal. Era la época en la que los bancos, como por arte de magia, dejaron de ser fortalezas para convertirse en escaparates en los que las bicicletas y las vajillas fidelizaban al cliente con la promesa tácita de regalarle momentos de ocio y de calidad en el confort familiar.  El siglo XX llegaba a su fin y nacía el consumo de sensaciones.

Con el cajero automático viví una relación bastante tensa. En una ocasión, al confundirme de pin, desestabilicé el sistema informático. Al pasar por la sucursal, me comentaron, inquietos, que probablemente alguien había intentado hacerse pasar por mí con el fin de aligerar mis ya de por sí escasos ingresos. » Oh, no, confundí el pin de mi tarjeta con el del móvil «. La mirada de incomprensión del empleado bancario volvió a recordarme aquella de años atrás y a confirmar mi poca facilidad en estas lides.

Luego vino Internet  y con él la venta online, el paraíso de lo intangible y de lo inmediato. Tras años de recelo, la invasión del coronavirus me decidió a lanzarme definitivamente a la Red  sin red de protección. Y  un día me estrellé, al facilitar los datos de acceso de mi tarjeta bancaria de la manera más tonta que uno se pueda imaginar: respondiendo a un supuesto mensaje de una conocida empresa de transportes… porque esa mañana yo estaba esperando un paquete. Todo se alió. Momento tonto. No pensé más. Unos minutos más tarde me inquieté pero ya estaba hecho.  En realidad la vida está hecha de momentos tontos o quizá demasiado lúcidos, quién sabe. 

En fin. El desconchón digital me aligeró de casi mil euros en un santiamén. Cuando vi en el extracto de mi cuenta el cargo de tres compras en una conocida tienda de bricolaje con nombre de mago que yo no me hubiera permitido ni en mis sueños más delirantes, me sentí como sin duda se sintió el comprador de la Torre Eiffel en los dorados años 20, cuando el mítico estafador Victor Lustig se la «vendió» a cambio de una comisión más que sabrosa en la época. El pobre millonario no quiso ni denunciar por lo tonto que había sido comprándole la Torre Eiffel a un encantador de serpientes que se había hecho pasar por emisario del gobierno.

Pues así me sentí yo. Si por lo menos me hubiera timado Lustig ataviado a lo Gran Gatsby, sea. Pero un enlace fraudulento que sólo existe en el mundo del timo virtual, no. Eso no se hace. En fin: comisaría de policía, denuncia, reclamación al seguro por parte de la sucursal… porque claro, mi saldo en cuenta no es el del  comprador de la Torre Eiffel. Eso es en lo único en que, por desgracia, nos diferenciamos.

Al salir del banco adopté la estrategia del superviviente: seguir adelante y no darle más vueltas al asunto… en la medida de lo posible. Pero por las noches me despertaba sobresaltada como esos muñecos que salen de una caja propulsados por un muelle. Y aunque durante el día mitigaba la desazón, por la noche, las alarmas se disparaban y me sacudían con toda la violencia de la que eran capaces. 

Y así pasaron veintisiete días en los que, para ser sincera, conseguí sobrevivir a la rabia de haber sido tan estúpida, a base de trabajo duro y de autocontrol mental. Una lección de humildad. Chica, has metido la pata y debes aprender. Una especie de teoría de la reencarnación. Has hecho el idiota y debes seguir adelante hasta que aprendas. Volverás al ruedo hasta que corrijas tus errores.  Dios mío, cuando me muera, lo único que te  pido es no volver a esta casa de locos. No me reencarnes… ni siquiera en alguien tipo Isabel Presley en sus años mozos, que aquí abajo está todo emponzoñado y ya no compensa.

Y un buen lunes, a primera hora, cuando la semana está todavía en esbozo y te preguntas con susto: «¿quién coño es y qué puñetas me tendrán preparadas hoy?» una vocecita serena  y ceremoniosa me comunica que me llaman de mi sucursal bancaria, que ha habido suerte y que el seguro de mi tarjeta asume el siniestro y que me devuelven íntegramente el importe de  la cantidad sustraída. 

No hay palabras. Es una de esas ocasiones en las que la humanidad te sorprende positivamente y por una vez te alegras de pagar la cuota de tu tarjeta. 

Me pregunto qué va a pasar con las sucursales bancarias en un futuro a corto o medio plazo. Las he visto pasar de fortalezas a escaparates con bicis y soperas, desparecer en los pueblos, añadir autómatas para realizar  pagos en efectivo evitando hacerlo en ventanilla  y ahora se están convirtiendo en algo intangible que se diluye en el mundo online y que seguirá reportando beneficios duplicados y triplicados a a unos cuantos mientras vocecitas como la que me anunció la buena nueva desaparecen en un mundo que se desvanece en cuanto apagas el ordenador.

Como decía Roberto Carlos, yo no estoy contra el progreso si existiera un buen consenso, pero la próxima vez que tenga un momento tonto, espero que la buena o la mala noticia me la dé una vocecita serena y no un mensaje en mi correo electrónico. Sobre todo si es falso.

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