El arqueo de sus cejas lo caracterizó desde que era niño. Frases como ¿Qué le pasa al niño? O ¿Tiene penita? inspirados en la expresión lastimosa que formaba su entrecejo pasaron de la ternura a la burla cuando comenzó a crecer hasta sus días actuales. Recostado en la cama de urgencia, sentía el ardor en su rostro por los golpes recibidos. Fue el epílogo de una semana que comenzó mal, no quería recordarlo; pero las costillas rotas que le impedían volver a la casa de sus padres y las marcas en su cara, definitivamente le obligaban a resignarse ante el destino. Era algo que muy a su pesar no podía cambiar. Por primera vez, sentía el peso de haber puesto en riesgo su vida, pues no era la primera vez que se veía envuelto en una riña. Los calmantes empezaban a hacer su efecto, pese al bullicio y al ajetreo del hospital. Ingresó a eso de las tres de la madrugada, denunciado por el dueño de un bar que reportó una pelea en su local, el único herido fue él. De mediana contextura, no pudo contra los tres robustos hombres que envalentonados con el exceso de alcohol en sus venas y el fragor del ambiente, se le fueron encima cuando llegaron los insultos. Las cosas empezaron cómo tantas otras veces, la burla de la expresión ridícula que formaban esos vellos frondosos sobre su rostro. En la adolescencia fue el período más duro, justo antes de salir del colegio. Recordó la fiesta de fin de año, cuando la morena exuberante que todo el curso perseguía, embriagada en medio de la pista comenzó a besarle, mientras lanzaba risotadas y palabras soeces, acaparando la atención de todos, para terminar burlándose de su rostro. Esa noche, lo marcaría para el resto de sus días.

A sus treinta y cuatro años, era ridículamente un hombre virgen (más aún para estos tiempos) tenía terror a la burla de una mujer. No fue a la universidad por ese motivo, pues potencial intelectual le sobraba. Sin embargo, la nula aceptación hacia sí mismo, le jugaba tanto en contra, que se desplazaba por las sombras en la vida, siempre manteniéndose en los perfiles más bajos. Usaba gorro o jockey aún en verano, y lentes oscuros todo el tiempo. La mayoría de la gente pensaba que tenía algún problema a la vista, o que era raro, lo que despertaba mayor curiosidad por ver su rostro al descubierto. Durante años, fue presa de maquiavélicos sueños vengándose de la morena, había llegado a soñar que le quemaba el rostro con ácido. Tanto fue su delirio, que pasaba por períodos donde solía encerrarse en su cuarto, aterrado de sí mismo. Mantuvo por años, la foto del curso pegada detrás de la puerta con una navaja clavada justo sobre el rostro de la joven que le había arruinado la vida. La noche anterior, se desbordó a causa del exceso de cervezas que había consumido en el bar, donde acostumbraba pasar todos los viernes. Unos días atrás, mientras reparaba uno de los vehículos en el taller, la voz de una mujer lo distrajo. En realidad, no había sido la voz, sino la risa grosera que emitió mientras conversaba con el dueño del local. Sin quitarse los anteojos y el gorro se acercó a solicitud de su jefe, para atender su Cabriolet. Le bastó una mirada de reojo para darse cuenta que vestía cómo lo hiciera en los tiempos del colegio, en una palabra, provocativamente. Un ceñido vestido relucía sus voluptuosas curvas, que con el tiempo a pesar de haber engrosado le daban ese aire de mujer deseable.

Se sintió molesta, al notar que el hombre miraba sólo hacia abajo y contestaba con monosílabos. No la escuchaba, todo su ser se concentraba en la escena de su adolescencia que volvía a su memoria en alta definición. Apretaba la llave que sostenía en una de sus manos con presión, haciendo sobreesfuerzos por no liberar el odio acumulado en todos estos años. Debía contenerse a como diera lugar. La tenía frente a él, casi podía sentir su perfume de hembra, ese que enloquecía a los hombres. Toda ella era seducción, sus ojos, sus labios, sus cabellos, su voz y ese cuerpo voluminoso que gustaba contornear exageradamente al andar. Un solo movimiento de su mano, y ponía fin a tanto tiempo de represión, un golpe acertado en la sien y el deseo de venganza se vería cumplido. Podía imaginar la sangre bajando por su rostro, su boca abierta evidenciando el inmenso dolor, sus ojos de espanto al verse en el suelo, golpeada e indefensa, mientras de pie sosteniendo la llave en alto la observaría disfrutando la agonía de su muerte, antes de aplicar el golpe letal.

El ruido de un motor, le hizo regresar a la realidad. Al fin, decidió retirarse sin hablar ni dirigirle un segundo la mirada.

Acostumbrada a sentirse admirada, no soportó el rechazo del hombre de los lentes oscuros y el gorro de lana. Cuando finalmente, el auto quedó listo, la mujer insistió en que quería salir a probarlo. Pese a sobrar voluntarios, la mujer se dio el lujo de elegirlo a él. Por eso, habían comenzado las bromas en el local, molestos sus compañeros de trabajo, por la elección de la monumental mujer. Ni uno, soportó que la morenaza sólo tuviera ojos y atenciones para el de las cejas arqueadas.

El sol del mediodía le besó con ardor en la frente, cuando despertó tenía visitas. La mujer estaba ahí, preocupada por sus lesiones. Afortunadamente tenía vendaje sobre su cabeza, que le tapaban su frente y las malditas cejas ¿Qué hace aquí?- preguntó inquieto con su presencia. Pasé por el taller y me enteré de lo sucedido. No quise causarle problemas – se excusó- realmente acongojada. No se preocupe, estoy bien… no debió haberse molestado, además en la tarde me darán de alta. La mujer ofreció llevarlo a casa y no aceptó rechazo.

Dos semanas más tarde, un hombre corpulento acompañado de una adolescente se presentaba en el taller. La sangre se le heló al verle. El tiempo pareció detenerse en una estación del pasado. Las mismas facciones de su madre. La fiesta de fin de año, volvió a su memoria como un flash que retorció su corazón.

Hablaron con su jefe, la conversación fue breve. Lo demandarían por el accidente que sufrió su mujer. Peritos policiales habían diagnosticado “falla mecánica” en el reporte al juez. Don Samuel, le informó la noticia y le hizo saber que lo haría responsable. Recibiría una citación para declarar. Sudó al pensar que debería quitarse el gorro y los lentes al presentarse en el estrado. Quizás lo reconocería y entonces le sobrarían pretextos para culparle de premeditación en los hechos. Su pasado lo incriminaría, más aún, sabiendo que nadie más trabajo en su vehículo. Creía tener la certeza de haber realizado bien el trabajo, por un momento dudaba si su inconsciente inducido por el odio acumulado y el deseo de venganza le hubiesen traicionado y ocasionado la falla en el automóvil.

Necesitaba verla, aun cuando se expusiera a lo peor.

En la clínica no se lo permitieron. Se enteró que estaba en coma inducido, por la gravedad de las lesiones. Se desvaneció tras recibir la noticia. Una enfermera ayudó a reanimarle. Cuando abrió los ojos, se encontró los ojos de la joven. Creyó estar alucinando, antes de que dijera algo, la muchacha se presentó como la hija de la mujer accidentada. Conversaron en el pasillo durante horas, el tiempo pasaba sin darse cuenta. Se enteró que su padre era abogado, y a pesar de estar separados, se haría cargo del caso. Decía que era muy bueno en su oficio y uno de los mejores del país. Se despidieron, con la promesa de verse al día siguiente.

Caminó a casa de sus padres, pensando en Isabella, en su madre, y en los misteriosos caminos del destino, que lo tenían atrapado.

Durante más de tres semanas, mantuvieron vigilia juntos en la clínica. Por primera vez en su vida, esperaba el término de la jornada con ahínco. Con el correr de los días, sin darse cuenta se quitaba los lentes y el gorro con toda naturalidad. Frente a ella podía ser realmente quien era en verdad, y olvidarse de su tormento. También Isabella le esperaba. Cómo hija única, no tenía con quien conversar, encontró en él un buen amigo. La última semana, le confesó la historia que marcó su vida desde la adolescencia, sin decirle que la protagonista era su madre. Se sintió aliviado al liberarse. Isabella lloró en su hombro, lamentando que una mujer le hubiese causado tanto daño. Yo nunca te haría algo así, le dijo dándole una caricia en su rostro. Fue el perdón que necesitaba, fue el permiso para darse una nueva vida, en la pureza de sus ojos sintió la disculpa de su madre y también lloró. Se abrazaron en el pasillo, cómo dos almas solitarias que se daban consuelo.

En la habitación su madre se recuperaba. Semanas más tarde, su hija le contaría la historia y entonces recordaría. Pidió retirar la demanda. A pesar del alivio que le causó la noticia, el dueño del taller le despidió. Salió sonriente y satisfecho.

La mañana le pareció distinta, se quitó los lentes y el gorro y los lanzó a un tacho de basura, era momento de vivir – se dijo y fue por un café y unas tostadas, quería comenzar bien el día.

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