Todo, absolutamente todo me daba vueltas. Era consciente de ello por la forma en que mis pies trastabillaban a cada paso que daba. Qué perdida iba, no sabía cuántas manzanas había recorrido con pasos torpes aquella noche, y aún no había podido encontrarme. Miré a las estrellas para que me hicieran de guía, pero se me aparecieron todas borrosas y difusas. Le eché la culpa al alcohol. Seguía mirando el cielo nocturno cuando oí el estallido de unos cristales al romperse. El sonido me pareció tan cercano que mis ojos decidieron buscar, palpando la oscuridad, el culpable de haber roto mi silencio. Reconocí una figura humana agachada en un descampado. Me aproximé con el mismo andar lento, tropezando un par de veces con piedras incrustadas que pasaban desapercibidas en la grava. Era una chica menuda, lo supe antes de sentarme a su lado por la poca luz que desprendía su cigarrillo encendido, que dejaba al descubierto su tez morena y el flequillo pegado a la frente por el sudor. Mientras fumaba calada tras calada hacía girar una botella de whisky vacía. Supe que iba tan borracha como yo cuando me senté y vi que no se apartaba, que incluso me saludaba despreocupada. Supe que estaba tan perdida como yo cuando me fijé en su mirada ausente y el gris de sus ojeras.
Quizá se había bebido ella sola el contenido de la botella entera, pero tampoco iba a preguntárselo, no la conocía de nada.
Empecé a jugar con las colillas que había repartidas en el asfalto, las arrastraba bajo la suela de mi zapato y las iba agrupando todas en una pequeña montañita. Me resultó entretenido hacerlo mientras un pequeño yo consciente me preguntaba por qué me había sentado junto a ella cuando debería seguir buscando.
La miré por el rabillo del ojo. Llevaba pantalones de chándal y una sudadera con la palabra: “Orlando” impresa con letras amarillas en el pecho.
-¿Has ido a Orlando?
Sus ojos aterciopelados se posaron en mí unos instantes y su mirada me pareció más frágil y delicada que las finas alas de una mariposa. Aplastó el cigarrillo contra el suelo y enterró lo que quedaba de él depositando pequeños puñados de arena encima, sin soltar la botella con la otra mano. No creo que quisiera responderme, de hecho no creo que me quisiera ahí en absoluto. Vi la luna clavada en las pupilas de sus ojos y supe que también sufría a oscuras. Al no obtener respuesta me dediqué a arrancar pequeñas briznas de hierba que había repartidas aleatoriamente en la tierra removida. Me pasaba constantemente, debía hacer otras cosas para controlar el nerviosismo. Ella en cambio ya había acabado con todo el tabaco que le quedaba, supongo que lo deduje cuando se metió las manos en los bolsillos y hurgó en ellos un rato antes de volver a sacarlas vacías. Su mueca de frustración se convirtió en una sonrisa que se descosía por las comisuras. Separó los labios y cuando parecía que por fin iba a decirme algo los volvió a cerrar. Puso los ojos en blanco y cerró los párpados mientras se pellizcaba el puente de la nariz.
-Mañana no me libraré de la maldita resaca.
Fue mi turno y también elegí no responder, ella me dedicó un suspiro desbaratado, cargado de cansancio. Me puse en pie otra vez. Dediqué unos segundos a contemplar la noche cerrada, parecía que fuera a abalanzarse sobre nosotras. Otra vez esa sonrisa torcida. Hizo girar la botella sobre la superficie del suelo y esperó a que se detuviera. Yo también esperé. Me recordó a la aguja de una brújula que no encuentra el Norte.
-¿Ya te vas?
Asentí con la cabeza.
-Debo seguir buscando.
-¿Qué es lo que buscas exactamente?
Me encogí de hombros, como arrastrada por algún tipo de reclamo que me obligara a fijar la aguja de la brújula en alguna parte. Me agaché delante de ella e hice girar la botella otra vez.
-A mí. Me busco a mí.
-Ojalá puedas encontrarte.
Le dediqué la misma sonrisa rota.
-Quizá debas encontrarte tú también.
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