Mi piel se cuelga de mis huesos
como el agua cae sobre las piedras.
Violento y limpio.
Se me pegan los pliegos del pellejo,
cálidos, como brazos de abuelita.
Me envuelve como ropa vieja, cotidiana,
cómoda como hamaca.
Me amarra, me contiene,
me expone al mundo y me da identidad.
Me refleja y muestra mis mentiras,
mi pasado y mis ancestros,
mi madre y mi padre.
Y se escurre hacia el futuro
entre los surcos de las arrugas,
cicatrizándose donde he vivido,
y partiéndose donde la ha besado el frío.
Me siento líquido dentro de ella.
Me siento sin forma, uniforme.
Me siento frijol germinando entre la calabaza y el maíz.
Me siento arroz asomándose bríoso entre la lluvia de verano.
Me siento avena tostada bajo un sol africano.
Grano de trigo, cebada y centeno,
soy forraje para el cielo, la tierra o el infierno.
Me siento fruto del mundo, sin necesidad de país.
Me siento semilla a punto de quebrar la cáscara.
Quiero tronar la tierra y sentir la lluvia,
conocer la gota que cae sobre mi piel
y preguntarte cómo siente la tuya,
porque dentro de mi piel
viven todas las pieles y sus colores,
y me siento, y me siento tibio…
Sentimientio anfibio,
como si viviera entre dos mundos.
Como si todos los mundos vivieran en mí.
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