Memorias de un desconocido

Memorias de un desconocido

Pablo Guerrero

23/01/2018

No me vas a creer pero hay un libro que es de tu vida, dijo Carolina apresuradamente.

¿De qué hablas? ¿Qué libro? Llevamos un año sin vernos y apareces diciéndome esto. Estás loca, le dije.

Yo sé lo extraño que es esto, pero escúchame. Cuando terminamos hice un viaje a la India, eso ya lo sabías. Terminé quedándome más tiempo a estudiar yoga y cosas espirituales, de esas en las que no crees. Estando allá, en la universidad de Delhi, encontré un libro al que llegué por mera coincidencia. Ese libro es tu vida. No pude traerlo pero créeme Mateo. Tienes que ir allá y comprobarlo. Solamente vine a decirte esto. Cuídate mucho.

Anata ¿dónde estabas? Te he estado buscando por varios días.

No me lo vas a creer pero hay un libro que habla de tu vida, dijo apresuradamente.

Tenía un año de no haberla visto y ahora estaba parada frente a mí en la puerta de mi casa con esa noticia. Esta loca, pensé.

Carolina se fue ese día dejándome completamente escéptico. No le creía. Me parecía completamente absurdo pensar que una novela escrita por alguien que nunca he conocido, tuviera algo que ver conmigo. No era posible que la fantasía de alguien más haya creado algo semejante a mi realidad. Era inaceptable. Además, yo nunca he considerado mi vida como algo fuera de lo común. Mucho menos algo que merece ser escrito. Maldita Carolina. Plantó en mi mente una duda obsesiva de la que ahora no podía librarme.

Los siguientes días intenté ignorar la existencia del libro, la insistencia de Carolina en que fuera a buscarlo y sobretodo, la tentación que sentía crecer en mi interior. Me imaginaba páginas y páginas describiendo y narrando todas mis experiencias de vida. Cada vez se apoderaba mucho más de mí el pensamiento de ir a buscarlo. Pasé días enteros trastornándome con interminables dudas sobre el texto; peleando intensamente entre mi realidad y mi fantasía. Una parte de mí no solamente le creía a Carolina, sino que se aferraba a ello fuertemente. La otra parte de mí, mi parte racional, me decía que no podía ser real, que era completamente absurdo pensar que alguien había escrito mí vida. Dos semanas después, con un intenso cansancio y mi mente desprendiéndose de la realidad, tomé la decisión de ir a encontrar el texto. La lucha intensa entre mi racionalidad y mi impulsividad me agotaron a tal grado que dormí todo el trayecto hasta llegar a la India. Estaba tan cansado que parecía que había soñado haber estado en los diferentes aeropuertos haciendo escalas.

Varios días después de haber comenzado este viaje, me encontraba dentro de una cafetería al otro lado del mundo con el libro frente a mí. No había sido difícil conseguirlo. Por suerte, no era un libro fácil de conseguir. Si eso hubiera terminado por ser un best seller entonces sí tendría que preocuparme. Afortunadamente, estaba agotado y el autor solamente había hecho dos copias, una para él y la otra para la universidad en la que él estudió. Intenté buscar información sobre el autor pero no encontré nada. Era un tipo que había desaparecido y probablemente ya estaba muerto. Todas mis dudas quedaban al aire sin encontrar respuestas que mataran la incertidumbre. La editorial que publicó el libro había cerrado hacía algunos años, así que aunque quisiera contactarlos, ya no podría.

Carolina había viajado a la India para olvidarse de mí y terminó encontrándome en las letras de un autor desconocido. La relación que mantuvimos ella y yo había terminado después de varios años. Ya no nos entendíamos como al principio. Fue una decisión que tomamos entre los dos. Después de tantos años de convivencia ya no éramos lo que en un principio nos proponíamos ser. Ella comenzó a tener intereses distintos, supongo que yo también. Aún recuerdo el día que me dijo que partiría a la India para reencontrarse consigo misma y comprender sus orígenes. Sus antepasados eran de la India, algo que siempre me fascino de ella. Se podía notar toda su ascendencia en sus finas facciones y en el tono de su piel.

Nunca había entendido a la gente que decía que viajar propiciaba el estar con uno mismo. Comprendía racionalmente su decisión pero en realidad no podía sentirme de la misma manera. Supongo que se fue sabiendo que tenía que poner ciertas cosas de su interior en orden y que no podría hacerlo teniéndome cerca. Ahora entiendo que el conflicto en la mente del hombre surge cuando lo que piensas, sientes y haces, no concuerdan. Aunque realmente no puedo culparla, ya que al final de mi relación, yo actuaba sin razón y sin comprender lo que hacía, pensando una cosa pero en realidad haciendo otra. Era un caos. Un embrollo obscuro rodeado de nudos tan gruesos y complejos en los que dejé de reconocer el principio y el fin. Tal vez este libro me haría reencontrarme como Carolina logró hacerlo. Tal vez lograría poner en orden todo mi mundo interno, y aunque fuera en las palabras de otro, sabía que lo necesitaba.

Miré la caratula. No tenía ningún dibujo, ninguna fotografía. Lo único que se podía notar era una línea roja horizontal a lo largo de la portada. Me dio una sensación de vacío existencial al verla. ¿Sería mi vida tan vacía que solamente una línea roja la contenía? Me recordaba a uno de los cuadros de arte moderno que nunca había logrado entender. ¿Qué era lo que intentaban comunicar con ese tipo de pinturas? Eran una mezcla interesante entre lo absurdo y lo estético que terminan por causar una sensación fuerte de vacuidad. Estoy justo como la portada del libro, rodeado de un vacío sin sentido y solamente contenido por una estúpida línea roja, pensé. El libro era esa línea roja que me contenía y que de alguna extraña manera le daba sentido a todo.

Era una especie de reliquia la que sostenía. Nunca me había hecho sentido la frase “tu vida está en tus manos” hasta este momento. Literalmente tenía mi vida en mis manos. Tenía miedo de abrirlo. Sabía que si era como Carolina me había dicho, la mitad del libro ya me lo sabía con lujo de detalle, pero la otra mitad no. Era como tener una bola de cristal, una máquina del tiempo frente a mí. Todos mis secretos, mis experiencias, mis intimidades, ahora estaban a la mano de quien pudiera conseguir ese libro. Pensar eso me hizo sentir tan invadido y tan sometido que en automático terminé pensando en la conquista de México. Imaginé que algo similar debieron de haber sentido los indígenas cuando los españoles impusieron fuerte y violentamente sus costumbres y rituales. Ese libro era la conquista de mí ser y ahora yo estaba sometido ante cada palabra que un autor hindú escribió de mi vida sin saberlo. Que locura, pensé.

Temblaba mientras la duda de abrirlo y comenzar a leerlo penetraba mi mente. Lo coloqué sobre la mesa de madera que tenía frente a mí y lo observe por un tiempo. Le llamé a la mesera y ordene algo de comer y de beber. Terminé pidiendo algo que no sabía lo que era y que se perdió dentro de las barreras del lenguaje. Necesitaba algo líquido en mi cuerpo que me hiciera sentir algo más allá de la resequedad en mi garganta causada por la angustia. Una angustia un tanto inútil porque en lugar de movilizarme, me paralizaba. Me sentía tan seco, quieto e inútil como una roca en pleno desierto.

El agua llegó, le di un sorbo y en seguida sentí como mi cuerpo se refrescaba y la resequedad se iba. Dejé el vaso sobre la mesa y esperé a que llegara mi comida. Mi mirada quería ver a otro lugar, desenfocarse y distraerse con lo primero que se me cruzara. No pude hacerlo. No pude apartarme del libro. Terminé de comer, pagué mi cuenta, tomé el libro y me fui de la cafetería. Me dirigí hacia el hotel donde me hospedaba.

En el camino pasé por un parqué y vi a unos niños jugar. Practicaban una especie de juego que nunca antes había visto y que parecía ser algo muy cultural de la zona en la que me encontraba. Reían, brincaban, se enojaban, gritaban. Se veían sintiendo apasionadamente cada movida que alguno de ellos hacía. Se llamaban por sobrenombres que no entendía con claridad. Volví a mirar el libro y luego a ellos otra vez. Por unos minutos todo lo que estaba ocurriendo en mi presente quedó arrinconado en algún lugar que no era mi consciencia. Una de las niñas que jugaba coqueteaba dulcemente con su contrincante. Parecía que se gustaban y no se lo decían. Era una de esas edades en las que la inhibición es más grande que los años que se tienen. Sin darme cuenta, terminé apoyando moral e internamente a la pequeña niña. Comencé a decirme a mí mismo que ojalá pudiera ella decirle en algún punto cuanto le gustaba. Pasó un camión que hizo un ruido muy alto y mi inspiración se cortó.

Miré el libro nuevamente. Maldita Carolina, pensé.

Ver a esos niños jugar de esa manera me había hecho sentir una inmensa ternura. Recordé cuando yo tenía esa edad y me gustó por primera vez una mujer. Es curioso rememorar los primeros eventos de la vida. Si uno supiera en el instante en que vive las cosas por primera vez que siente algo, y que nunca más volverá a sentirlo con esa intensidad, se dedicaría a atesorar y saborear la vida mucho más. Pero no es así. Los seres humanos a tan corta edad no tenemos consciencia de muchas cosas. Esa pequeña niña en el parque no la tenía, así como yo no la tuve en mis primeras veces de la vida.

Seguí caminando mientras recordaba a Elsa y esa primera vez que sentí atracción por una mujer. Ella era más grande que yo y a mí siempre me trató como a su hermano menor. Eso me provocaba una rabia espantosa, pero la admiración por su belleza que despertaba en las partes más internas de mí, fue siempre más grande que esa ira. Si hubiera sabido en ese instante que nunca más iba a volver a sentir esa primera admiración por alguna mujer, me hubiera quedado ahí por siempre. Hubiera elegido vivir atrapado en la inmensidad de mis emociones por toda la eternidad. Aunque paradójicamente, esa facultad primeriza y única de las experiencias es la que lo vuelve sublime. Pensar todo esto me provocó un sentimiento de curiosidad por el libro. Quería ver si ese recuerdo con Elsa estaba ahí y si el autor desconocido había elegido las palabras correctas para expresar el afecto que tenía en aquel momento. Muchas veces había imaginado una voz pasiva narrando momentos específicos de mi vida, pero no esperaba que vinieran de un autor hindú. Saber eso incremento la tentación que sentía al sostener ese libro entre mis manos. No me pude contener.

Corrí y llegué al hotel. Subí a mi habitación y abrí la puerta tan rápido como pude. Me senté sobre el sillón a un costado de la ventana y abrí el libro. Memorias de un desconocido, era el título. Le di vuelta a la página y comencé a leer. El primer enunciado del primer párrafo de la primera página de mi vida.

“Escuché ruidos muy fuertes a mi alrededor. La barrera que me protegía de todo sonido se había roto. Mis párpados intentaban despegarse lentamente pero no podían. Escuchaba cosas muy ruidosas que no comprendía. Sentía un dolor que no sabía lo que era. Concebía algo que era parte de mí pero no sabía hasta dónde llegaba. Estaba en la incomprensión absoluta de todo lo que me rodeaba”.

Mi nacimiento, pensé instantáneamente. Era la descripción de cuando nací con palabras que aún no pasaban a formar parte de mí. Continué leyendo sobre mis padres y cómo me habían planeado antes. Yo vivía en su mente desde antes de haber nacido. En este sentido, nací dos veces; la primera como una idea en su imaginación y la segunda, físicamente. Era un proyecto planeado para alegrarlos y darles un poco más de sentido a su existencia. Todos los párrafos eran una completa descripción de mis padres, mis abuelos y mi nacimiento. Los personajes, los hechos, todo me cuadraba y me hacía sentido. Sabía que yo no tenía conocimiento de muchas de éstas cosas pero aun así, sabía que eran acertadas y satisfacían mi sentir. Mi intuición se apoderó de mi razón y continué leyendo.

Llegué a mi infancia. Me buscaba en cada letra del libro y me encontraba. Estaba fascinado. La descripción de mi niñez estaba escrita con tal precisión que sentía que ni siquiera yo habría podido hacerlo mejor. Me encontré a Elisa. Reviví mi relación con ella. Esos sentimientos que tenía cada vez que la miraba, que me miraba, que éramos. Me sentía más vivo que nunca.

Nació y renació mi hermana. Isadora vino al mundo para darle alegría a todos menos a mí. Por lo menos así fue en un inicio. Recuerdo que yo era un pequeño de 6 años que se sentía arrebatado de sí mismo por los celos. Me poseían como a un maniático enfurecido. Ya no recordaba que cuando uno es pequeño vive las fantasías de manera tan real que a veces las interpreta como si fueran la realidad misma. Los adultos a veces también hacemos eso. ¿Acaso lo que yo estaba viviendo en ese momento era una fantasía?

Regresé al texto. Las peleas que tenía con ella, la relación tan compleja como el universo mismo, pero tan llena de fraternidad como la de un amigo que se elige en la adolescencia. Las mascotas que tuve, y el afecto tan único que despiertan en uno. Todo estaba allí. Las palabras nunca habían estado tan enteras y completas como en ese momento. ¿Cómo era posible que estaba leyendo mi propia vida en un libro? Me sentía en una extraña película de Woody Allen. El miedo me invadió nuevamente, la resequedad se concentró en mi garganta provocando la sensación de un nudo imposible de desatar. Bebí más agua y me relajé. Prendí un incienso y cerré mis ojos. Me tranquilicé unos minutos para poder continuar.

El capítulo dos me llevó a mi adolescencia. La etapa más difícil de mi vida. El libro comenzaba relatando mi primera experiencia frente a la muerte; el fallecimiento de mi abuelo materno. Un hombre esbelto, de gran tamaño. Falleció de una enfermedad terminal que los médicos nunca determinaron cual era. Su padecimiento era demasiado avanzado para ser comprendido por la ciencia. Yo tenía 11 años cuando eso sucedió. A esa edad uno no piensa en la muerte porque te rodea una sensación de inmortalidad que sólo con los años disminuye. El día en el que falleció, vi por vez primera como escurrían lágrimas en las mejillas de mi madre. Un recuerdo duro que me gustaría poder eliminar de mi consciencia, pero no puedo. Las lágrimas, cuando vienen cargadas de tanto afecto, sólo acentúan la impotencia y la fragilidad que cargamos dentro.

Mis padres no me dejaron asistir al velorio. Sentían que era un evento demasiado violento y que no iba a poder tolerarlo. Grave error. Los adultos muchas veces piensan que los niños no entienden cosas de la vida por el simple hecho de ser niños. Claro que lo entendemos y por supuesto que lo hubiera tolerado.

“Mientras escuchaba el llanto inconsolable de mi madre, intentaba desaparecer de ese mundo a través de mis juguetes, pero no lo logre”, decía la narración. No estaba equivocado el autor. En ese momento hubiera dado lo que fuera por desaparecer.

Me distrajo un sentimiento de humedad que provenía de mi ojo. Regresé a la realidad. Una lágrima escurría por mi mejilla izquierda. Estaba llorando como cuando murió mi abuelo. El último llanto que había permitido salir de mi cuerpo fue por esa misma razón. Esa vez sentía que tenía que ser fuerte para sostener a mi madre en su pérdida. La promesa que me hice de no volver a llorar nunca más en mi vida la había cumplido hasta ese momento. Otra lágrima humedeció mi cara. Ahora era el ojo derecho el que dejaba expresar mi tristeza. Dejé de leer con la intención de reponerme. Tomé un pañuelo desechable y me limpié las lágrimas. Bebí más agua y ordené algo de comer. Mi estómago resentía todas las emociones que tenía. Necesitaba alimentarme de algo más que no fueran recuerdos. Llegó la comida a mi habitación y decidí descansar un rato. Me acosté sobre la cama y me quedé profundamente dormido.

Desperté varias horas después. Había perdido noción del tiempo y no sabía la hora. Me asomé por la ventana de mi habitación y vi que todo estaba obscuro. Volví a mi asiento y retomé la lectura. Prendí la lámpara de la mesa para iluminar el texto. Mi mente, mis recuerdos y mi consciencia se iluminaron al mismo tiempo. Era como un faro en una lejana playa virgen que intentaba guiar a los barcos inmersos en la infinidad del océano. Esa luz iluminaba el texto del profundo mar de mi mente. Al prenderse, se prendió el camino para reencontrarme en los siguientes años de mi adolescencia.

“El humo de tabaco invadía mis pulmones mientras me asfixiaba y mi cuerpo rechazaba la nicotina con una fuerte toz”. El día que me envicié en el tabaco, pensé. Tenía 15 años esa noche. Estaba tomando unos tragos con mis amigos y decidí probar el cigarro. De hecho, esos años los recordaba difusos. Entre intoxicaciones de alcohol, humo de cigarro y una música tan fuerte que impide el pensamiento. No tenía una visión general de lo que había sucedido pero sabía que fueron divertidos. Esos días en los que el sentimiento de la eternidad substituyen al de la mortalidad.

En las siguientes páginas leí sobre noches de juerga, diversiones extremas y un descontrol que solamente lo pudo frenar una tragedia. Carlos falleció un 29 de agosto, en mi cumpleaños. Fecha marcada con una huella imborrable desde entonces. Tuvo una sobredosis de cocaína y su cuerpo ya no pudo más. Se dejó seducir por el polvo blanco. En muchas ocasiones, invadidos de miedo como un tumor invade al cuerpo hasta que lo enferma, le señalamos que estaba abusando de esa sustancia, pero en realidad, él lo veía como algo pasajero que terminaría con la entrada a la adultez. No fue así. Nunca lo es. Su vida llena de excesos y ansiedades por vivir terminaron con él. Mi adolescencia se fue con su vida y su entrada al otro mundo marco pauta para mi entrada a la adultez. Leer sobre Carlos fue de las cosas más difíciles que había tenido que hacer. Era extraño leerlo desde mi perspectiva viniendo de alguien que nunca conocí. La narrativa contenía palabras tan exactas de mi duelo, que lo reviví. Nuevamente me encontré llorando en mi habitación y tuve que parar. La primera vez que pasé por ese duelo no me deje caer en la tristeza y en el llanto. Recuerdo haberme aferrado tanto a esa promesa que me había hecho cuando falleció mí abuelo, que me tuve que contener para no interrumpir mi fuerza con el sabor de las lágrimas. Esta ocasión fue distinto. Algo en la narrativa y en la fuerte elección de las palabras rompieron con mi contención. Interrumpí el silencio de la habitación con un fuerte llanto, y es que la tarea de tener que consolarse uno mismo, es siempre más difícil que consolar a alguien más. Deje el libro y salí a caminar.

Salí del hotel solamente para encontrarme perdido. No sabía dónde estaba. No conocía la ciudad. No tenía idea si era correcto caminar a la izquierda o a la derecha. Un gato se cruzó por mi camino y decidí seguirlo a ver a dónde me llevaba. Caminé varias cuadras intentando no pensar pero mientras más lo intentaba más pensaba. El gato se detuvo y me miró. Su mirada arrogante y fija quería comunicarme algo pero no lograba entender que era. Unos segundos después continúo caminando hasta llegar nuevamente a la puerta de mi hotel. Me sorprendí al llegar y comencé a pensar que el soberbio felino me estaba diciendo que tenía que continuar con la lectura. ¿Era posible que el autor del libro había reencarnado en el gato gris? Tal vez era un comunicado del mismo autor para que retome el texto. Finalmente, me encontraba en un lugar rodeado de fieles creyentes en la reencarnación. Decidí hacerle caso. Regresé a mi habitación y abrí el siguiente capítulo titulado “Carolina”.

“Sus ojos verdes me llamaron la atención. Tenía una mirada fija y seria pero al mismo tiempo ligera. Parecía que la verdad del universo estaba concentrada en sus ojos. Se adueñó de mí en ese instante. Sentía una serie de palpitaciones a lo largo y ancho de todo mi cuerpo, mi boca estaba reseca y mis manos sudorosas. Nunca me había sentido así”. Maldita Carolina, volví a pensar.

Nuestra historia comenzaba ahí y se empalmaba ahora en la del libro frente a mí. Ella era una de esas personas que llegó a mi vida con la intención de no irse. Al seguir leyendo el texto comencé a rememorar toda nuestra relación, mientras intentaba identificar en que momento nos perdimos, o por lo menos me perdí yo. Tanto la quise que no sé en qué punto el laberinto de mi confusión terminó por ganarle al cariño.

Pasé hojas y hojas leyendo palabra tras palabra intentando comprenderlo. No lo logré. La narrativa me había fallado. Estaba molesto con el autor. Todo había sido tan honesto hasta ese momento. Me sentí traicionado. Terminé el capítulo más confundido que antes. Sumergido en mi enojo apagué la luz y me dormí.

Esa noche soñé con el arrogante gato que me encontré afuera de mi hotel. En mi sueño, el felino me guiaba a través de un laberinto. Yo lo seguía a través de las altas paredes de césped que me rodeaban. No reconocía el lugar. Era un camino interminable lleno de opciones y decisiones por tomar. Seguía al gato atentamente. Él sabía a donde me guiaba y yo sabía que me quería comunicar algo. Sus ojos verdes, como los de Carolina, se entremezclaban con el césped de las paredes. Las paredes verdes se abrían poco a poco para dar lugar a un amplio patio. En el centro del patio había una fuente de cantera. El gato se acercó sigilosamente a la fuente. Al llegar ahí me miró diciéndome que me acercara, que no tuviera temor. Haciéndole caso y caminando tan precavidamente como el mismo gato, llegué a la fuente. No servía. Tenía que buscar una manera de repararla y lograr que brotara el agua. Sabía lo que tenía que hacer, pero lo dudaba. Al levantar la mirada y buscar al gato nuevamente, me di cuenta que se estaba alejando de mí. Él, tan seguro de tener sus siete vidas, brincó ferozmente hacia una de las jardineras a unos pocos metros de la fuente y desapareció. Miré la fuente y seguía tan seca como al principio. Mis oídos se empezaron a aturdir al escuchar un fuerte golpeteo. Cada vez se incrementaba la intensidad y la cercanía del ruido. TOC TOC TOC.

Abrí mis ojos y desperté. Me sentía agitado y nervioso. A los pocos segundos volví a escuchar el mismo golpeteo. Provenía de la puerta de mi habitación. Me acerqué, la abrí y no había nadie.

Regresé a mi cama y me senté. Me sentía extrañamente confundido. ¿El gato era real? Claro que lo era, pensé. Lo había visto hace algunas horas afuera del hotel. Me asomé por la ventana de la habitación para ver si lograba encontrarlo. Mi intento fue en vano. Lo único que notaba eran los pequeños rayos de luz irrumpiendo en un cielo nublado.

TOC, TOC, TOC.

Nuevamente el golpeteo en la puerta de mi habitación. Corrí para abrirla y no había nadie. Me sentía perdido entre mi sueño y mi realidad. Tomé un vaso, le serví agua y la bebí. Si sentía la misma frescura de siempre, sabría que no soñaba.

TOC, TOC, TOC.

Comencé a desquiciarme con el ruido. No había nadie llamando a mi puerta. El vacío y el silencio se hacían tan presentes que era notoria su ausencia con cada golpeteo. El libro, pensé. Si había algo que me pudiera explicar lo que estaba pasando, sabía que se encontraba en el texto. Lo tomé, me senté en la misma silla donde había pasado los últimos dos días y continué leyendo.

“Abrí mis ojos y desperté. Me sentía agitado y nervioso. A los pocos segundos volví a escuchar el mismo golpeteo. Provenía de la puerta de mi habitación. Me acerqué, la abrí y no había nadie”.

Había llegado a mi presente. Me encontraba leyendo sobre lo que me estaba ocurriendo en ese momento. ¿Quería continuar con el texto? ¿Saber lo que ocurriría por el resto de mi vida? Giré la página titubeando. Las palabras estaban ahí y dentro de ellas toda mi historia.

TOC TOC TOC, leí mientras golpeaban la puerta.

Asustado, tiré el libro al piso y corrí hacia la puerta. La abrí para encontrarme con un sobre destinado para mí.

“Seguramente estás leyendo esto desde mi carta y no desde el libro. Es importante que continúes leyendo y que sigas al gato en su camino”.

Maldita Carolina. Siempre con sus enigmas dejándome intrigando y dudoso. ¿Dónde podría encontrar a ese gato? ¿Qué era lo que quería decirme? Claro, Carolina era la única que sabía en donde me encontraba y ella ya sabía toda la historia.

Tomé el libro, me senté en la orilla de la cama y continúe leyendo. Todas mis dudas, mis temores, todo lo que estaba sintiendo estaba escrito. Quería continuar con la trama pero no lograba avanzar. Página tras página lo único que podía leer era como yo leía el libro que sostenía entre mis manos. Esto venía acompañando de una explicación fantástica de todo lo que pensaba. Parecía que el autor se había metido a mi mente, sabía lo que pensaba y lo explicaba con las exactas palabras que yo pensaba. Estaba leyendo mis propios pensamientos y por más fascinante que resultara, comenzó a desesperarme. Me sentía atrapado en mi mente, enfrascado. Tenía que hacer algo para poder continuar con la trama y avanzar más allá de la mera descripción. Dejé el libro y tomé la carta de Carolina. Sigue al gato, decía. Tomé un vaso de agua y al sentirme ligeramente hidratado salí de mi habitación. Llegué afuera del hotel y busqué al animal. Hice el mismo recorrido de la última vez. Mi intento fue en vano. Regresé a la puerta del hotel sintiéndome desesperanzado.

Me senté en el escalón de la entrada a pensar mi siguiente paso. Tenía que tener cuidado si no quería alterar mi realidad. Mi cuerpo se sentía cansado, mi mente no. No podía parar de pensar en el gato, en su mirada arrogante, en el libro y en Carolina. ¿Cómo era posible que todo se entrelazara para dar lugar a mi historia? ¿Qué tenía que ver Carolina con el gato? ¿Qué tenía que ver yo con la India y con el autor? Aún no lo sabía y necesitaba respuestas. Al pensar en el gato recordé mi sueño, el laberinto verde y la fuente. Necesitaba volver ahí y para ello tenía que soñar nuevamente. Cerré mis ojos y me concentré en dormir.

La fuente seguía seca. Miré a todo mí alrededor para encontrar agua. Sabía que tenía que arreglar la fuente. El gato apareció a través de la pared por la que había desvanecido. Se acercó a mí sin hesitarlo. El amplio patio de la fuente comenzó a hacerse cada vez más pequeño y angosto. Mientras las paredes se me acercaban, mi boca se resecaba. El cielo comenzó a nublarse. Parecía que se avecinaba una fuerte tormenta. Tal vez esa era el agua que me saciaría. Ligeras gotas comenzaron a caer sobre mis manos. La fuente comenzó a llenarse lentamente de agua. El sigiloso gato había desaparecido. Lo provocó la primera gota que el cielo derramó sobre él. Mis manos seguían mojándose con la intensa lluvia que fuertemente caía. De pronto, sentí que algo rozó mi pierna. Abrí los ojos para encontrarme con el felino viéndome. Ahí estaba sentado frente a mí en las afueras del hotel. El cielo estaba despejado y no se veía ninguna nube cerca. Tomé al gato con cuidado y lo miré. Parecía que sus ojos verdes eran un portal a otro universo. Tenían una extraña semejanza con los ojos de Carolina. ¿Era posible que el gato se había convertido ahora en Carolina?

Lo solté y se encaminó decididamente al otro lado de la avenida. Se detuvo, me miró y me esperó. Crucé la avenida para seguirlo. Sabía que tenía que continuar por su camino. Era él ahora quien me guiaba y quien sabía todas las respuestas a lo que me ocurría. El gato avanzaba cuadra tras cuadra sabiendo a dónde se dirigía. Entró a un pequeño callejón. Era tan estrecho y angosto que apenas pude cruzarlo. Me causó una sensación similar a la que tuve en el sueño dónde las paredes se me acercaban. El gato no puede desaparecer, pensé. Tenía que cruzar rápidamente para asegurarme que ahí seguía. Salí del callejón y ahí se encontraba esperándome. Avanzamos una cuadra más para llegar a un mercado. El lugar estaba infestado de gente. Parecía una plaga de personas en busca de un objeto perdido.

Los puestos, el ruido, los intensos olores de comida; todo se mezclaba dentro de mí. Fijé mi mirada en la cola del gato para no perderlo de vista. Avanzamos por varios minutos cruzando demasiados puestos y personas. Parecía interminable el mercado. Nunca había visto tanta gente en un mismo lugar. El arrogante felino comenzó a avanzar más rápido y yo también. Sin percatarme, mi cuerpo ya estaba corriendo fuertemente persiguiéndolo. Al cabo de unos minutos se detuvo frente a un edificio antiguo. Parado frente a la puerta de una tienda, volvió a mirarme para asegurarse de que aún seguía ahí. Sus ojos verdes me indicaron que entráramos. Reponiéndome y recuperando mi aliento me acerqué a la puerta. Estaba cansado y sediento otra vez. No sabía que ocurría pero la resequedad en mi boca no me dejaba en paz.

Abrí la puerta y entramos a la tienda. El gato sabía perfectamente donde estaba. Reconocía el lugar con mucha lucidez y claridad. Brincó para subirse al mostrador. Caminé alrededor de la tienda. Era una librería bastante pequeña. Al observar los libros que tenían, me di cuenta que no reconocía casi ninguno. Detrás de mí, escuche un fuerte maullido que captó toda mi atención y me alejó de los libros. Miré al mostrador y escuché:

Un señor mayor acariciaba al gato. Me miró y comenzó a hablarme en una lengua completamente desconocida para mí. Él intentaba comunicarme algo que en mi capacidad no lograba entender. Sumergido en las barreras del lenguaje, volvió la sensación de resequedad en mi garganta. Comencé a actuar con señas y ademanes. Necesitaba beber algo. El señor comprendió lo que quería y me dio a entender que regresaría pronto. Volví a mirar a los libros. Otro maullido del gato volvió a adueñarse de mí. Se encontraba sentado sobre el mostrador de la tienda. Me acerqué a él para ver de qué se trataba. Se levantó y se sentó a un costado de donde estaba yo. Al levantarse noté una línea roja que cruzaba a lo largo de un espacio en blanco. Era el libro, mi libro. Sintiendo nuevamente la sensación de vació, lo tomé. Lo abrí buscando palabras que me guiaran y me dieran una respuesta a todo lo que ocurría.

Volvió el señor con un vaso de agua. Me lo dio, y al notar que sostenía el libro entre mis manos, comenzó nuevamente a hablarme en indi. Sin comprender nada de lo que ocurría y sintiéndome cada vez más angustiado y seco, tomé el vaso de agua y lo acerqué a mi boca. Mientras sentía como se hidrataba mi cuerpo y el agua resbalaba en mi interior, empecé a sentir una sensación de alivio. Mi cuerpo se relajó mientras se confundía poco a poco con el agua.

TOC TOC TOC, volví a escuchar el golpeteo. Abrí mis ojos, miré confusamente a mí alrededor. Me encontraba en mi departamento, recostado sobre mi cama.

TOC TOC TOC.

Me levanté sintiéndome ligeramente mareado. Sentía una letargia fuerte en el cuerpo. Sentía que había pasado días y días dormido, teniendo el sueño más extraño de mi vida.

TOC TOC TOC.

Abrí la puerta y era Carolina.

La miré asustado. Sus ojos verdes me decían que comprendía lo que ocurría y que sabía cuál era la realidad. La dejé pasar cómo había dejado que pasara a formar parte de mí varios años antes. Miré por la ventana mientras pensaba en todo lo que estaba ocurriendo. El cielo había comenzado a nublarse y parecía que se avecinaba una fuerte tormenta. Al mirar por mi ventana, noté que al otro lado de la calle se encontraba un gato gris caminando. Se detuvo, me miró arrogantemente y continúo su camino. El camino del gato, pensé.

Unos segundo después sacó de su bolso un libro con caratula blanca y una línea roja cruzándola. Me lo entregó. Lo tomé y me sentí vacío y sin sentido. Mientras lo miraba atentamente e intentaba desprenderme de lo que ocurría, noté que en la parte de abajo había una firma. Se notaba que la escribieron intentando encubrirla pero no lo habían logrado. Volví a mirar por la ventana para ver si el gato gris estaba todavía ahí. Al no encontrarlo, tomé el libro nuevamente mientras exhalaba susurrando Anata, Anata.

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