Los tenues primeros rayos de sol se colaban entre las hojas de las cortinas de la habitación; debían pasar de las seis de la mañana y Maura seguía sentada sobre la alfombra. Hacía girar entre sus dedos el gastado bolígrafo con el logotipo de la empresa para la que tenía tres años trabajando. Tobby dormía en su regazo; era la primera vez que no pasaba la noche encerrado en su jaula. Recargada contra el lateral de su cama, la joven veía un punto en la pared, pensando en lo vacía que había sido su existencia hasta ese momento.
A su alrededor, dispersos por el suelo, se encontraban trozos de papel arrugados. Había pasado toda la noche intentando redactar la anti-lista que se había propuesto como cierre de sus días. Observó su libreta y leyó las tres cortas líneas que había conseguido escribir:
1. Decir adiós.
2. Pedir ayuda.
3. Hablar con un extraño.
Se sentía ridícula. Había pasado por el mundo sin pena ni gloria toda su vida; no tenía aspiraciones, deseos ni sueños que alcanzar. Ni siquiera podía decir que tenía ganas de vivir una aventura, pues eso tampoco era cierto. No se consideraba una cobarde atada por prejuicios, sino una persona que jamás había sentido la necesidad de hacer nada.
Carecía de pasatiempos, pasiones, y su rutina consistía en cuidar a Tobby y trabajar para tener suficiente dinero para pagar sus cuentas y lo que su mascota necesitara; no había más. Se mordió el labio. “¿Qué más, qué más?” Suspiró. “Voy a terminar poniendo cualquier cosa”.
4. Contar un secreto.
“¡Ja! Un secreto. Como si tuviera uno”. Observó a Tobby y sonrió. “Tal vez cuentes tú, ¿no? No creo que muchos sepan que existes. Bueno, no es como que les importe tampoco. Vaya, hasta mis secretos son patéticos”. Estiró los brazos hacia el techo; sentía la espalda entumida por el tiempo que había pasado sentada. El movimiento despertó al conejo, quien de un brinco aterrizó en la alfombra. Maura cerró la libreta y se puso de pie. Se estiró, girando el tronco hacia ambos lados, movió los hombros y caminó hacia la ventana. Corrió las cortinas. El sol había salido del todo.
Su departamento se encontraba en el segundo piso de un viejo edificio al norte de Monterrey, parte de un pequeño y anónimo complejo habitacional. Se había mudado a él desde el inicio de su carrera y era lo más parecido a un hogar que sabía reconocer.
“No es mi hogar” se corrigió, cuando ese fugaz pensamiento la inundó. “Es mi trinchera, el único sitio donde puedo ocultar mi dolor”. Tomó su libreta.
5. Salir de casa.
No podía recordar cuándo había sido la última vez que había puesto un pie fuera de casa para hacer cualquier actividad relacionada con el ocio. Ni siquiera iba al supermercado; hacía tiempo que compraba sus víveres en línea y un repartidor entregaba el pedido en la puerta.
La única razón por la que trabajaba en una oficina era porque no tenía que lidiar con personas. Era programadora en una multinacional; sus labores se limitaban a verificar el funcionamiento del software de la empresa, daba mantenimiento, hacía pruebas, corregía errores, y una vez por semana tomaba asiento en una de las treinta sillas de la sala de juntas para escuchar a su jefe dar un resumen de lo que había pasado en cada departamento durante los últimos siete días.
Era sencillo: casi no interactuaba con sus compañeros y su trabajo implicaba que estuviera casi siempre en silencio, observando la pantalla de su computadora. El único sonido que le hacía compañía era el “tac, tac, tac” del teclado mientras ella redactaba complejos códigos.
Iniciaba y terminaba su jornada laboral como una especie de fantasma: nadie la notaba, a nadie le importaba su presencia; por ello, no recibió ningún comentario desfavorable ese día, pese a que se integró a sus labores dos horas después de lo habitual.
Encendió su computadora y comenzó sus labores. Tenía que desarrollar una actualización del programa, pero las adecuaciones que le habían indicado por correo electrónico, para su gusto, eran absurdas, aunque jamás se habría atrevido a decírselo a su jefa en la cara; ella no era la clase de personas que expresaban un desacuerdo. Suspiró y sacó su libreta de la mochila.
6. Dar una opinión.
Cerró la libreta y repasó una vez más la minuta que le habían girado con las indicaciones del proyecto que tenía que atender, pero cada cierto tiempo se descubría a sí misma con la cabeza en otra parte. “Es porque tengo mucho sueño”, se convencía a medias, pues de sobra sabía que su distracción se debía principalmente a esa vieja libreta de notas con una anti-lista incompleta de actividades por hacer en los meses que le quedaban de vida.
¿Cuántos puntos debía colocar? ¿Seis no era una cantidad adecuada? Era un número par, múltiplo de tres, que se suponía era un número mágico. No. Sonaba mediocre, incluso para ella.
Tomó una vez más la libreta y repasó las seis breves oraciones que hasta ese momento había conseguido estructurar. Le parecía irónico cómo parecía tener una habilidad nata para realizar complejos códigos en lenguaje computacional, pero tuviera más de 15 horas con una simple hoja de papel con solo diecisiete palabras escritas. Le dolía la cabeza, en parte por haber estado la noche en vela, en parte porque pasaba del mediodía y no había comido.
7. Aprender algo nuevo.
Observó la oración; no estaba segura de qué parte de su ser había surgido, pero creía que, hasta ese momento, era una de las oraciones más poderosas. En su juventud había disfrutado la universidad por la emoción y el reto que le representaba conocer los secretos más interesantes del mundo de la computación, pero incluso esa chispa se había conseguido apagar con el paso de los años.
8. Comer en público.
No era un gran reto, pero su estómago suplicaba por un poco de pan, así que suponía que de él venía la indicación.
Hacía años que no iba a un restaurante, y durante su jornada laboral comía sentada en su escritorio, sin dejar de trabajar.
Maura era considerada por sus jefes como una de las empleadas más dedicadas de la empresa. No pedía permisos, no daba problemas, trabajaba tiempo extra si se le pedía, y jamás se había visto involucrada en ningún chisme de pasillo. Y era considerada por sus compañeros como un personaje extraño. Casi nadie sabía su nombre y solían olvidar quién ocupaba esa alejada oficina.
Sacó de su mochila una bolsa hermética que contenía un sándwich, dispuesta a tomarse un pequeño descanso, cuando su extensión comenzó a sonar.
—¿Diga? —preguntó y volvió a guardar su almuerzo. Su estómago soltó un gruñido, molesto.
—Maura, ¿ya tienes la versión beta del programa? —quiso saber Olivia, su jefa.
—Eh, no, licenciada. Lo que pasa es que aún hay un par de cosas que… —no hubo oportunidad de seguir, pues del otro lado se escuchó una exhalación de hastío que fue lo suficientemente fuerte como para que Maura comprendiera que no debía continuar.
—Lo necesito en dos horas —puntualizó la mujer, con voz firme.
—Sí, licenciada —respondió la joven al aire, pues antes de llegar a la primera “e”, Olivia había colgado el teléfono.
9. Decir que “no” a alguien.
Esa breve interacción había sido suficiente para que Maura olvidara su anti-lista por el resto del día y se concentrara en solo hacer su trabajo.
Por la tarde volvió a casa, y al encontrarse en el descanso de la escalera del metro, en la estación Félix U. Gómez, se detuvo, como era su costumbre, a observar la ciudad. En esta ocasión no trataba de calcular el tiempo que le costaría aterrizar en el pavimento ni la velocidad de los autos que pasarían sobre ella. No. Observar el cielo la hacía sentir pequeña e indefensa.
El sol comenzaba a ocultarse y algunos negocios habían comenzado a encender las luces que daban a la calle. El cálido ambiente se aderezaba con los suaves rayos que aún atravesaban las nubes, dándole un toque especial a la mezcla de colores que atravesaban los ojos de la joven: azul intenso, rosa vibrante, naranja potente. Era uno de los atardeceres más hermosos que Maura había presenciado. En momentos como ese se preguntaba si podría seguir contemplando esos detalles desde el más allá.
¿Iría al cielo? ¿Existía siquiera tal? No había crecido en una familia religiosa, aunque su abuela se autodenominaba católica y la arrastraba a la iglesia al menos un domingo al mes; jamás se había planteado de verdad qué era lo que pensaba sobre ese tema. Nunca había sentido necesidad de tener un sistema de creencias guiado por las normas establecidas por una religión en concreto. “El que es bueno, lo es sin que se lo pidan”, pensaba. Y ¿ella lo era? Innumerables religiones consideraban el suicidio como un grave pecado, pues atentaba contra los planes que las deidades tenían para los seres humanos. Y moralmente también era un acto despreciado por la sociedad; incluso, según tenía entendido, en algunos países era penado el intento de suicidio. ¿Era el caso de México? Tal vez debía investigarlo más adelante, solo por si acaso.
El sonido del tren anunciando su llegada a la estación la hizo darse cuenta del tiempo que había pasado con la mirada perdida en el horizonte. A su alrededor pasaban personas que bajaban y subían de la estación; seguían su paso sin detenerse a pensar si algo malo pasaba con ella, “porque a nadie le importa”, se decía a sí misma.
Llegó a casa más tarde de lo habitual, sacó a Tobby de su jaula y lo llenó de besos. El conejo también parecía ser ajeno a los abrumadores pensamientos que no dejaban tranquila a su dueña. No sentía ánimos de cocinar, así que se sirvió un plato con cereal y trozos de manzana, y se sentó en la sala. Encendió el televisor y dejó reproducirse de fondo la sitcom que se emitía a esa hora en uno de los pocos canales locales que todavía valían un poco la pena.
“Ya tengo mi anti-lista”, pensaba mientras partía por la mitad, con su cuchara, un trozo de manzana que había quedado muy grande. “¿Ahora qué?”. Si escribirla le había costado todo el día, no se quería ni imaginar cuánto le tomaría llevarla a la realidad.
Dejó el plato en el sillón y buscó su libreta. Leyó por enésima vez lo que en ésta había escrito:
1. Decir adiós.
2. Pedir ayuda.
3. Hablar con un extraño.
4. Contar un secreto.
5. Salir de casa.
6. Dar una opinión.
7. Aprender algo nuevo.
8. Comer en público.
9. Decir que “no” a alguien.
La anti-lista era corta, sólida y realista para una persona normal, aunque ella no se percibía a sí misma como tal cosa.
“No puedo pretender hacer todo de golpe”, se decía. “Ni tampoco podré hacerlo en orden. Tal vez pueda elegir algo, lo más inofensivo, y de ahí partir.” Observó su calendario. “Si me propongo hacer una cosa cada dos o tres semanas, sería tiempo suficiente para terminarla. Hoy será el día uno”.
Eligió lo que sentía más inofensivo. “Salir de casa” era un reto, sí, pero era, al menos en apariencia, el menos complicado. Se dio una ducha, se puso ropa más cómoda y salió a la calle.
Cruzar el umbral del edificio fue el paso más sencillo, pero una vez que tuvo ambos pies en la banqueta, vio alrededor, confundida. ¿Cuál rumbo era el correcto? ¿A dónde iría?
Decidió seguir su intuición y giró a la derecha. La colonia era antigua pero tranquila; la mayoría de sus habitantes eran personas de la tercera edad, que habían formado familias, las habían visto crecer en esas mismas calles y que ahora vivían solos, siendo visitados una vez por semana por pequeñas versiones de sus hijos e hijas para hacer una “carnita asada”, mientras convivían entre risas.
Aunque en un martes cualquiera (como era aquel día), las casas estaban en silencio, apagadas. Maura sabía que lo más probable era que sus vecinos, aquellas figuras de bien que habían trabajado arduamente en crear hombres y mujeres de provecho para la sociedad, se sentían tan, o más, vacíos que ella.
Al cabo de un par de calles se encontró con un parque con poco movimiento. Tres niños jugaban a aventarse un balón, mientras dos pequeñas se balanceaban felices en un ruidoso columpio. Maura encontró una banca, tan lejos de la gente como para que no fuera raro que viera a niños jugar, pero a la vista, para que no pensaran que vendía droga o algo peor.
El tiempo pareció avanzar más lento: las fuertes risas de las niñas, los gritos eufóricos de los niños, un perro ladrando a lo lejos y ella, inmóvil, con las manos entrelazadas sobre el regazo. Sentía que le pitaban los oídos, y pronto se dio cuenta de que le ardía el dorso de una mano. Bajó la mirada y, con sorpresa, observó que se estaba clavando las uñas de una mano contra la otra. Se relajó y exhaló con fuerza. Alzó la mirada al cielo: lloraba.
—¡Niños, a cenar! —gritó una mujer desde una casa cercana.
Los pequeños repelaron, pero en cuestión de unos minutos, el parque se quedó en absoluto silencio. Entonces, Maura pudo volver a respirar con normalidad.
Al volver a casa, tomó una vez más su libreta, tachó el número cinco, con un sentimiento de genuino triunfo por haberlo logrado. Deslizó la pluma hacia abajo y, tras un largo suspiro, escribió:
10. Perdonar.
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